CAPÍTULO 59

Un soldado apareció en la puerta.

—Señor vizconde…

Trencavel se dio la vuelta.

—Un ladrón, messer. Robando agua de la Place du Plô.

El vizconde indicó con un gesto que iría.

Dòmna, debo dejaros.

Alaïs asintió. Había llorado hasta agotarse.

—Mandaré que lo sepulten con el honor y el boato correspondientes a su rango. Ha sido un hombre valeroso, un leal consejero y un amigo fiel.

—Su Iglesia no lo requiere, messer. Su carne no es nada ahora que su espíritu la ha abandonado. Él preferiría que pensarais solamente en los vivos.

—Entonces consideradlo un acto de egoísmo por mi parte. Es mi deseo presentarle mis últimos respetos, movido por el gran efecto y la estima que sentía por vuestro padre. Ordenaré que trasladen su cuerpo a la capèla de Santa María.

—Se sentiría honrado por esa manifestación de vuestro afecto

—¿Os envío a alguien para que os acompañe? De vuestro marido no puedo prescindir, pero puedo hacer que venga vuestra hermana. O mujeres, para que os ayuden a preparar el cuerpo.

Alaïs levantó de pronto la cabeza. Sólo entonces se dio cuenta de que ni una sola vez había pensado en Oriane. Incluso había olvidado anunciarle que su padre se había puesto enfermo.

«Ella no lo quería».

Alaïs acalló su voz interna. Había faltado a su deber, tanto hacia su padre como hacia su hermana. Se puso de pie.

—Yo misma iré a ver a mi hermana, messer.

Hizo una reverencia cuando el vizconde salió de la habitación, y se volvió otra vez para mirar a su padre. No conseguía hacerse a la idea de separarse de él. Ella misma comenzó el proceso de preparación del cadáver. Ordenó que deshicieran la cama y volvieran a hacerla con sábanas limpias, enviando afuera las viejas, para que las quemaran. Después, con la ayuda de Rixenda, Alaïs preparó la mortaja y los ungüentos para el entierro. Lavó el cadáver con sus manos y lo peinó con cuidado, para que en la muerte tuviera el mismo aspecto del hombre que había sido en vida.

Se demoró un largo rato, contemplando la cara inexpresiva. «No puedes aplazarlo más».

—Dile al vizconde que el cuerpo de mi padre está listo para ser trasladado a la capèla, Rixenda. Debo darle la noticia a mi hermana.

Guiranda estaba durmiendo en el suelo, a las puertas de la alcoba de Oriane.

Alaïs pasó por encima y probó el picaporte. Por una vez, la puerta no estaba atrancada. Oriane yacía sola en su cama, con las cortinas abiertas. Sus enmarañados rizos negros yacían dispersos sobre la almohada y su piel era de un blanco lechoso a la luz del amanecer. Alaïs se sorprendió de que fuera capaz de conciliar el sueño.

—¡Hermana!

Con un sobresalto, Oriane abrió sus ojos verdes de gata, mientras su rostro manifestaba alarma primero y asombro después, antes de asumir su habitual expresión de desdén.

—Traigo malas noticias —dijo Alaïs. Su voz era fría, inerte.

—¿Y no pueden esperar? Seguro que las campanas aún no han tocado prima.

—No, no pueden esperar. Nuestro padre… —se interrumpió.

«¿Cómo pueden ser ciertas esas palabras?».

Alaïs hizo una inspiración profunda para serenarse.

—Nuestro padre ha muerto.

El rostro de Oriane reflejó la conmoción antes de recuperar su expresión habitual.

—¿Qué has dicho? —preguntó, estrechando los ojos.

—Nuestro padre ha fallecido esta mañana. Poco antes del amanecer.

—¿Qué? ¿Cómo ha muerto?

—¿Es todo lo que se te ocurre decir? —exclamó Alaïs.

Oriane saltó de la cama.

—Dime de qué ha muerto.

—Se ha puesto enfermo. Le ha sobrevenido repentinamente.

—¿Estabas con él cuando falleció?

Alaïs asintió.

—¿Y aun así no te ha parecido oportuno llamarme? —dijo Oriane furiosa.

—Lo siento —murmuró Alaïs—. Ha sido todo tan rápido. Sé muy bien que debí…

—¿Quién más estaba presente?

—Nuestro señor el vizconde y…

Oriane advirtió su vacilación.

—¿No me dirás que nuestro padre no ha confesado sus pecados ni ha recibido los últimos sacramentos? —preguntó—. ¿Ha muerto en el seno de la Iglesia?

—Nuestro padre ha muerto en la gracia de Dios —replicó Alaïs, escogiendo con cuidado las palabras—, en paz con el Señor.

«Lo ha adivinado».

—¿Qué importancia tiene eso ahora? —exclamó, abrumada por la impavidez con que su hermana recibía la noticia—. ¡Ha muerto! ¿Acaso no significa eso nada para ti?

—Has faltado a tu deber, hermana —dijo Oriane, acusándola con el dedo—. Al ser yo la mayor, tenía más derecho que tú a estar ahí. Yo hubiese debido estar presente. Si además descubriera que has permitido a unos herejes inmiscuirse, mientras él yacía agonizando, entonces no dudes ni por un momento que lo lamentarás.

—¿No sientes haberlo perdido? ¿No sufres?

Alaïs pudo ver la respuesta en el rostro de Oriane.

—Su muerte no me apena más de lo que me apenaría la de un perro en la calle. Él no me quería. Hace muchos años que no me permito sufrir por eso. ¿Por qué iba a lamentarlo ahora? —Dio un paso hacia Alaïs—. Él te quería a ti. Se veía reflejado en ti. —Esbozó una sonrisa desagradable—. Era en ti en quien confiaba. Contigo compartía sus secretos más íntimos.

Incluso en su estado de helada conmoción, Alaïs sintió que se ruborizaba.

—¿A qué te refieres? —preguntó, temiendo la respuesta.

—Sabes perfectamente a qué me refiero —contestó su hermana—. ¿De verdad crees que no sé nada de vuestras conversaciones de medianoche? —Se acercó un paso más—. Tu vida va a cambiar mucho, hermanita, ahora que no está él para protegerte. Llevas demasiado tiempo haciéndolo todo a tu manera.

Con un sorpresivo y fulminante movimiento, Oriane la agarró por la muñeca.

—Dime, ¿dónde está el tercer libro?

—No sé de qué me hablas.

Oriane le cruzó la cara de una bofetada.

—¿Dónde está? —insistió en tono sibilante—. Sé que lo tienes tú.

—¡Suéltame!

—No juegues conmigo, hermanita. Tiene que habértelo dado a ti. ¿En quién más iba a confiar? Dime dónde está. Voy a conseguirlo sea como sea.

Un frío estremecimiento recorrió la columna vertebral de Alaïs.

—No puedes hacer esto. Alguien vendrá.

—¿Quién? —preguntó Oriane—. ¿Olvidas que nuestro padre ya no puede protegerte?

—Guilhelm.

Oriane se echó a reír.

—¡Oh, claro que sí! Se me olvidaba que te has reconciliado con tu marido. ¿Sabes lo que de verdad piensa de ti tu marido? —prosiguió—. ¿Lo sabes?

La puerta se abrió, estrellándose contra la pared.

—¡Ya basta! —gritó Guilhelm. Oriane la soltó inmediatamente, mientras el marido de Alaïs entraba a grandes zancadas en la habitación y la tomaba entre sus brazos.

Mon còr, he venido nada más enterarme. ¡Cuánto lo siento!

—¡Qué conmovedor!

La áspera voz de Oriane interrumpió el momento de intimidad entre ambos.

—Pregúntale qué fue lo que lo devolvió a tu cama —dijo, cargada de rencor, sin desviar la mirada de los ojos de Guilhelm—. ¿O tienes miedo de oír lo que pueda decirte? Pregúntaselo, Alaïs. No ha sido por amor, ni por deseo. Se ha reconciliado contigo únicamente para sacarte el libro, nada más.

—¡Te lo advierto, cierra la boca!

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de lo que pueda decir?

Alaïs sentía la tensión entre los dos. El conocimiento mutuo. Y de pronto lo comprendió.

«No. Por favor, eso no».

—No te quiere a ti, Alaïs. Quiere el libro. Por eso ha vuelto a tu alcoba. ¿Cómo has podido estar tan ciega?

Alaïs retrocedió un paso, apartándose de Guilhelm.

—¿Es verdad lo que dice?

Él se volvió para mirarla de frente, con la desesperación centelleando en sus ojos.

—¡Miente! Juro por mi vida que el libro no significa nada para mí. No le he dicho nada. ¿Cómo habría podido?

—Registró la habitación mientras tú dormías. No puede negarlo.

—¡No es cierto! —gritó él.

Alaïs lo miró.

—Pero ¿tú sabías de la existencia del libro?

El destello de alarma que brilló en sus ojos le dio la respuesta que temía.

—Ella intentó chantajearme para que la ayudara, pero yo me negué. —Su voz se quebró—. ¡Me negué, Alaïs!

—¿Qué ascendiente tenía sobre ti para poder pedirte un favor semejante? —preguntó ella suavemente, casi en un suspiro.

Guilhelm le tendió una mano, pero ella se apartó.

«Ojalá lo negara, incluso ahora».

Él dejó caer la mano.

—Antes, sí, yo… Perdóname.

—Ya es un poco tarde para arrepentimientos.

Alaïs ignoró el comentario de Oriane.

—¿La amas?

Guilhelm negó con la cabeza.

—¿No te das cuenta de lo que está haciendo, Alaïs? Está intentando volverte contra mí.

A Alaïs le parecía inconcebible que él pudiera contemplar la posibilidad de que ella volviera a confiar alguna vez en él.

Guilhelm volvió a tenderle la mano.

—Por favor, Alaïs —suplicó—. Yo te amo.

—Ya es suficiente —los interrumpió Oriane, interponiéndose en su línea de visión—. ¿Dónde está el libro?

—No lo tengo.

—¿Quién lo tiene, entonces? —dijo Oriane con voz amenazadora.

Alaïs se mantuvo firme.

—¿Para qué lo quieres? ¿Por qué es tan importante para ti?

—Tú solamente dime dónde está —replicó cortante su hermana— y acabemos con esto.

—¿Y si me niego?

—¡Es tan fácil caer enferma! —contestó ella—. Has cuidado a nuestro padre. Quizá ya tengas el mal en tu interior. —Se volvió hacia Guilhelm—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, Guilhelm? Si te vuelves contra mí…

—¡No permitiré que le hagas daño!

Oriane se echó a reír.

—No estás en condiciones de amenazarme, Guilhelm. Tengo suficientes pruebas de tu traición como para hacer que te ahorquen.

—¡Pruebas que tú misma has inventado! —gritó él—. ¡El vizconde Trencavel jamás te creerá!

—Me subestimas, Guilhelm, si crees que dejaría el menor margen para la duda. ¿Te atreverías a correr el riesgo? —Se volvió hacia Alaïs—. Dime dónde has escondido el libro o iré a ver al vizconde.

Alaïs tragó saliva. ¿Qué habría hecho Guilhelm? No sabía qué pensar. Pese a su ira, no podía permitir que Oriane lo denunciara.

—François —dijo—. Nuestro padre le dio el libro a François.

La confusión titiló por un instante en la mirada de Oriane, pero se desvaneció tan rápidamente como había aparecido.

—Muy bien. Pero te advierto, hermana, que si estás mintiendo, lo lamentarás.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—A presentar mis respetos al cadáver de mi padre, ¿adónde, si no? Pero antes de eso, quiero asegurarme de que llegues sana y salva a tu habitación.

Alaïs levantó la cabeza y cruzó su mirada con la de su hermana.

—No es necesario.

—Oh, sí, es muy necesario. Si François no puede ayudarme, tendré que volver a hablar contigo.

Guilhelm extendió los brazos hacia ella.

—¡Está mintiendo! ¡No he hecho nada malo!

—Lo que hayas hecho o dejado de hacer, Guilhelm, ya no es asunto mío —replicó Alaïs—. Sabías lo que hacías cuando yaciste con ella. Ahora déjame en paz.

Con la frente alta, Alaïs recorrió el pasillo hasta sus aposentos, con Oriane y Guilhelm siguiéndola.

—Volveré en un momento, en cuanto haya hablado con François.

—Como quieras.

Oriane cerró la puerta. Al cabo de unos instantes, tal como Alaïs se temía, la llave giró en la cerradura. Podía oír a Guilhelm discutiendo con Oriane.

Hizo oídos sordos a sus voces. Intentó apartar de su mente las venenosas imágenes inspiradas por los celos. Sin embargo, no podía dejar de pensar en Guilhelm y Oriane confundidos en un abrazo; no conseguía apartar de su pensamiento la imagen de Guilhelm susurrando a su hermana las palabras íntimas que le había susurrado a ella y que atesoraba como perlas junto a su corazón.

Alaïs apoyó su mano temblorosa sobre su pecho. Podía sentir su corazón palpitando con fuerza, aturdido y traicionado. Tragó saliva.

«No pienses en ti misma».

Abrió los ojos y dejó caer los brazos a los lados, con los puños apretados por el dolor. No podía permitirse ser débil. Si lo hacía, Oriane le arrebataría todo lo que tenía algún valor. Ya vendría el tiempo de los lamentos y las recriminaciones. En ese momento, la promesa que le había hecho a su padre de cuidar el libro era más importante que su corazón herido. Por mucho que le costara, tenía que apartar a Guilhelm de su mente. Había dejado que la encerraran en su propia habitación por algo que Oriane había dicho. El tercer libro. Oriane le había preguntado dónde había escondido el tercer libro.

Alaïs corrió hacia la capa, que seguía colgada del respaldo de la silla. La cogió con un impulsivo gesto y se puso a tentar a lo largo de la costura, donde había estado el libro.

Ya no estaba.

Alaïs se desmoronó en la silla, sintiendo que la invadía la desesperación. Oriane tenía el libro de Simeón. Pronto descubriría que le había mentido respecto a François, y entonces volvería.

«¿Y Esclarmonda?».

Alaïs advirtió que Guilhelm ya no estaba gritando fuera, junto a la puerta.

«¿Estará con ella?».

No sabía qué pensar, ni tampoco le importaba. La había traicionado una vez y volvería a hacerlo. Tenía que encerrar sus sentimientos heridos en su maltrecho corazón. Tenía que huir mientras tuviera oportunidad de hacerlo.

Alaïs desgarró la bolsa de lavanda para recoger la copia que ella misma había hecho sobre pergamino del Libro de los números, y después echó una última mirada a la habitación donde una vez creyó que iba a vivir para siempre.

Sabía que nunca regresaría.

A continuación, con el corazón desbocado, se dirigió a la ventana y se asomó para estudiar el tejado. Era su única oportunidad de huir antes de que Oriane regresara.

Oriane no sentía nada. A la luz vacilante de los cirios, se detuvo al pie del féretro y contempló el cadáver de su padre.

Tras pedir a los criados que se retiraran, Oriane se inclinó como si fuera a besar la frente de su padre. Su mano se apoyó sobre la del difunto y le quitó del pulgar el anillo de laberinto, casi sin poder creer que Alaïs hubiese cometido el estúpido error de dejárselo puesto.

Al incorporarse, se lo guardó en el bolsillo. Arregló las sábanas, se inclinó ante el altar y se persignó, antes de salir en busca de François.