CAPÍTULO 61

Guilhelm estaba de pie, a la sombra del gran olmo, en medio de la plaza de armas.

Enviado por el abad de Cîteaux, el conde de Auxerre se había acercado a caballo hasta la puerta de Narbona y había propuesto una reunión para parlamentar. Ante tan sorpresiva proposición, el vizconde Trencavel había recuperado su natural optimismo, lo cual se evidenciaba en su cara y en su porte, mientras se dirigía a los integrantes de su noble casa. Parte de su esperanza y de su fortaleza se transmitían a quienes lo escuchaban.

Las razones del repentino cambio de actitud del abad eran motivo de debate. Los progresos de los cruzados eran escasos, pero sólo llevaban poco más de una semana de asedio y eso no era nada. ¿Importaban los motivos del abad? El vizconde opinaba que no.

Guilhelm prácticamente no escuchaba. Estaba enredado en la maraña que él mismo se había fabricado y de la cual no veía la salida, ni por la razón ni por la fuerza. Vivía al borde del abismo. Alaïs llevaba cinco días desaparecida. Guilhelm había enviado discretos exploradores a buscarla por la Cité y había registrado de arriba abajo el Château Comtal, sin encontrar el lugar donde Oriane la tenía cautiva. Estaba aprisionado en la telaraña de su propia traición. Había advertido demasiado tarde lo bien que Oriane había preparado el terreno. Si no hacía todo cuanto ella le ordenaba, lo denunciaría como traidor y Alaïs sufriría las consecuencias.

—Así pues, amigos míos —estaba terminando de decir Trencavel—, ¿quién me acompañará a parlamentar?

Guilhelm sintió el agudo dedo de Oriane en su espalda. Se encontró dando un paso al frente. Se arrodilló, con la mano en la empuñadura de la espada y ofreció sus servicios. Cuando Raymond-Roger le dio una palmada en el hombro en señal de gratitud, Guilhelm sintió que las mejillas le ardían de vergüenza.

—Tienes nuestro agradecimiento, Guilhelm. ¿Quién más vendrá con nosotros?

Otros seis chevaliers se unieron a Guilhelm. Oriane se deslizó entre ellos y se inclinó ante el vizconde.

Messer, con vuestro permiso.

Congost, que no había advertido la presencia de su esposa entre la masa de hombres, enrojeció y se puso a agitar las manos, movido por la turbación, como espantando una bandada de cuervos de un sembrado.

—Retiraos, dòmna —tartamudeó con su voz estridente—. Este no es lugar para vos.

Oriane no le hizo el menor caso. Trencavel alzó la mano y le indicó con un gesto que se adelantara.

—¿Qué queréis decirme, dòmna?

—Perdonadme, messer, honorables chevaliers, amigos…, marido mío. Con vuestra autorización y suplicando la bendición divina, quisiera ofrecerme como miembro de esta comitiva. He perdido a un padre y ahora, por lo que parece, también a una hermana. Es grande el peso de mi dolor. Pero si mi marido lo permite, quisiera redimir mi pérdida y demostrar mi devoción por vos, messer, mediante este acto. Es lo que hubiera deseado mi padre.

Congost parecía desear que la tierra se abriera y se lo tragara. Guilhelm miraba fijamente al suelo. El vizconde Trencavel no podía ocultar su sorpresa.

—Con todo respeto, dòmna Oriane, no es misión para una mujer.

—En ese caso, messer, me ofrezco voluntariamente como rehén. Mi presencia será la prueba de vuestras intenciones honestas, una clara señal de que Carcassona respetará los términos estipulados en la reunión.

Trencavel reflexionó por un momento y se volvió hacia Congost.

—Es tu esposa. ¿Estás dispuesto a sacrificarla por nuestra causa?

Jehan tartamudeó, frotándose las manos sudorosas sobre la túnica. Hubiese querido negarle la autorización, pero era evidente que la propuesta era meritoria a los ojos del vizconde.

—Mis deseos siempre estarán supeditados a los vuestros —masculló.

Trencavel le indicó a Oriane que se levantara.

—Vuestro difunto padre, amiga mía, se sentiría orgulloso de lo que hacéis hoy.

Oriane alzó la vista entre sus oscuras pestañas.

—Con vuestro permiso, ¿podría llevar conmigo a François? Él también, unidos como estamos en el dolor por la muerte de mi padre, se alegraría mucho de poder serviros.

Guilhelm sintió que la bilis le subía a la garganta, incapaz de creer que ninguno de los presentes fuera a dar crédito a las demostraciones de afecto filial de Oriane; pero lo cierto es que se lo daban. Todas las caras reflejaban admiración, excepto la de su marido. Guilhelm hizo una mueca. Sólo Congost y él conocían la verdadera naturaleza de Oriane. Todos los demás estaban hechizados por su belleza y la dulzura de sus palabras. Como él mismo lo había estado.

Disgustado hasta lo más profundo de su corazón, Guilhelm echó una mirada hacia donde estaba François, impávido, transmutado su rostro en una máscara perfecta, en la periferia del grupo.

—Si creéis poder contribuir así a nuestra causa, dòmna —replicó el vizconde Trencavel—, tenéis mi permiso.

Oriane hizo una nueva reverencia.

—Gracias, messer.

El vizconde dio unas palmadas.

—¡Ensillad los caballos!

Oriane se mantuvo cerca de Guilhelm mientras cabalgaban a través de las tierras devastadas, hacia el pabellón del conde de Nevers, donde iban a reunirse para parlamentar. Desde la Cité, los que tenían fuerzas para escalar las murallas contemplaban en silencio cómo se alejaban.

Nada más entrar en el campamento, Oriane se escabulló. Haciendo oídos sordos a los lascivos y ásperos gritos de los soldados, siguió a François a través de un mar de tiendas hasta encontrar los colores verde y plata de Chartres.

—Por aquí, dòmna —murmuró François, señalando un pabellón ligeramente apartado de todos los demás. Los soldados se cuadraron al ver que se acercaban y cruzaron las lanzas delante de la entrada. Uno de ellos reconoció a François y así lo demostró con un leve gesto de la cabeza.

—Dile a tu señor que dòmna Oriane, hija del difunto senescal de Carcassona, está aquí y quiere ser recibida por el señor D’Evreux.

Oriane corría un riesgo tremendo al presentarse ante él. Por François sabía de su crueldad y de su temperamento impulsivo. Se estaba jugando mucho.

—¿Para qué quiere verlo? —preguntó el soldado.

—Mi señora no hablará con nadie que no sea el señor D’Evreux.

El hombre dudó un momento, pero finalmente se agachó para pasar por la abertura y desapareció en el interior de la tienda. Instantes más tarde, salió y les indicó que lo siguieran.

La primera impresión que se llevó Oriane de Guy d’Evreux no hizo nada por disipar sus temores. Cuando entró en la tienda, estaba de espaldas, pero al volverse ella vio unos ojos grises como el pedernal que ardían en la palidez de su rostro. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás y aceitado, dejando la frente al descubierto, al estilo francés. Tenía el aspecto de un halcón a punto de atacar.

—Señora, he oído hablar mucho de vos. —Su voz era serena y firme, pero con una insinuación acerada en el fondo—. No esperaba tener el placer de conoceros personalmente. ¿En qué puedo ayudaros?

—Confiaba en hablar más bien de lo que yo puedo hacer por vos, señor —replicó ella.

Antes de que pudiera darse cuenta, Evreux la tenía agarrada por la muñeca.

—Os lo advierto, madame Oriane, no me vengáis con juegos de palabras. Aquí no os servirá de nada vuestra pueblerina afectación meridional.

Oriane sentía que François, detrás de ella, se estaba controlando para no reaccionar.

—¿Tenéis noticias para mí, sí o no? —preguntó Evreux—. ¡Hablad!

La joven intentó serenarse.

—Esta no es manera de tratar a quien viene a ofreceros aquello que más deseáis —repuso, mirándolo a los ojos.

Evreux levantó un brazo.

—Podría sacaros la información a golpes. Más os vale hablar de una vez y ahorrarnos tiempo a los dos.

Oriane le sostuvo la mirada.

—A golpes sólo averiguaríais una parte de lo que puedo deciros —replicó ella, manteniendo la voz tan firme como pudo—. Habéis invertido mucho en la búsqueda de la Trilogía del Laberinto. Yo puedo daros lo que deseáis.

Evreux se la quedó mirando fijamente durante un momento y bajó el brazo.

—Tenéis valor, madame Oriane, lo reconozco. Queda por ver si además tenéis sabiduría.

Chasqueó los dedos y entró un criado con vino en una bandeja. A Oriane le temblaban demasiado las manos como para arriesgarse a coger una copa.

—No, gracias, señor.

—Como queráis —dijo él, indicándole que se sentara—. ¿Qué pedís a cambio, madame?

—Si os entrego lo que buscáis, quiero que me llevéis al norte con vos cuando regreséis. —Por la expresión de la cara de Evreux, Oriane comprendió que finalmente había logrado sorprenderlo—. Como vuestra esposa.

—Ya tenéis marido —dijo Evreux, mirando por encima de su cabeza a François para confirmarlo—. El escribano de Trencavel, por lo que he oído ¿No es así?

Oriane le sostuvo la mirada.

—Siento decir que mi marido ha muerto. Fue alcanzado por un proyectil, dentro del recinto amurallado, mientras cumplía con su deber.

—Mis condolencias por vuestra pérdida. —Evreux unió sus dedos largos y delgados apoyando las yemas unas contra otras, a modo de tienda—. Este asedio podría durar años. ¿Por qué estáis tan segura de que pienso regresar al norte?

—Según creo, señor —respondió ella, escogiendo sus palabras con esmero—, vuestra presencia aquí no obedece más que a un propósito. Si con mi ayuda lográis concluir rápidamente lo que habéis venido a hacer al sur, no veo razón para que prolonguéis vuestra estancia más allá de los cuarenta días comprometidos.

Evreux le sonrió con los labios apretados.

—¿No tenéis confianza en la capacidad persuasiva de vuestro señor, el vizconde Trencavel?

—Con todos los respetos que me merecen aquellos bajo cuyos estandartes guerreáis, señor mío, no creo que el noble abad tenga intención de poner fin a esta campaña por la vía diplomática.

Evreux siguió mirándola. Oriane contuvo el aliento.

—Jugáis bien vuestras cartas, madame Oriane —dijo finalmente.

Ella inclinó levemente la cabeza, pero no habló. Él se incorporó y avanzó hacia ella.

—Acepto vuestra proposición —le dijo, tendiéndole una copa.

Esta vez, Oriane aceptó.

—Hay algo más, señor —dijo ella—. En la comitiva del vizconde Trencavel hay un chevalier, Guilhelm du Mas. Es el marido de mi hermana. Sería aconsejable, si está en vuestro poder, tomar medidas para limitar su influencia

—¿De forma permanente?

Oriane sacudió la cabeza

—Aún puede resultar útil para nuestros planes, pero sería conveniente reducir su influencia. El vizconde Trencavel lo tiene en muy alta estima, y ahora que mi padre ha muerto…

Evreux hizo un gesto afirmativo y despidió a François.

—Y ahora, madame Oriane —añadió en cuanto estuvieron a solas—, basta de equívocos. Decidme lo que tenéis para ofrecer.