Según los deseos del vizconde Trencavel, habían instalado mesas en la Gran Sala. El vizconde y dòmna Agnès iban de una a otra, agradeciendo a los hombres los servicios prestados y los que aún prestarían.
Pelletier se sentía cada vez peor. La estancia estaba impregnada de olor a cera quemada, sudor, comida fría y cerveza tibia. No estaba seguro de poder soportarlo mucho más tiempo. Sus dolores de estómago eran cada vez más intensos y frecuentes.
Intentó incorporarse, pero sus piernas cedieron bajo su peso, sin previo aviso. Se agarró a la mesa para no caer, pero no hizo más que proyectar a su alrededor platos, tazas y huesos pelados. Sentía como si un animal salvaje le estuviera devorando las entrañas.
El vizconde Trencavel se volvió hacia él. Alguien gritó. El senescal vio que los criados corrían a ayudarlo y que llamaban a Alaïs.
Sintió manos que lo sostenían y lo llevaban hacia la puerta. La cara de François entró en su campo visual, pero en seguida volvió a salir. Creyó oír a Alaïs dando órdenes, pero su voz procedía de un lugar muy lejano y parecía hablar un idioma que no comprendía.
—Alaïs —la llamó, buscando su mano en la oscuridad.
—Aquí estoy. Os llevaremos a vuestra habitación.
Sintió que unos brazos robustos lo levantaban y que el aire de la noche le daba en la cara, mientras lo transportaban primero a través de la plaza de armas y después por la escalera.
Avanzaban lentamente. Los espasmos de su vientre empeoraban, cada uno más violento que el anterior. Podía sentir la pestilencia obrando en su interior, envenenando su sangre y su aliento.
—Alaïs… —susurró, esta vez con miedo.
En cuanto llegaron a los aposentos de su padre, Alaïs mandó a Rixenda que buscara a François y que trajera de su habitación las medicinas que necesitaba. Envió a otros dos criados a las cocinas, en busca de la preciada agua.
Hizo que acostaran a su padre en su lecho. Le quitó las prendas manchadas y las amontonó en una pila, para que las quemaran. La pestilencia parecía rezumar de todos los poros de su piel. Los accesos de diarrea se estaban volviendo más frecuentes y violentos, con más sangre y pus que heces en la materia expulsada. Alaïs mandó quemar hierbas y flores para disimular el hedor, pero no había cantidad de lavanda o romero capaz de enmascarar la realidad de su condición.
Rixenda llegó rápidamente con los ingredientes pedidos y ayudó a Alaïs a mezclar los rojos arándanos secos con agua caliente, hasta formar una pasta ligera. Una vez despojado de la ropa sucia y cubierto con una fina sábana limpia, Alaïs empezó a administrar a su padre el líquido a cucharadas, entre los labios exangües.
El primer trago lo vomitó de inmediato. Su hija volvió a intentarlo. Esta vez consiguió tragar, pero le costó mucho hacerlo y el esfuerzo le produjo espasmos en todo el cuerpo.
El tiempo perdió el sentido y su curso dejó de ser lento o veloz, mientras Alaïs intentaba detener el avance de la enfermedad. A medianoche, el vizconde Trencavel acudió a la habitación.
—¿Alguna novedad, dòmna?
—Está muy enfermo, messer.
—¿Hay algo que necesitéis? ¿Médicos, medicinas?
—Un poco más de agua, si fuera posible. Hace un rato envié a Rixenda a buscar a François, pero aún no ha venido.
—Lo encontraremos. Haremos cuanto pedís.
Trencavel miró la cama por encima del hombro.
—¿Cómo es que el mal ha arraigado tan rápidamente? —preguntó.
—Es difícil decir por qué una enfermedad como esta ataca con virulencia a algunos y se abstiene de tocar a otros, messer. La constitución de mi padre está muy debilitada por los años transcurridos en Tierra Santa y es particularmente susceptible a los trastornos del estómago. —Vaciló un momento—. Dios quiera que no se extienda.
—Es el mal de los asedios, ¿verdad? —dijo el vizconde en tono sombrío.
Alaïs asintió con un gesto.
—Lo siento muchísimo. Mandadme llamar si hay algún cambio en su estado.
A medida que las horas pasaban lentamente, una tras otra, los lazos que mantenían a su padre unido a la vida se fueron diluyendo. Tuvo momentos de lucidez durante los cuales parecía comprender lo que le estaba ocurriendo. Otras veces, parecía como si ya no supiera quién era ni dónde estaba.
Poco antes del alba, la respiración de Pelletier se volvió superficial. Alaïs, que dormitaba a su lado, se percató de inmediato del cambio y se despejó del todo.
—Filha…
Por el tacto de las manos y la frente de su padre, supo que no le quedaba mucho tiempo. La fiebre lo había abandonado, dejando fría su piel.
«Su alma se debate por liberarse».
—Ayúdame… a sentarme —consiguió decir.
Con la ayuda de Rixenda, Alaïs logró levantarlo. La enfermedad lo había envejecido en el transcurso de una sola noche.
—No habléis —le dijo—. Reservad las fuerzas.
—Alaïs —replicó él, en tono de suave amonestación—, sabes muy bien que me ha llegado la hora.
En su pecho bullían chasquidos y chapoteos, mientras se debatía por recuperar el aliento. Tenía los ojos hundidos, en medio de sendos círculos amarillentos, y en manos y cuello se le estaban formando pálidas manchas marrones.
—¿Mandarás llamar a un parfait? —preguntó, forzándose a abrir los ojos de mirada vacía—. Quiero una buena muerte.
—¿Deseáis recibir el consuelo, paire? —preguntó ella a su vez cautamente.
Pelletier logró esbozar una vaga sonrisa y, por un instante, volvió a brillar en su rostro el hombre que siempre había sido.
—He escuchado con atención las palabras de los bons chrétiens. He aprendido las palabras del melhorer y del consolament… —Se interrumpió—. Nací cristiano y moriré cristiano, pero no en las manos corruptas de quienes libran una guerra a nuestras puertas en nombre de Dios. Si he vivido con suficiente rectitud, me uniré por Su gracia a la gloriosa compañía de los espíritus en el cielo.
Sufrió un acceso de tos. Alaïs, desesperada, recorrió la habitación con la vista y envió a un criado a informar al vizconde Trencavel de que el estado de su padre había empeorado. En cuanto el sirviente se hubo marchado, llamó a Rixenda.
—Necesito que vayas a buscar a los parfaits. Estaban en la plaza de armas hace un momento. Diles que aquí hay un hombre que desea recibir el consolament.
Rixenda la miró aterrorizada.
—No se te pegará ninguna culpa por transmitir un mensaje —añadió Alaïs, tratando de tranquilizar a la doncella—. No es preciso que regreses con ellos, si no quieres.
Un movimiento de su padre hizo que volviera la vista otra vez hacia la cama.
—¡Rápido, Rixenda! ¡Date prisa!
Alaïs se inclinó.
—¿Qué queréis, paire? Estoy aquí, a vuestro lado.
Él estaba intentando hablar, pero era como si las palabras se le marchitaran en la garganta antes de pronunciarlas. Alaïs vertió unas gotas de vino en su boca y le humedeció con un paño los labios resecos.
—El Grial es la palabra de Dios, Alaïs. Es lo que Harif intentó enseñarme sin que yo lo comprendiera. —Se le entrecortó la voz—. Pero sin el merel… sin la verdad… el laberinto es un camino falso.
—¿Qué decís del merel? —susurró ella en tono perentorio, sin entender.
—Tenías razón, Alaïs. He sido demasiado obstinado. Debí dejar que partieras cuando todavía había una oportunidad.
Alaïs se debatía por encontrar sentido a sus erráticos comentarios.
—¿Qué camino?
—Nunca la he visto —estaba murmurando él—, ni la veré. La cueva… Muy pocos la han visto.
Alaïs se volvió hacia la puerta, desesperada.
«¿Dónde está Rixenda?».
Fuera, en el pasillo, se oyó el ruido de unos pasos corriendo. En seguida apareció Rixenda, acompañada por dos parfaits. Alaïs reconoció al mayor, un hombre de tez morena, barba espesa y expresión amable, que ya había visto en una ocasión en casa de Esclarmonda. Los dos vestían túnicas de color azul oscuro y cinturones de cordón trenzado, con hebillas de metal en forma de pez.
—Dòmna Alaïs. Se inclinó el que conocía. —Y mirando por encima de ella, fijó la vista en la cama—. ¿Es vuestro padre, el senescal Pelletier, quien necesita consuelo?
La joven asintió.
—¿Tiene aliento para hablar?
—Encontrará la fuerza para hacerlo.
Hubo otro revuelo en el pasillo, cuando el vizconde Trencavel apareció en el umbral.
—Messer —dijo Alaïs alarmada—. Él mismo ha querido llamar a los parfaits… Mi padre desea tener un buen final, messer.
Un destello de sorpresa apareció en los ojos del vizconde, que mandó cerrar la puerta.
—Aun así —dijo—, me quedaré.
Alaïs se lo quedó mirando un momento y se volvió hacia su padre, cuando el parfait oficiante la llamó.
—El senescal Pelletier padece intenso dolor, pero está lúcido y conserva el coraje.
Alaïs asintió.
—¿Alguna vez ha hecho algo —prosiguió el parfait— que perjudicara a nuestra Iglesia o lo dejara en deuda con ella?
—Mi padre es un protector de todos los amigos de Dios.
Alaïs y Raymond-Roger retrocedieron, mientras el parfait se acercaba a la cama y se inclinaba sobre el moribundo. Los ojos de Bertran resplandecieron, mientras el sacerdote susurraba el melhorer, la bendición.
—¿Aceptas acatar la norma de la justicia y la verdad, y entregarte a Dios y a la Iglesia de los bons chrétiens?
Pelletier tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.
—Acepto.
El parfait colocó sobre su cabeza una copia sobre pergamino del Nuevo Testamento.
—Que Dios te bendiga, haga de ti un buen cristiano y te guíe hacia un buen final.
El sacerdote recitó el benedicte y después el adoremus, tres veces.
Alaïs estaba conmovida por la sencillez del ritual. El vizconde Trencavel miraba recto hacia delante. Parecía controlarse con un enorme esfuerzo de voluntad.
—Bertran Pelletier, ¿estás listo para recibir el don de la oración del Señor?
El senescal murmuró su asentimiento.
Con voz clara y potente, el parfait recitó siete veces el padrenuestro, interrumpiéndose únicamente para que Pelletier diera sus réplicas.
—Es la oración que Jesucristo trajo al mundo y enseñó a los bons homes. No volváis nunca a comer ni a beber sin antes repetir esta plegaria, y si no cumplís este deber, habréis de hacer penitencia.
Pelletier intentó asentir. Los huecos estertores de su pecho se habían vuelto más sonoros, como el viento entre los árboles otoñales.
El parfait empezó a leer el Evangelio de San Juan.
—En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios…
La mano de Pelletier se sacudió sobre las sábanas, mientras el parfait proseguía su lectura.
—… y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
De pronto, se abrieron sus ojos.
—La vertat —susurró el senescal—. Sí, la verdad.
Alaïs le cogió la mano, alarmada, pero ya se estaba yendo. Se había apagado la luz de sus ojos. La joven se dio cuenta de que el parfait hablaba más de prisa, como si temiera no tener tiempo para completar el ritual.
—Tiene que decir las últimas palabras —urgió a Alaïs—. Ayudadlo.
—Paire, debéis…
El pesar le ahogó la voz.
—Por cada pecado… que he cometido… de palabra o de hecho —jadeó el senescal—… yo… pido perdón a Dios, a la Iglesia… y a todos los aquí presentes.
Con evidente alivio, el parfait impuso sus manos sobre la cabeza de Pelletier y le dio el beso de la paz. Alaïs contuvo el aliento. Una expresión de serenidad transformó el rostro de su padre, cuando la gracia del consolament descendió sobre él. Fue un momento de trascendencia, de comprensión. Su espíritu ya estaba listo para abandonar el cuerpo enfermo y el mundo que lo aprisionaba.
—Su alma está preparada —dijo el parfait.
Alaïs asintió con la cabeza. Se sentó en la cama, sosteniendo entre las suyas la mano de su padre. El vizconde Trencavel permanecía al otro lado del lecho. Pelletier estaba apenas consciente, aunque parecía sentir su presencia.
—Messer?
—Aquí estoy, Bertran.
—Carcassona no debe caer.
—Te doy mi palabra, en nombre del afecto y la lealtad que ha habido entre nosotros durante todos estos años, de que haré cuanto pueda.
Pelletier intentó levantar la mano de la sábana.
—Ha sido un honor serviros.
Alaïs vio que los ojos del vizconde se llenaban de lágrimas.
—Soy yo quien debe agradecéroslo, mi viejo amigo.
Pelletier intentó levantar la cabeza.
—¿Alaïs?
—Aquí estoy, padre —dijo ella en seguida. El color se había borrado del rostro de Pelletier Su piel colgaba en grises pliegues bajo sus ojos.
—Ningún hombre ha tenido jamás una hija como tú.
Pareció suspirar, mientras la vida abandonaba su cuerpo. Después, silencio.
Por un momento, Alaïs no se movió, ni respiró, ni reaccionó en modo alguno. Después sintió una pena salvaje creciendo en su interior, invadiéndola, adueñándose de ella, hasta hacerla estallar en agónico llanto.