Alice se encontró en un amplio vestíbulo, más parecido al de un museo que al de una casa particular. Will fue directamente hacia el tapiz suspendido frente a la puerta delantera y lo apartó de la pared.
—¿Qué estás haciendo?
Corrió tras él y vio un diminuto picaporte de bronce disimulado entre los paneles de madera. Will lo sacudió, lo empujó y lo hizo girar con frustración.
—¡Maldición! Está cerrada por dentro.
—¿Es una puerta?
—Exacto.
—¿Y el laberinto que viste está ahí detrás?
Will asintió.
—Hay que bajar un tramo de escalera y seguir por un pasillo bastante largo que conduce hasta una especie de cámara extraña. Hay signos egipcios en las paredes y una tumba con el dibujo de un laberinto, igual al que tú has descrito, labrado encima. Ahora bien… —se interrumpió—. Lo que ha aparecido en el periódico, el hecho de que tu amiga tuviera esta dirección…
—Estás haciendo demasiadas suposiciones, sin suficiente base —dijo ella.
Will dejó caer la esquina del tapiz y se dirigió a grandes pasos al extremo opuesto del vestíbulo. Tras un instante de vacilación, Alice lo siguió.
—¿Qué estás haciendo? —susurró cuando Will abrió la puerta.
Entrar en la biblioteca fue como retroceder en el tiempo. Era una sala formal, con el aire de un club inglés para hombres. Las persianas parcialmente cerradas proyectaban rayas de luz amarilla, que se alineaban sobre la alfombra como franjas en un paño dorado. Había un aire de permanencia, una atmósfera de antigüedad y lustre.
Las estanterías ocupaban tres lados de la estancia, del suelo al techo, con escalerillas corredizas que permitían acceder a los estantes más altos. Will sabía exactamente adónde iba. Había una sección dedicada a obras sobre Chartres, con libros de fotografías junto a ensayos más rigurosos sobre la arquitectura y la historia social.
Volviéndose angustiosamente hacia la puerta, con el corazón desbocado, Alice vio que Will sacaba un libro con el escudo de la familia grabado en la tapa y lo llevaba a la mesa. Mirando por encima de su hombro, lo vio pasar rápidamente las páginas. Ante sus ojos desfilaron láminas de colores en papel satinado, viejos mapas de Chartres y reproducciones de dibujos a lápiz y a tinta, hasta que Will llegó a la sección que buscaba.
—¿Qué es esto?
—Un libro sobre la casa De l’Oradore. Esta casa —dijo—. La familia vive aquí desde hace cientos de años, desde que fue construida. Hay planos arquitectónicos y proyecciones verticales de cada planta de la casa.
Will pasó página a página, hasta encontrar lo que quería.
—Aquí está —dijo, volviendo el libro, para que ella lo viera bien—. ¿Es esto?
Alice se quedó sin aliento.
—¡Dios mío! —susurró.
Era la reproducción exacta de su laberinto.
El ruido de la puerta delantera cerrándose de golpe los sobresaltó.
—¡Will, la puerta! ¡La hemos dejado abierta!
Podía distinguir voces amortiguadas en el vestíbulo. Un hombre y una mujer.
—Vienen hacia aquí —susurró ella.
Will le puso el libro entre las manos.
—¡Rápido! —bisbiseó, mientras señalaba el gran sofá de tres plazas que había bajo la ventana—. Deja que yo me encargue de esto.
Alice cogió su mochila, corrió hacia el sofá y se escurrió por el hueco entre el respaldo y la pared. Había un olor penetrante a cuero agrietado y humo rancio de cigarro, y el polvo le hacía cosquillas en la nariz. Oyó que Will cerraba con un chasquido la puerta de la estantería y que se situaba en el centro de la sala, justo cuando la puerta de la biblioteca se abría con un chirrido.
—Qu’est-ce que vous foutez ici?
Una voz de hombre joven. Inclinando un poco la cabeza, Alice logró verlos a los dos reflejados en las puertas de cristal de las librerías. Era un chico alto, más o menos como Will, pero más anguloso. Tenía el pelo negro y rizado, frente amplia y nariz aristocrática. Alice frunció el ceño. Le recordaba a alguien.
—¡François-Baptiste! ¿Qué tal? —dijo Will. Incluso para Alice, su saludo sonó falsamente animado.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? —repitió el otro en inglés.
Will le enseñó la revista que había cogido de la mesa.
—He venido a buscar algo para leer.
François-Baptiste echó una mirada al título y dejó escapar una risita.
—No parece tu estilo.
—Te sorprenderías.
El chico se adelantó un poco hacia Will.
—No durarás mucho más —dijo en voz baja y amarga—. Se aburrirá de ti y te echará a patadas, como a todos los demás. Ni siquiera sabías que iba a salir de la ciudad, ¿no?
—Lo que pase entre ella y yo no es asunto tuyo, de modo que si no te importa…
François-Baptiste se plantó delante de él.
—¿Qué prisa tienes?
—No me provoques, François-Baptiste, te lo advierto.
François-Baptiste apoyó la mano en el pecho de Will para impedirte el paso.
Will apartó el brazo del chico de un manotazo.
—¡No me toques!
—¿Cómo piensas impedirlo?
—Ça suffit! ¡Ya basta! —exclamó una voz femenina.
Los dos hombres se volvieron. Alice estiró el cuello para ver mejor, pero la mujer no había entrado lo suficiente en la habitación.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¡Peleando como niños! ¿François-Baptiste? ¿William?
—Rien, maman. Je lui demandais…
Will se quedó mirando boquiabierto, hasta que finalmente comprendió quién había llegado con François-Baptiste.
—Marie-Cécile, no tenía idea… —tartamudeó—. No te esperaba tan pronto.
La mujer se adentró un poco más en la estancia y Alice pudo ver claramente su cara.
«No puede ser».
Esta vez iba vestida un poco más formalmente que cuando Alice la había visto por última vez, con una falda ocre a la altura de la rodilla y una chaqueta a juego, y llevaba el pelo suelto, enmarcándole la cara, en lugar de recogido con un pañuelo.
Pero no había confusión posible. Era la misma mujer que Alice había visto a la puerta del hotel de la Cité, en Carcasona. Era Marie-Cécile de l’Oradore.
Desvió la vista de la madre al hijo. El parecido familiar era considerable. El mismo perfil, el mismo aire imperioso. Ahora comprendía los celos de François-Baptiste y el antagonismo entre él y Will.
—Pero en realidad la pregunta de mi hijo tiene sentido —estaba diciendo Marie-Cécile—. ¿Qué haces tú aquí?
—Estaba… Vine a buscar algo distinto para leer. Me sentía… me sentía solo sin ti.
Alice se encogió. La explicación no sonaba ni remotamente convincente.
—¿Solo? —repitió ella como un eco—. Tu cara no dice lo mismo, Will.
Marie-Cécile se inclinó hacia adelante y besó a Will en los labios. Alice sintió que la turbación impregnaba el ambiente. El gesto había sido incómodamente íntimo. Podía ver que Will tenía los puños apretados.
«No quiere que yo vea esto».
La idea, desconcertante como era, entró y salió de su mente en el tiempo de un parpadeo.
Marie-Cécile lo dejó ir, con un destello de satisfacción en el rostro.
—Ya nos pondremos al día más adelante, Will. De momento, me temo que François-Baptiste y yo tenemos unos asuntillos que tratar. Desolée. Así que si nos disculpas…
—¿Aquí, en la biblioteca?
Una reacción demasiado rápida. Demasiado evidente.
Marie-Cécile estrechó los ojos.
—¿Por qué no?
—Por nada —replicó él secamente.
—Maman. Il est dix-huit heures déjà.
—J’arrive —replicó ella, sin dejar de mirar a Will con suspicacia.
—Mais, je ne…
—Va le chercher —lo interrumpió su madre. Ve a buscarlo.
Alice oyó que François-Baptiste salía en tromba de la sala y después cómo Marie-Cécile rodeaba con sus brazos a Will por la cintura y lo atraía hacia sí. Sus uñas eran rojas sobre el blanco de la camiseta de él. Alice habría querido desviar la mirada, pero no pudo.
—Bon —dijo Marie-Cécile—. À bientôt.
—¿Subirás pronto? —dijo Will. Alice pudo distinguir el pánico en su voz, al darse cuenta de que iba a tener que dejarla allí atrapada.
—En un momento.
Alice no pudo hacer nada, solamente oír el ruido de los pasos de Will, alejándose.
Los dos hombres se cruzaron en el pasillo.
—Mira —dijo, François-Baptiste enseñándole a su madre un ejemplar del mismo periódico que Will estaba leyendo antes.
—¿Cómo se habrán enterado tan pronto?
—Ni idea —replicó él en tono malhumorado—. Authié, imagino.
Alice se quedó petrificada. «¿El mismo Authié?».
—¿Lo sabes con seguridad, François-Baptiste? —estaba diciendo Marie-Cécile.
—Alguien tiene que haberles dado el soplo. La policía envió submarinistas al Eure el sábado, al sitio exacto. Sabían lo que estaban buscando. Piénsalo. ¿Quién fue el primero en decir que había un topo en Chartres? Authié. ¿Acaso ha presentado alguna prueba de que Tavernier realmente hubiera hablado con el periodista?
—¿Tavernier?
—El hombre del río —aclaró el joven agriamente.
—Ah sí, claro —asintió Marie-Cécile, mientras encendía un cigarrillo—. El artículo menciona a la Noublesso Véritable por su nombre.
—También Authié puede habérselo dicho.
—Mientras no haya nada que conecte a Tavernier con esta casa, no hay ningún problema —dijo ella, con expresión aburrida—. ¿Algo más?
—He hecho todo lo que me has pedido.
—¿Y lo has preparado todo para el sábado?
—Sí —respondió él—, aunque sin el anillo ni el libro, no sé para qué molestarse.
Una sonrisa surcó brevemente los labios rojos de Marie-Cécile.
—Ya ves. Por eso todavía necesitamos a Authié, pese a tu evidente desconfianza —dijo ella con suavidad—. Dice que, milagrosamente, ha conseguido el anillo.
—¿Por qué demonios no me lo habías dicho antes? —preguntó él airadamente.
—Te lo estoy diciendo ahora —replicó ella—. Dice que sus hombres se lo llevaron de la habitación de hotel de la chica inglesa, anoche en Carcasona.
Alice sintió un frío en la piel. «Es imposible».
—¿Crees que miente?
—No seas imbécil, François-Baptiste —respondió su madre en tono cortante—. ¡Claro que miente! Si la doctora Tanner se lo hubiera llevado, Authié no habría tardado cuatro días en conseguirlo. Además, ordené que registraran su apartamento y su despacho.
—Entonces…
Ella lo interrumpió.
—Si Authié lo tiene…, si es que lo tiene, cosa que dudo mucho, entonces lo ha conseguido de la abuela de Biau o lo ha tenido todo el tiempo, desde el principio. Posiblemente él mismo se lo llevara de la cueva.
—Pero ¿para qué iba a molestarse?
Sonó el teléfono, estruendoso, intrusivo. Alice sintió que el corazón se le subía a la garganta.
François-Baptiste miró a su madre.
—Contesta —le dijo ella.
Así lo hizo.
—Allô.
Alice apenas respiraba, por temor a delatarse.
—Oui, je comprends. Attends. —Cubrió el receptor con la mano—. Es O’Donnell. Dice que tiene el libro.
—Pregúntale por qué no hemos sabido nada de ella.
El joven hizo un gesto afirmativo.
—¿Dónde has estado desde el lunes? —Escuchó un momento—. ¿Alguien más sabe que lo tienes? —Volvió a escuchar—. Muy bien. A las diez. Mañana por la noche.
Colgó el teléfono.
—¿Estás seguro de que era ella?
—Era su voz. Conocía lo acordado.
—Seguro que él estaba escuchando.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el joven, inseguro—. ¿A quién te refieres?
—¡Por todos los santos! ¿A quién crees tú que me refiero? —exclamó ella—. ¡A Authié, obviamente!
—Yo…
—Shelagh O’Donnell lleva varios días desaparecida. Pero en cuanto dejo de ser una molestia y regreso a Chartres, O’Donnell vuelve a aparecer. Primero el anillo, y ahora el libro.
Finalmente, François-Baptiste perdió los estribos.
—Pero ¡si hace un momento lo estabas defendiendo! —exclamó—. ¡Y me acusabas a mí de sacar conclusiones precipitadas! Si sabes que trabaja contra nosotros, ¿por qué no me lo has dicho, en lugar de dejarme hacer el tonto? Mejor aún, ¿por qué no le paras los pies? ¿Alguna vez te has preguntado siquiera por qué desea los libros con tanto ahínco? ¿Qué piensa hacer con ellos? ¿Subastarlos al mejor postor?
—Sé exactamente para qué quiere los libros —replicó ella con voz gélida.
—¿Por qué tienes que hacerme esto todo el tiempo? ¡Siempre me estás humillando!
—La conversación ha terminado —dijo ella—. Saldremos mañana, para tener tiempo suficiente de que hagas tu trabajo con O’Donnell y yo pueda prepararme. La ceremonia se celebrará a medianoche, tal como estaba previsto.
—¿Quieres que vaya a la cita con ella? —preguntó él, incrédulo.
—Desde luego que sí —repuso su madre. Por primera vez, Alice distinguió algo de emoción en su voz—. Quiero el libro, François-Baptiste.
—¿Y si no lo tiene?
—No creo que Authié se tomara todo este trabajo si no fuera así.
Alice oyó que François-Baptiste atravesaba la habitación y abría la puerta.
—¿Y qué hay de él? —preguntó, con un rastro del fuego que había habido antes en su voz—. No puedes dejar que se quede aquí para…
—Deja que yo me ocupe de Will. Él no es asunto tuyo.
Will estaba escondido en el armario, en el pasillo que conducía a la cocina.
Estaba atiborrado y olía a cazadoras de cuero, botas viejas e impermeables, pero era el único lugar que le ofrecía una vista clara de las puertas de la biblioteca y del estudio. Primero vio salir a François-Baptiste, que entró en el estudio, seguido minutos después por Marie-Cécile. Will esperó a que se cerrara la pesada puerta e inmediatamente emergió del armario y corrió por el pasillo hasta la biblioteca.
—Alice —susurró—, ¡rápido! Tenemos que sacarte de aquí. —Hubo un ruido leve y en seguida apareció ella—. Lo siento muchísimo —dijo—. Toda la culpa ha sido mía. ¿Estás bien?
Ella asintió, aunque estaba mortalmente pálida.
Will le tendió la mano, pero ella se negó a ir con él.
—¿Qué significa todo esto, Will? Tú vives aquí. Conoces a esta gente, y aun así estás dispuesto a mandarlo todo al garete para ayudar a una extraña. No tiene sentido.
Él hubiese querido decir que no era un extraño, pero se contuvo.
—Yo…
No encontraba las palabras. Le pareció como si la habitación se disolviera en la nada. Lo único que veía era el rostro en forma de corazón de Alice y sus ojos intrépidos que parecían mirarlo directamente al corazón.
—¿Por qué no me habías dicho que tú… que tú y ella… que vivías aquí?
Él no pudo sostener su mirada. Alice se quedó mirándolo un poco más y, a continuación, atravesó rápidamente la habitación y salió al pasillo, con Will tras ella.
—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo él con desesperación.
—Acabo de averiguar la relación de Shelagh con esta casa —dijo Alice—. Trabaja para ellos.
—¿Ellos? —replicó él, desconcertado, mientras abría el portal para salir de la casa—. ¿Qué quieres decir?
—Pero no está aquí. Madame De l’Oradore y su hijo también la están buscando. Por lo que he oído, creo que la tienen retenida en algún lugar cerca de Foix.
Repentinamente, al pie de la escalera de la entrada, Alice se sintió invadir por el pánico.
—¡Will! ¡Me he dejado la mochila en la biblioteca! —exclamó horrorizada—. Detrás del sofá, con el libro.
Más que cualquier otra cosa, Will deseaba besarla. El momento no hubiese podido ser más inoportuno. Estaban atrapados en una situación que no comprendía y Alice, en el fondo, ni siquiera confiaba en él. Aun así, sintió el impulso de hacerlo.
Sin pensarlo, Will tendió la mano para tocar su rostro. Sentía que conocía exactamente la suavidad y el tacto fresco de su piel, como si fuera un gesto que ya hubiese hecho miles de veces. Entonces, el recuerdo del retraimiento de ella en el café volvió a su memoria y lo hizo pararse en seco, cuando su mano estaba a punto de tocar su mejilla.
—Lo siento —empezó a decir, como si Alice pudiera leerle la mente.
Ella lo miraba fijamente, pero en seguida una breve sonrisa iluminó su expresión tensa y nerviosa.
—No pretendía ofenderte —tartamudeó él—. Es sólo que…
—No importa —replicó ella, pero el tono de su voz era suave.
Will suspiró aliviado. Ella se equivocaba: importaba más que ninguna otra cosa en el mundo, pero al menos no estaba enfadada con él.
—Will —prosiguió ella, en un tono un poco más perentorio—, mi mochila. Todas mis cosas están ahí dentro. Todas mis notas.
—Sí, claro —dijo él de inmediato—. Lo siento. Iré a buscarla. Te la llevaré. —Intentó concentrarse—. ¿Dónde te alojas?
—En el hotel Petit Monarque. En la Place des Épars.
—De acuerdo —dijo él, mientras subía corriendo la escalera—. Estaré allí en media hora.
Will se quedó mirándola hasta que se perdió de vista y entonces volvió a entrar en la casa. Se veía luz debajo de la puerta del estudio.
De pronto, la puerta de este se abrió. Will saltó hacia atrás, y se ocultó entre la puerta y la pared, para que no lo vieran. François-Baptiste salió y fue hacia la cocina. Will oyó el movimiento de la puerta de vaivén, que se abría y se cerraba, y nada más.
Después, se puso a espiar a Marie-Cécile por una rendija de la puerta. Estaba sentada delante de su mesa de escritorio, mirando algo, un objeto que refulgía y emitía destellos de luz cuando ella se movía.
Will olvidó lo que había ido a hacer; vio que Marie-Cécile se ponía de pie y descolgaba uno de los cuadros que había en la pared, detrás de ella. Era su preferido. Se lo había explicado a Will con todos sus detalles en los primeros tiempos de su relación. Era un lienzo dorado con pinceladas de brillantes colores, que representaba a los soldados franceses contemplando las columnas derribadas y los palacios en ruinas del antiguo Egipto. —Contemplando las arenas del tiempo, 1798, recordó. Así se llamaba.
Detrás de donde había estado colgado el cuadro, había una pequeña puerta metálica montada en la pared, con un teclado numérico al lado. Marie-Cécile marcó seis números. Se oyó un chasquido y la puerta se abrió. De la caja fuerte, sacó dos paquetes negros, que depositó con infinito cuidado sobre el escritorio. Will ajustó su posición, ansioso por ver lo que había dentro.
Estaba tan absorto que no oyó los pasos acercándose por detrás.
—No te muevas.
—François-Baptiste, yo…
Will sintió el frío cañón de una pistola oprimiéndole el costado.
—Y pon las manos donde pueda verlas.
Intentó darse la vuelta, pero François-Baptiste lo cogió por el cuello y le aplastó la cara contra la pared.
—Qu’est-ce qui se passe? —preguntó Marie-Cécile.
François-Baptiste apretó un poco más el arma.
—Je m’en occupe —replicó. «Ya me ocupo yo».
Alice volvió a mirar el reloj.
«No viene».
Estaba de pie en la recepción de hotel, mirando fijamente las puertas de cristal, como si fuera capaz de materializar la figura de Will a partir del aire. Había transcurrido casi una hora desde que salieron de la Rué du Cheval Blanc. No sabía qué hacer. Tenía la cartera, el teléfono y las llaves del coche en el bolsillo de la cazadora. Todo lo demás estaba en su mochila.
«Olvídalo. Vete de aquí».
Cuanto más esperaba, más dudaba de los motivos de Will. Le parecía sospechoso que hubiese aparecido como salido de la nada. Alice repasó mentalmente la secuencia de acontecimientos.
¿De verdad había sido una coincidencia que se toparan de aquella manera? Ella no le había dicho a nadie adonde pensaba ir.
«¿Cómo podía saberlo él?».
A las ocho y media, Alice decidió que ya no podía esperar más. Explicó en recepción que no iba a necesitar más la habitación, dejó una nota para Will con su número de teléfono por si se presentaba, y se marchó.
Arrojó la cazadora en el asiento delantero del coche y entonces reparó en el sobre que asomaba del bolsillo. Era la carta que le habían dado en el hotel y que había olvidado por completo. La sacó del bolsillo y la dejó en el salpicadero, para leerla cuando parara a repostar.
Cayó la noche mientras viajaba hacia el sur. Los faros delanteros de los coches que se cruzaban con el suyo la deslumbraban. Árboles y matorrales saltaban como fantasmas desde la oscuridad. Orleans, Poitiers, Burdeos… Los carteles pasaban como otros tantos destellos.
Acurrucada en su propio mundo, hora tras hora, Alice se hacía una y otra vez las mismas preguntas. Y cada vez encontraba respuestas diferentes.
¿Por qué lo habría hecho él? Para obtener información. Ciertamente, les había dado toda la que tenía. Todas sus notas, sus dibujos, la fotografía de Grace y Baillard…
«Te prometió enseñarte la cámara del laberinto».
No había visto nada. Solamente un dibujo en un libro. Alice sacudió la cabeza. No quería creerlo.
¿Por qué la había ayudado a escapar? Porque ya había conseguido lo que quería, o mejor dicho, lo que quería madame De l’Oradore.
«Para que ellos puedan seguirte».