CAPÍTULO 57

El bombardeo se reanudó y siguió por la noche: un continuo retumbar de bolas de acero, rocas y peñascos, que levantaban nubes de polvo cada vez que daban en el blanco.

Desde su ventana, Alaïs pudo ver que las casas del llano habían sido reducidas a humeantes escombros. Una nube malsana flotaba sobre las copas de los árboles, como una negra neblina que hubiese quedado prendida de las ramas. Algunos de los pobladores habían atravesado los terrenos arrasados de Sant-Vicens y, desde allí, habían buscado refugio en la Cité. Pero la mayoría habían sido alcanzados y muertos mientras huían.

En la capilla, los cirios ardían sobre el altar.

Al alba del martes cuatro de agosto, el vizconde Trencavel y Bertran Pelletier subieron una vez más a las almenas.

El campamento francés estaba envuelto en la niebla matutina que subía del río. Tiendas, corrales, animales, pabellones, toda una ciudad parecía haber echado raíces. Pelletier levantó la vista. Se anunciaba otro día ferozmente caluroso. La pérdida del río en una fase tan temprana del asedio era devastadora Sin agua, no podrían resistir mucho tiempo. La sed los derrotaría, aunque no pudieran hacerlo los franceses.

La víspera, Alaïs le había dicho que en los alrededores de la puerta de Rodez, donde se concentraba la mayoría de los refugiados de Sant-Vicens, había aparecido el primer caso de mal de los asedios. El senescal había acudido a comprobarlo personalmente y, aunque el cónsul de la zona lo había negado, temía que Alaïs estuviera en lo cierto.

—Estás absorto en tus pensamientos, amigo mío.

Bertran se volvió para mirarlo.

—Disculpadme, messer.

Trencavel desechó sus disculpas con un ademán.

—¡Míralos, Bertran! Son demasiados para que podamos derrotarlos… y sin agua.

—Dicen que Pedro II de Aragón está a un día de viaje —replicó Pelletier—. Sois su vasallo, messer. Vendrá a ayudaros.

Pelletier sabía que no sería fácil persuadirlo. Pedro era un católico indoblegable y además era cuñado de Raymond VI, conde de Toulouse, aunque los dos hombres no se llevaban nada bien. Aun así, el vínculo entre las casas de Trencavel y de Aragón era firme.

—Las ambiciones diplomáticas del rey están estrechamente ligadas al destino de Carcassona, messer. No desea ver el Pays d’Òc controlado por los franceses. —Hizo una pausa—. Pierre-Roger de Cabaret y vuestros aliados son favorables a recurrir a él —añadió.

Trencavel apoyó las manos sobre el parapeto que tenía delante.

—Eso han dicho, sí.

—Entonces, ¿le enviaréis un mensaje?

Pedro atendió a la llamada y llegó la tarde del miércoles cinco de agosto.

—¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas a lo rei!

Las puertas del Château Cornial se abrieron de par en par. Alaïs acudió a la ventana, atraída por el ruido, y bajó corriendo la escalera, para ver lo que estaba sucediendo. Al principio sólo pensó preguntar si había alguna novedad, pero cuando levantó la vista hacia las ventanas de la Gran Sala, muy por encima de su cabeza, la venció la curiosidad por lo que podría estar pasando en el interior. Con demasiada frecuencia se enteraba de las noticias de tercera o cuarta mano.

Detrás de las cortinas que separaban la Gran Sala de la entrada a los aposentos privados del vizconde Trencavel, había un pequeño nicho. Hacía mucho tiempo que Alaïs no intentaba meterse en ese reducido espacio, desde que era niña y se ocultaba allí para escuchar a hurtadillas a su padre mientras trabajaba. Ni siquiera estaba segura de caber en el estrecho hueco.

Se subió al banco de piedra y se estiró para llegar a la ventana más baja de la torre Pinta, que daba al patio del Mediodía. Después se encaramó hasta la altura de la ventana, se deslizó por el reborde y finalmente consiguió colarse en el interior.

Tuvo suerte. La alcoba estaba vacía. Saltó al suelo, procurando hacer el menor ruido posible, y lentamente abrió la puerta y se escabulló detrás de la cortina. Poco a poco, se fue desplazando a lo largo del angosto espacio, hasta que estuvo tan cerca como su osadía se lo permitió. Tenía al vizconde Trencavel, a quien podía ver con las manos entrelazadas detrás de la espalda, tan próximo, que hubiese podido estirar un brazo y tocarlo.

Había llegado justo a tiempo. En el otro extremo de la Gran Sala, se estaban abriendo las puertas. Vio a su padre entrando a grandes zancadas, seguido del rey de Aragón y varios de los aliados de Carcasona, entre ellos los señores de Lavaur y Cabaret.

El vizconde Trencavel cayó de rodillas ante su señor.

—No hay necesidad de nada de eso —le dijo Pedro, indicándole que se incorporase.

Físicamente, los dos hombres eran muy diferentes. El rey era mucho mayor que Trencavel, tanto que hubiese podido ser su padre. Alto y recio, tenía el aspecto de un toro, con el rostro marcado por las cicatrices de multitud de campañas militares. Sus facciones acusadas y su expresión reconcentrada se veían acentuadas por un bigote negro y espeso que destacaba sobre su tez oscura. Aún tenía el pelo negro, pero ya se le estaba volviendo gris en las sienes, como a su padre.

—Ordena a tus hombres que se retiren, Trencavel —dijo secamente—. Quiero hablar contigo en privado.

—Con vuestro permiso, señor, me gustaría que mi senescal estuviese presente. Tengo en muy alta estima sus consejos.

El rey dudó un momento, pero al fin accedió.

—No hay palabras para expresar adecuadamente nuestra gratitud…

Pedro lo interrumpió.

—No he venido a apoyarte, sino a ayudarte a ver el error de tu actitud. Tú mismo has provocado esta situación, con tu empecinada negativa a erradicar la herejía de tus dominios. Has tenido cuatro años, ¡cuatro años!, para atender el asunto, y aun así no has hecho nada. Permites a los obispos cátaros predicar abiertamente en tus pueblos y ciudades. Tus vasallos otorgan su apoyo manifiesto a los bons homes

—Ningún vasallo mío…

—¿Niegas los ataques contra santos varones y clérigos que han quedado impunes? ¿Niegas las humillaciones sufridas por los hombres de la Iglesia? En tus tierras, los herejes practican abiertamente sus ritos. Tus aliados los protegen. Es bien sabido que el conde de Foix ofende las reliquias sagradas negándose a prosternarse delante de ellas y que su hermana se ha alejado hasta tal punto de la gracia divina que ha tenido a bien tomar los votos como parfaite en una ceremonia a la que el conde se ha dignado asistir.

—No puedo responder por el conde de Foix.

—Es tu vasallo y tu aliado —le rebatió Pedro—. ¿Por qué permites que prospere este estado de cosas?

Alaïs oyó que el vizconde inspiraba hondo.

—Señor, vos mismo estáis respondiendo a vuestra pregunta. Nosotros convivimos con aquellos que vos llamáis herejes. Hemos crecido juntos, algunos de ellos tienen nuestra misma sangre. Los parfaits han llevado vidas buenas y decentes, predicando a una masa de fieles cada vez mayor. ¡No podría expulsarlos, como no puedo evitar la diaria salida del sol!

Sus palabras no conmovieron a Pedro.

—Tu única esperanza es la reconciliación con la Santa Madre Iglesia. Eres igual en rango a cualquiera de los barones del norte que el abad trae consigo, y te tratarán como tal si demuestras propósito de enmienda. Pero si por un momento le das motivo para sospechar que tú también cultivas esas creencias heréticas, no ya por tus acciones sino por los sentimientos que alientan en tu corazón, te aplastará.

El rey suspiró.

—¿Crees de verdad que puedes resistir, Trencavel? —prosiguió—. Tienen cien veces más hombres.

—Disponemos de mucha comida.

—Comida, sí, pero os falta agua. Habéis perdido el río.

Alaïs vio que su padre lanzaba una mirada al vizconde, claramente temeroso de que este perdiera los estribos.

—No quisiera desafiaros ni dar la impresión de que desoigo vuestros buenos consejos, pero ¿no veis que vienen a luchar por nuestras tierras y no por nuestras almas? Esta guerra no se libra por la gloria de Dios, sino por la codicia de los hombres. El suyo es un ejército de ocupación, señor. Si le he fallado a la Iglesia, si acaso es que lo he hecho y con ello os he ofendido, os suplico que me perdonéis. Pero no debo obediencia alguna al conde de Nevers ni al abad de Cîteaux. Ellos no tienen ningún derecho, espiritual o temporal, sobre mis tierras. No traicionaré a mi gente, ni la echaré a los chacales franceses por una causa tan vil.

Alaïs sintió que el orgullo henchía su pecho. Por la expresión del rostro de su padre, supo que él sentía lo mismo. Por primera vez, el coraje y el espíritu de Trencavel parecieron conmover al rey.

—Son nobles palabras, Trencavel, pero ahora no te servirán de nada. En nombre de tu pueblo, al que amas, déjame al menos decirle al abad de Cîteaux que escucharás sus condiciones.

Trencavel se apartó, anduvo hasta la ventana, y habló entre dientes.

—¿No tenemos suficiente agua para dar de beber a todos los que están en la Ciutat?

El padre de Alaïs sacudió la cabeza.

—No, no tenemos.

Sólo las manos del vizconde, con los nudillos blancos sobre el alféizar de piedra, delataron lo mucho que le costó proferir las palabras que dijo a continuación.

—Sea. Oiré lo que el abad tenga que decirme.

Durante unos instantes, tras la partida de Pedro, Trencavel no dijo nada. Se quedó donde estaba, mirando cómo el sol se hundía en el horizonte. Finalmente, cuando se encendieron las velas, se sentó. Pelletier ordenó que subieran comida y bebida de las cocinas.

Alaïs no se atrevía a moverse, por temor a ser descubierta. Tenía agarrotados los brazos y las piernas. Las paredes parecían comprimirla, pero no podía hacer nada al respecto.

Detrás de las cortinas, veía a su padre yendo y viniendo por la habitación y de vez en cuando oía apagados retazos de conversación.

Era tarde cuando Pedro II regresó. Por la expresión de su rostro, Alaïs supo de inmediato que la misión había fracasado. Se sintió desfallecer. Era la última oportunidad de sacar la Trilogía de la Cité, antes de que comenzara el verdadero asedio.

—¿Tenéis novedades? —preguntó Trencavel, incorporándose para recibirlo.

—Ninguna que me guste darte, Trencavel —replicó Pedro—. Incluso a mí me ofende repetir sus insultantes palabras.

El rey aceptó una copa de vino y la vació de un trago.

—El abad de Cîteaux está dispuesto a dejar que tú y otros doce hombres de tu elección abandonéis esta misma noche el castillo, sin ser molestados, llevando todo lo que podáis transportar.

Alaïs vio que el vizconde apretaba los puños.

—¿Y Carcassona?

—La Ciutat y todo lo demás quedará en poder la Hueste. Después de Besièrs, los guerreros ansían tener su recompensa.

Una vez que hubo hablado, por un instante reinó el silencio.

Después, Trencavel dio finalmente rienda suelta a su ira y arrojó su copa, que fue a estrellarse contra la pared.

—¿Cómo se atreve a insultarme así? —rugió—. ¿Cómo se atreve a insultar nuestro honor, nuestro orgullo? ¡No abandonaré a uno solo de mis súbditos a esos chacales franceses!

Messer —murmuró Pelletier.

Trencavel se quedó inmóvil, con las manos en las caderas, respirando pesadamente e intentando controlar su ira. Después se volvió hacia el rey.

—Señor, os agradezco vuestra mediación y las molestias que os habéis tomado por nosotros. Sin embargo, si no queréis o no podéis luchar a nuestro lado, debemos separarnos. Tendréis que retiraros.

Pedro asintió, sabiendo que no había nada más que decir.

—Que Dios te acompañe, Trencavel —dijo tristemente.

Trencavel lo miró a los ojos.

—Sé que Él está conmigo —replicó desafiante.

Mientras Pelletier conducía al rey fuera de la torre, Alaïs aprovechó la ocasión para escabullirse.

La festividad de la Transfiguración de la Virgen pasó tranquilamente, con escasas novedades en uno u otro campo. Trencavel siguió enviando una lluvia de flechas y otros proyectiles a los cruzados, mientras los inexorables golpes de la catapulta respondían con rocas que caían atronando sobre las murallas. Morían hombres de ambos lados, pero muy escaso terreno se ganaba o se perdía.

El llano era un matadero, con cadáveres pudriéndose allí donde habían caído, hinchados por el calor y rodeados de enjambres de negras moscas. Buitres y gavilanes volaban en círculos sobre el campo de batalla, limpiando de carne los huesos.

El viernes siete de agosto, los cruzados lanzaron un ataque al suburbio meridional de Sant Miquel. Durante un momento, lograron ocupar la fosa al pie de la muralla, pero fueron repelidos por una lluvia de flechas y piedras. Tras varias horas de estancamiento, los franceses se retiraron ante la fiera resistencia de los asediados, entre los gritos triunfales de estos.

Al alba del día siguiente, mientras el mundo reverberaba plateado a la luz del amanecer y una delicada neblina flotaba suavemente por las laderas donde más de un millar de cruzados miraban hacia Sant Miquel, se reanudó el asalto.

Celadas, escudos, picas y espadas relucían como los ojos de los guerreros a la luz del pálido sol. Cada hombre llevaba una cruz blanca prendida al pecho, sobre los colores de Nevers, Borgoña, Chartres o Champaña.

El vizconde Trencavel se había situado sobre las murallas de Sant Miquel, hombro con hombro con los suyos, dispuesto a repeler el ataque.

Los arqueros estaban listos, tensos los arcos. Debajo, la tropa de a pie empuñaba hachas, picas y espadas. A sus espaldas, seguros en el interior de la Cité hasta que fuera requerida su intervención, aguardaban los chevaliers.

A lo lejos comenzaron a resonar los tambores franceses. La Hueste aporreaba el duro suelo con sus lanzas, en un retumbo pesado y continuo que resonaba a través de la tierra expectante.

«Así es como empieza».

Alaïs estaba en la muralla, junto a su padre, con la atención dividida entre mirar a su marido y contemplar a los cruzados bajando como un río de la colina.

Cuando la Hueste estuvo al alcance de sus proyectiles, el vizconde Trencavel levantó el brazo y dio la orden. De inmediato, una tormenta de flechas oscureció el cielo.

A ambos lados cayeron hombres, pero la primera escalera de asalto ya estaba apoyada en la muralla. Por el aire silbó el proyectil de una ballesta, que acertó en la pesada y áspera madera, desequilibrando la estructura. La escalera se inclinó y comenzó a caer, arrastrando consigo a muchos hombres, que se precipitaron en un amasijo de sangre, huesos y maderos.

Los cruzados lograron empujar una gata, una máquina de asedio, hasta las murallas del suburbio y, refugiados debajo, empapados en agua, los zapadores comenzaron a retirar piedras de las paredes para abrir una cavidad que debilitara las fortificaciones.

Trencavel ordenó a gritos a los arqueros que destruyeran la estructura. Otra tempestad de flechas, algunas de ellas inflamadas, surcaron el aire y se precipitaron sobre la gata. Una negra humareda ensombreció el cielo, hasta que finalmente la estructura se incendió. Los asaltantes huyeron en todas direcciones, con la ropa ardiendo, sólo para ser abatidos por las flechas de los asediados.

Pero era demasiado tarde. Los defensores sólo pudieron ver cómo los cruzados hacían estallar contra la muralla la mina que llevaban varios días preparando. Alaïs levantó las manos para protegerse la cara de la explosión, mientras una violenta lluvia de piedras, polvo y llamas llenaba el aire.

El enemigo cargó a través de la brecha. El rugido del fuego sofocaba incluso los gritos de las mujeres y los niños que huían del infierno.

Los defensores arrastraron y abrieron la pesada puerta entre la Cité y Sant Miquel, y los chevaliers de Carcasona lanzaron su primer ataque.

—Protégelo, por favor —se sorprendió Alaïs murmurando para sus adentros, como si las palabras tuvieran el poder de repeler las flechas.

Para entonces, los cruzados estaban catapultando por encima de las murallas las cabezas cercenadas de los muertos para sembrar el pánico en el interior de la Cité. Los gritos y alaridos fueron en aumento, hasta que el vizconde Trencavel condujo a sus hombres a la refriega. Fue uno de los primeros en dar cuenta de un enemigo, atravesando limpiamente con la espada el cuello de un cruzado y empujando el cadáver con su bota para arrancarle el acero del cuerpo.

Guilhelm no le iba demasiado a la zaga, guiando su caballo de batalla a través de la masa de atacantes y aplastando a quienes se interponían en su camino.

Alaïs divisó a su lado a Alzeu de Preixan. Con horror, vio que el caballo de Alzeu resbalaba y caía. De inmediato, Guilhelm detuvo su corcel y retrocedió para ir en ayuda de su amigo. Exaltado por el olor de la sangre y el entrechocar del acero, el poderoso garañón de Guilhelm se alzó sobre las patas traseras, derribando a un cruzado y ganando para Alzeu el tiempo de incorporarse y ponerse a salvo.

La superioridad numérica del enemigo era aplastante. La masa de hombres, mujeres y niños aterrorizados y heridos que huía en dirección a la Cité entorpecía los movimientos de los defensores. La Hueste avanzaba implacable. Calle tras calle caía en manos de los franceses.

Finalmente, Alaïs oyó la orden de repliegue.

—¡Retirada! ¡Retirada!

Aprovechando las sombras de la noche, unos cuantos defensores volvieron al suburbio devastado. Mataron a unos pocos cruzados que fueron sorprendidos con la guardia baja, y prendieron fuego a las casas restantes, para al menos privar a los franceses de un reparo desde el cual reanudar los bombardeos a la Cité.

Pero la realidad era tozuda.

Sant-Vicens y Sant Miquel habían caído. Carcasona estaba sola.