CAPÍTULO 64

Al amanecer, Alice estaba unos kilómetros al norte de Toulouse. Se detuvo en una gasolinera y bebió un par de tazas de café caliente, con azúcar, para centrarse.

Leyó la carta una vez más. Había sido franqueada en Foix el miércoles por la mañana. Era de Audric Baillard, indicándole cómo llegar a su casa. Sabía que era auténtica, porque reconoció la escritura negra, como de patas de araña.

De inmediato sintió que no tenía más opción que acudir.

Desplegó el mapa sobre el mostrador, intentando determinar con exactitud hacia dónde dirigirse. El caserío donde vivía no aparecía en el mapa, pero en la carta mencionaba suficientes referencias y nombres de pueblos cercanos, como para acotar el área general.

Estaba seguro —decía— de que Alice reconocería el sitio en cuanto lo viera.

Como precaución, que según comprendió debió haber tomado antes, Alice cambió su coche de alquiler en el aeropuerto por otro de marca y color diferentes, por si la estaban persiguiendo, y siguió su viaje hacia el sur.

Dejó atrás Foix, en dirección a Andorra, pasó por Tarascón y empezó a seguir las indicaciones de Baillard Abandonó la carretera principal en Luzenac y atravesó Lordat y Bestiac. El paisaje cambió. Le recordaba las laderas de los Alpes: florecillas de montaña, hierbas altas y casas parecidas a chalets suizos.

Pasó por una extensa cantera, como una enorme cicatriz blanca abierta en un flanco de la montaña. Las imponentes torres del tendido eléctrico y los gruesos cables negros de las estaciones de invierno dominaban el paisaje, oscuros contra el cielo azul del verano.

Alice atravesó el río Lauze. Tuvo que poner la segunda marcha, al volverse más empinado el camino y más cerradas las curvas. Empezaba a marearse por los constantes giros, cuando de pronto se encontró en un pueblecito con dos tiendas y un bar que tenía una terraza en la acera con un par de mesas rodeadas de sillas. Para comprobar si seguía en la buena dirección, entró en el bar. Dentro, el aire estaba saturado de humo y varios hombres encorvados, de aspecto recio, rostros curtidos por la intemperie y monos azules se alineaban junto a la barra.

Alice pidió un café y desplegó ostentosamente el mapa sobre el mostrador. Por el rechazo a los extranjeros y en particular a las mujeres, nadie le dirigió la palabra durante un rato, pero al final consiguió entablar una conversación. Ninguno de los presentes había oído hablar de Los Seres, pero todos conocían la zona y la ayudaron en todo cuanto pudieron.

Siguió subiendo y poco a poco se fue orientando. El camino se volvió una senda, hasta que finalmente desapareció por completo. Alice aparcó el coche y se bajó. Sólo entonces, en el paisaje familiar, percibiendo plenamente los olores de la montaña, se dio cuenta por fin de que en realidad había dado una vuelta completa y se encontraba en el lado opuesto del pico de Soularac.

Alice subió hasta el punto más alto y se protegió la vista. En seguida identificó el estanque de Tort, una laguna de forma característica que los hombres del bar le habían aconsejado que localizara. A escasa distancia había otra laguna, conocida en el lugar como el lago del Diablo.

Finalmente, se encaminó hacia el pico de Saint-Barthélémy, entre el pico de Soularac y Montségur.

Justo enfrente, un sendero ascendía sinuoso a través de verdes matorrales, tierra ocre y matas de retama de un amarillo intenso. Las hojas oscuras de los arbustos de boj desprendían una fragancia punzante. Alice tocó las hojas y frotó el rocío entre los dedos.

Prosiguió el ascenso durante unos diez minutos, al cabo de los cuales el sendero desembocaba en un claro. Había llegado.

Una casa de una sola planta se erguía solitaria, rodeada de ruinas de piedra gris que se confundían con el color de las montañas. En la puerta había un hombre, muy delgado y muy viejo, con una mata de pelo blanco y el traje de color claro que recordaba haber visto en la foto.

Alice sintió como si sus piernas siguieran caminando solas. El suelo se niveló mientras daba los últimos pasos hacia el anciano. Baillard la miraba en silencio, completamente inmóvil. No sonrió, ni levantó la mano para saludarla. Ni siquiera habló ni se movió cuando ella se acercó. No dejaba de mirarla a la cara, con unos ojos de un color sorprendente.

«Ámbar mezclado con hojas de otoño».

Alice se detuvo ante él. Sólo entonces el hombre sonrió. Fue como si el sol saliera de entre las nubes y transfigurara las arrugas y los surcos de su cara.

Donaisela Tanner —dijo. Su voz era profunda y antigua como el viento en el desierto—. Benvenguda. Sabía que vendría. —Se apartó para dejarla entrar—. Pase, por favor.

Nerviosa e incómoda, Alice agachó la cabeza para pasar bajo el dintel y entró en la sala, percibiendo aún la intensidad de su mirada. Parecía como si quisiera aprenderse de memoria cada uno de sus rasgos.

Monsieur Baillard —empezó ella, pero en seguida se interrumpió.

Era incapaz de pensar en algo que decir. El deleite y la maravilla que había suscitado en él su visita, así como su confianza en que ella acudiría, volvían imposible toda conversación normal.

—Se le parece mucho —dijo él lentamente—. Hay mucho de ella en su rostro.

—Sólo he visto fotos, pero yo también lo creo.

Él sonrió.

—No me refería a Grace —dijo suavemente, pero en seguida volvió la cabeza, como si hubiese hablado de más—. Por favor, siéntese.

Mirando discretamente a su alrededor, Alice advirtió la falta de equipamiento moderno. No había lámparas, ni radiadores de calefacción, ni nada eléctrico. Se preguntó si habría una cocina.

Monsieur Baillard —empezó de nuevo—, es un placer conocerlo. Me estaba preguntando… ¿cómo ha sabido dónde encontrarme?

Una vez más, él sonrió.

—¿Acaso importa?

Alice lo pensó un poco y comprendió que no.

Donaisela Tanner, estoy al corriente de lo sucedido en el pico de Soularac, y tengo una pregunta que debo hacerle antes de seguir hablando. ¿Ha encontrado un libro?

Alice hubiese deseado más que nada en el mundo decirle que sí.

—Lo siento —respondió, sacudiendo la cabeza—. Él también me lo preguntó, pero no he visto ningún libro.

—¿Él?

Ella frunció el entrecejo.

—Un hombre llamado Paul Authié.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

—Ah, sí —dijo él, de una manera que hizo comprender a Alice que no necesitaba ninguna aclaración.

—Por otra parte, tengo entendido que encontró esto…

Levantó la mano izquierda y la apoyó sobre la mesa, como una jovencita presumiendo de anillo de compromiso. Entonces, para su asombro, Alice pudo ver que llevaba puesto el anillo de piedra. Sonrió. Le resultaba tremendamente familiar, aunque sólo lo había tenido en la mano unos segundos.

Tragó saliva.

—¿Me permite?

Baillard se lo quitó del pulgar. Alice lo cogió y le dio unas vueltas entre los dedos, turbada una vez más por la intensidad de la mirada de él.

—¿Es suyo? —se oyó decir, temerosa de que la respuesta fuera afirmativa, con todo lo que eso supondría.

Baillard tardó en contestar.

—No —dijo finalmente—, pero hace tiempo tuve uno como este.

—¿De quién es entonces?

—¿No lo sabe? —replicó él.

Durante una fracción de segundo, Alice pensó que sí lo sabía. Pero en seguida desapareció el chispazo de entendimiento y su mente volvió a sumirse en la confusión.

—No estoy segura —dijo en tono titubeante, sacudiendo la cabeza—, pero creo que le falta esta pieza —añadió, mientras sacaba del bolsillo el disco del laberinto—. Estaba junto al árbol genealógico, en casa de mi tía. —Se lo entregó a Baillard—. ¿Se lo había enviado usted?

Baillard no respondió.

—Grace era una mujer encantadora, culta e inteligente. Ya en nuestra primera conversación descubrimos que teníamos varios intereses y experiencias en común.

—¿Para qué sirve? —insistió Alice, rehusando cambiar de tema.

—Es un merel. Antes había muchos. Ahora sólo queda este.

Alice se quedó mirando atónita, mientras Baillard insertaba el disco en el hueco del cuerpo del anillo.

—Aquí. Ya está.

El anciano sonrió y volvió a ponerse el anillo en el pulgar.

—Es la llave que se necesita —dijo suavemente.

—¿Que se necesita para qué?

Tampoco entonces respondió Baillard.

—Alaïs se le aparece a veces en sueños, ¿no?

El repentino giro de la conversación sorprendió a Alice, que no supo cómo reaccionar.

—Llevamos el pasado dentro de nosotros, en nuestros huesos, en nuestra sangre —prosiguió él—. Alaïs ha estado con usted toda su vida, cuidándola. Usted tiene muchas de sus cualidades. Ella era una mujer valerosa, con una serena determinación, lo mismo que usted. Alaïs era leal y constante, como sospecho que es usted. —Hizo una pausa y volvió a sonreírle—. Ella también tenía sueños. De épocas pasadas, de los comienzos. Los sueños le revelaron su destino, aunque ella se negaba a aceptarlo, del mismo modo que ahora sus sueños le iluminan a usted el camino.

Alice sentía como si las palabras del anciano le llegaran a través de una gran distancia, como si no tuvieran nada que ver con ella, ni con Baillard, ni con nadie en particular, sino que hubiesen existido desde siempre en el tiempo y el espacio.

—Siempre sueño con ella —dijo, sin saber adónde la llevaban sus palabras—. Con el fuego, la montaña, el libro… ¿Es esta la montaña? —Él asintió—. Creo que intenta decirme algo. Últimamente veo con más claridad su cara, pero todavía no oigo lo que dice. —Titubeó un momento—. No entiendo qué quiere de mí.

—O usted de ella, quizá —repuso él en tono ligero. Baillard sirvió el vino y le ofreció una copa a Alice.

Pese a la hora temprana, Alice bebió varios sorbos, sintiendo que el líquido le transmitía su calidez al bajarle por la garganta.

Monsieur Baillard, necesito saber qué le sucedió a Alaïs. Mientras no lo sepa, nada tendrá sentido. Usted lo sabe, ¿no es así?

Una expresión de abrumadora tristeza descendió sobre el anciano.

—Sobrevivió, ¿verdad? —dijo ella lentamente, temiendo oír la respuesta—. Después de Carcasona… Ellos no… no la capturaron, ¿no?

Él apoyó las manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo. Delgadas y con las manchas marrones propias de la edad, a Alice le recordaron las patas de un ave.

—Alaïs no murió antes de que llegara su hora —replicó él con cautela.

—Eso no responde a… —empezó a decir ella.

Baillard levantó una mano.

—En el pico de Soularac se han puesto en marcha ciertos acontecimientos que le darán (que de hecho nos darán) las respuestas que buscamos. Sólo comprendiendo el presente podremos averiguar la verdad sobre el pasado. Usted está buscando a su amiga, òc?

Una vez más, Alice se sorprendió por la forma en que Baillard saltaba de un tema a otro.

—¿Cómo sabe lo de Shelagh? —preguntó.

—Estoy al tanto de la excavación y de lo sucedido allí. Ahora su amiga ha desaparecido y usted intenta encontrarla.

Persuadida de la inutilidad de tratar de comprender cómo era que sabía tanto ni cómo lo había averiguado, Alice respondió.

—Salió de la casa del yacimiento hace un par de días. Nadie ha vuelto a saber nada de ella desde entonces. Sé que su desaparición está relacionada con el descubrimiento del laberinto. —Dudó un momento—. De hecho, creo que sé quién puede estar detrás de todo esto. Al principio pensé que Shelagh podía haber robado el anillo.

Baillard sacudió la cabeza.

—Yves Biau lo cogió y se lo envió a su abuela, Jeanne Giraud.

Los ojos de Alice se abrieron al ver que otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.

—Yves y su amiga trabajan para una mujer llamada madame De l’Oradore. —Hizo una pausa—. Afortunadamente, Yves tenía sus reservas al respecto. Su amiga también, quizá.

Alice asintió.

—Biau me dio un número de teléfono. Después descubrí que Shelagh había llamado al mismo número. Averigüé la dirección y, al no obtener respuesta, pensé que lo mejor sería ir a ver si la encontraba. Resultó ser la casa de madame De l’Oradore. En Chartres.

—¿Ha ido usted a Chartres? —Los ojos de Baillard brillaban—. Cuénteme, cuénteme qué ha visto.

El anciano escuchó en silencio, hasta que Alice terminó de contarle todo lo que había visto y oído.

—Y ese joven, Will, ¿no le enseñó la cámara subterránea?

Alice sacudió la cabeza.

—Al cabo de un tiempo, empecé a pensar que quizá ni siquiera existía.

—Existe —repuso Baillard.

—Me dejé la mochila en la casa. Tenía allí todas mis notas sobre el laberinto y la foto suya con mi tía. Los podía conducir directamente hacia mí. —Calló un momento—. Por eso Will volvió a buscarla.

—¿Y ahora teme que también le haya pasado algo a él?

—A decir verdad, no estoy segura. La mitad del tiempo, temo por él. El resto, creo que probablemente colabora con ellos en todo esto.

—¿Por qué creyó que podía confiar en él?

Alice levantó la vista, intrigada por su repentino cambio de tono. La expresión benevolente y suave del anciano había desaparecido.

—¿Se siente en deuda con él? —añadió Baillard.

—¿En deuda con él? —repitió Alice, asombrada por las palabras escogidas—. No, en absoluto. Apenas lo conozco. Pero, no sé, supongo que me atrajo. Me sentí a gusto en su compañía. Me sentí…

—¿Cómo?

—Era más bien lo contrario. Le parecerá una locura, pero era como si él estuviera en deuda conmigo. Como si me estuviera compensando por algo que había hecho.

Sin previo aviso, Baillard se levantó bruscamente de la silla y fue hacia la ventana. Era evidente que se encontraba en un estado de cierta confusión.

Alice esperó un momento, sin comprender lo que estaba sucediendo. Finalmente, el anciano se volvió hacia ella.

—Le contaré la historia de Alaïs —dijo—. Conociéndola, quizá encontremos el valor de hacer frente a lo que está por venir. Pero sépalo, donaisela Tanner, una vez que la haya oído, no tendrá más remedio que seguir el camino hasta el final.

Alice frunció el ceño.

—Suena como una disuasión.

—No —se apresuró a decir él—, nada de eso. Pero no debemos olvidar a su amiga. Por lo que ha oído mientras estaba escondida, debemos suponer que su seguridad está garantizada hasta esta noche, por lo menos.

—Pero no sé dónde van a reunirse —replicó ella—. François-Baptiste no lo dijo. Sólo mencionó que la cita era al día siguiente a las nueve y media.

—Creo que sé dónde es —dijo Baillard serenamente—. Al anochecer estaremos allí, esperándolos. —A través de la ventana, miró el sol del alba—. Eso quiere decir que tenemos cierto tiempo para hablar.

—Pero ¿y si se equivoca?

Baillard se encogió de hombros.

—Tendremos que confiar en que no sea así.

Alice guardó silencio un momento.

—Sólo quiero saber la verdad —dijo, asombrada por lo firme que sonaba su voz.

Él sonrió.

Ieu tanben —contestó él—. «Yo también».