Montes Sabarthès
VIERNES 8 DE JULIO DE 2005
Audric Baillard estaba sentado a la mesa de lustrosa madera oscura de su casa, a la sombra de la montaña.
El techo del cuarto de estar era bajo y el suelo estaba pavimentado con grandes losas del color rojizo de la tierra de la montaña. Había hecho pocos cambios. A esa distancia de la civilización, no había electricidad, ni agua corriente, ni automóviles ni teléfono. El único ruido era el del reloj, marcando el paso del tiempo.
Había una lámpara de aceite sobre la mesa, ya apagada y, a su lado, una jarra de cristal, llena casi hasta el borde con guignolet, que inundaba la habitación con su sutil aroma a alcohol y cerezas. En el lado opuesto de la mesa, una bandeja de latón con dos copas y una botella de vino tinto sin abrir, junto a un pequeño cuenco de madera con bizcochos de especias, cubierto con una servilleta blanca de hilo.
Baillard había abierto los postigos para ver el amanecer. En primavera, los árboles de las afueras del pueblo se cubrían de apretados brotes blancos y plateados, mientras miles de capullos amarillos y rosa asomaban tímidamente entre los setos y las riberas. Pero a esa altura del año quedaba muy poco color, sólo el gris y el verde de las montañas, en cuya eterna presencia él había vivido tanto tiempo.
Una cortina separaba el rincón donde dormía del cuarto de estar. La pared del fondo estaba cubierta en su totalidad por una estrecha estantería, casi completamente vacía. Un viejo mortero, un par de cuencos y cucharones, unos cuantos botes… También libros, entre ellos los dos que él mismo había escrito, y las grandes voces de la historia de los cátaros: Delteil, Duvernoy, Nelli, Marti, Brenon, Rouquette… Obras de filosofía árabe se alineaban junto a traducciones de viejos textos judaicos y monografías de autores antiguos y modernos. Varias filas de novelas en ediciones de bolsillo, incongruentes con el ambiente, ocupaban el espacio que antes habían colmado las hierbas y pociones medicinales.
Estaba preparado para esperar.
Baillard se llevó el vaso a los labios y bebió un buen trago.
¿Y si no venía? ¿Y si no averiguaba nunca la verdad de aquellas últimas horas?
Suspiró. Si no venía, entonces se vería obligado a dar los últimos pasos de su largo viaje en solitario. Como siempre había temido.