CAPÍTULO 54

Alice llegó a Chartres a media tarde. Encontró un hotel, después compró un plano y se fue directamente a la dirección que le habían dado en el teléfono de información. Se quedó mirando sorprendida la elegante casa señorial, con su aldaba y su buzón de bronce relucientes, sus plantas en las elegantes jardineras de las ventanas y los grandes tiestos a cada lado de la escalera de entrada. Alice no podía imaginar que Shelagh se alojara allí.

«¿Qué demonios vas a decir si sale alguien a abrir?».

Tras hacer una profunda inspiración, Alice subió los peldaños y llamó al timbre. No hubo respuesta. Esperó, dio un paso atrás, levantó la vista hacia las ventanas y lo intentó de nuevo. Marcó el número de teléfono. Al cabo de unos segundos, oyó que sonaba dentro de la casa.

Al menos, era el sitio que buscaba.

Fue un anticlímax, pero a decir verdad, también un alivio. El enfrentamiento, si era eso lo que iba a venir, podía esperar.

La plaza delante de la catedral estaba atestada de turistas aferrando sus cámaras y de guías turísticos que enarbolaban banderas o paraguas de colores vistosos. Disciplinados alemanes, aprensivos ingleses, glamurosos italianos, silenciosos japoneses y entusiastas norteamericanos. Todos los niños parecían aburridos.

En algún momento de su largo viaje por carretera hacia el norte, había dejado de pensar que iba a obtener información del laberinto de Chartres. La conexión con la cueva del pico de Soularac, con Grace y con ella misma era obvia, demasiado obvia. Parte de su conciencia intuía que era un montaje, una pista falsa.

Aun así, Alice compró una entrada para la visita guiada en inglés, que iba a empezar fuera de la catedral al cabo de cinco minutos. La guía era una mujer eficiente, de mediana edad, de porte altanero y voz cortante.

—Desde el punto de vista actual, las catedrales son estructuras grises y colosales, consagradas a la devoción y la fe. Sin embargo, en la época medieval eran multicolores, como los santuarios hinduistas de la India o Tailandia. Las figuras y paneles que adornaban los grandes pórticos, en Chartres y otros templos, estaban policromados —dijo la guía, levantando el paraguas para señalar el exterior—. Si se fijan bien, verán restos de pintura rosa, azul o amarilla adheridos a las grietas de las figuras.

Alrededor de Alice, todos asentían obedientemente.

—En 1194 —prosiguió la mujer—, un incendio destruyó la mayor parte de la ciudad de Chartres, así como la propia catedral. Al principio se dio por perdida la reliquia más sagrada del templo, la sancta camisia, que según se decía era el camisón que llevaba puesto María cuando dio a luz a Cristo. Pero al cabo de tres días, la reliquia fue hallada en la cripta, donde la habían escondido unos monjes. El hallazgo se interpretó como un milagro, como signo de que era preciso reconstruir la catedral. El edificio actual data de 1194 y fue consagrado en 1260, con el nombre de iglesia catedral de la Asunción de Nuestra Señora, la primera catedral de Francia consagrada a la Virgen María.

Alice escuchaba a medias, hasta que llegaron a la fachada norte y la guía les señaló la fantasmagórica procesión de reyes y reinas del Antiguo Testamento labrada sobre el pórtico. La joven experimentó entonces un estremecimiento de nerviosa exaltación.

—Es la única representación significativa del Antiguo Testamento que hay en la catedral —dijo la guía, haciéndoles un gesto para que se acercaran un poco más—. En esta columna hay un relieve que, según opinan muchos, representa al Arca de la Alianza sacada de Jerusalén por Menelik, hijo de Salomón y de la reina de Saba, pese a que los historiadores aseguran que la figura de Menelik no llegó a conocerse en Europa hasta el siglo XV. Y aquí —prosiguió, bajando un poco el brazo— hay otro enigma. Aquellos de ustedes que tengan buena vista distinguirán quizá la inscripción en latín: hic amititur archa cederis. —Miró a su alrededor y sonrió con arrogancia—. Los estudiosos de latín que haya entre ustedes se habrán percatado de que la inscripción no significa nada. Algunas guías traducen archa cederis como «Trabajarás por el arca», y la inscripción completa como «Aquí las cosas siguen su curso; trabajarás por el arca». Sin embargo, si cederis se considera una corrupción de foederis, tal como han sugerido algunos comentaristas, entonces la inscripción podría traducirse como «Aquí fue depositada el Arca de la Alianza».

La guía miró a todo el grupo a su alrededor.

—Este pórtico —prosiguió— es uno de los diversos elementos que han motivado la gran cantidad de mitos y leyendas surgidos en torno a la catedral. Contra lo que es habitual, los nombres de los maestros constructores de la catedral de Chartres son desconocidos. Es probable que por alguna razón no se llevaran registros y los nombres simplemente hayan caído en el olvido. Sin embargo, algunas personas de imaginación más viva, por así decirlo, interpretan de otro modo la ausencia de información. Según el más persistente de los rumores, la catedral fue construida por descendientes de los Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón, los caballeros Templarios, como un libro codificado en piedra, un gigantesco puzle que sólo los iniciados podían descifrar. Muchos creen que bajo el laberinto yacen los huesos de María Magdalena o incluso el Santo Grial.

—¿Alguien lo ha investigado? —preguntó Alice, lamentando sus palabras en el momento mismo en que abandonaron sus labios. Miradas de desaprobación se concentraron sobre ella como faros.

La guía arqueó las cejas.

—Desde luego. En más de una ocasión. Pero a la mayoría de ustedes no les sorprenderá saber que nadie ha encontrado nada. Otro mito. —Hizo una pausa—. ¿Pasamos al interior?

Sintiéndose extraña, Alice siguió al grupo hasta el pórtico oeste y se puso a la cola para entrar en la catedral. De inmediato, todos bajaron la voz, cuando el característico olor a piedra e incienso obró su magia. En las capillas laterales y junto a la entrada principal, las hileras de cirios resplandecían en la penumbra.

Alice había esperado alguna especie de reacción, alguna visión del pasado como las que había experimentado en Toulouse y Carcasona; pero no sintió nada, y al cabo de un rato se serenó y empezó a disfrutar de la visita. Por su investigación, sabía que la catedral de Chartres poseía uno de los mejores conjuntos de vidrieras del mundo, pero no estaba preparada para la resplandeciente brillantez de aquellas obras. Un caleidoscopio de vibrantes colores inundaba la catedral, con representaciones de escenas bíblicas y de la vida cotidiana. La impresionaron el rosetón, la vidriera azul de la Virgen y la vidriera de Noé, con el diluvio y los animales entrando de dos en dos en el arca. Mientras recorría el templo, Alice intentó imaginar cómo habría sido cuando las paredes estaban cubiertas de frescos y ornamentadas con ricos tapices, paños orientales y gallardetes de seda bordados en oro. Para los ojos medievales, el contraste entre el esplendor del templo de Dios y el mundo exterior debía de ser abrumador, quizá la prueba de la gloria del Señor en la Tierra.

—Y finalmente —dijo la guía—, llegamos al pavimento donde puede verse el famoso laberinto de once circuitos. Finalizado en 1200, es el mayor de Europa. La pieza central original desapareció hace mucho tiempo, pero el resto está intacto. Para los cristianos de la Edad Media, el laberinto era la oportunidad de emprender un peregrinaje espiritual, en sustitución del auténtico viaje a Jerusalén. De ahí que los laberintos sobre pavimento, a diferencia de los que pueden verse en los muros de las iglesias y catedrales, reciban a menudo el nombre de chemin de Jérusalem, es decir, camino o senda de Jerusalén. Los peregrinos transitaban por los circuitos hacia el centro, algunos en repetidas ocasiones, como símbolo de una creciente comprensión o proximidad a Dios. A menudo los penitentes efectuaban el recorrido de rodillas, a veces a lo largo de varios días.

Alice se fue acercando a la parte de delante del grupo, con el corazón desbocado, comprendiendo sólo entonces que había estado posponiendo ese instante.

«Ahora es el momento».

Hizo una profunda inspiración. La simetría quedaba alterada por las filas de sillas colocadas a ambos lados de la nave, delante del altar de vísperas. Aun así y pese a conocer las cifras por su investigación, Alice se quedó boquiabierta ante las dimensiones del laberinto, que dominaba casi por completo el suelo de la catedral.

Poco a poco, como todos los demás, empezó a recorrerlo, en círculos cada vez más estrechos, como en la torpe fila de un juego de niños, hasta llegar al centro.

No sintió nada. Ningún estremecimiento en la columna vertebral, ningún instante de revelación ni de transformación. Nada de nada. Se agachó y tocó el suelo. La piedra era lisa y fría, pero no le hablaba.

Alice esbozó una sonrisa burlona. «¿Qué esperabas?». Ni siquiera le hizo falta sacar el dibujo que había hecho del laberinto de la cueva para saber que allí no había nada para ella. Sin hacerse notar, Alice se separó del grupo.

Después del calor feroz del Mediodía, el tímido sol del norte era para ella un alivio, por lo que pasó la hora siguiente explorando el pintoresco centro histórico de la ciudad. En parte iba en busca de la esquina donde Grace y Audric Baillard habían posado delante de la cámara.

No parecía existir, o quizá estaba fuera del área cubierta por el plano. La mayoría de las calles debían su nombre a los artesanos que antaño tenían en ellas sus talleres: relojeros, curtidores, papeleros y encuadernadores, evocación de la importancia que había tenido Chartres como gran centro de la fabricación del papel y el arte de la encuadernación en Francia, durante los siglos XII y XIII. Pero no había ninguna Rue des Trois Degrés.

Finalmente, Alice volvió al punto de partida, frente a la fachada occidental de la catedral. Se sentó en un escalón y se apoyó en la baranda. De inmediato, su mirada se centró en la esquina de la calle que tenía justo enfrente. De un salto, fue corriendo a leer el cartel con el nombre de esta: rue de l’étroit degré, díte aussi rue des trois degrés (des trois marches).

Le habían cambiado el nombre. Sonriendo para sus adentros, Alice dio un paso atrás para ver mejor y tropezó con un hombre que iba andando enfrascado en la lectura de un periódico.

Pardon —dijo ella.

—No, perdóneme usted a mí —respondió él, en un inglés con agradable acento americano—. La culpa ha sido mía. No iba mirando por dónde caminaba. ¿No se ha hecho nada?

—No, estoy bien.

Para su asombro, él la estaba mirando fijamente.

—¿Se le ofrece alguna…?

—Tú eres Alice, ¿verdad?

—Sí —repuso ella cautelosamente.

—¡Alice, claro que sí! ¡Hola! —exclamó él, mientras se pasaba los dedos por la enmarañada mata de pelo castaño—. ¡Qué increíble!

—Lo siento, pero yo…

—William Franklin —dijo él, tendiéndole la mano—. Will. Nos conocimos en Londres, allá por el noventa y ocho o noventa y nueve. Éramos un grupo grande. Tú estabas saliendo con un tío… cómo se llamaba… Oliver, ¿no? Yo iba con un primo mío.

Alice tenía un vago recuerdo de un piso lleno de gente, con un montón de amigos de Oliver de la universidad. Casi le pareció recordar a un chico norteamericano guapo y atractivo, aunque por aquella época estaba total y arrebatadoramente enamorada y no prestaba atención a nadie más.

«¿Será este chico?».

—¡Qué buena memoria tienes! —dijo ella, estrechándole la mano—. Eso fue hace mucho tiempo.

—No has cambiado mucho —repuso él, sonriendo—. ¿Qué tal está Oliver?

Alice hizo una mueca.

—Ya no seguimos juntos.

—Lo siento —dijo él, y tras una breve pausa, añadió—: ¿De quién es la foto?

Alice bajó la vista. Había olvidado que aún la tenía en la mano.

—De mi tía. La encontré entre sus cosas y, ya que estaba aquí, me propuse descubrir dónde fue tomada. —Sonrió—. Ha sido más difícil de lo que podrías imaginar.

Will miró por encima del hombro de ella.

—¿Quién es él?

—Sólo un amigo. Un escritor.

Hubo otra pausa, como si los dos quisieran continuar la conversación, pero sin saber muy bien qué decir. Will volvió a mirar la foto.

—Es guapa.

—¿Guapa? Yo la veo más bien resuelta y decidida, aunque no sé cómo era en realidad. No llegué a conocerla.

—¿No? Entonces, ¿cómo es que tienes su foto?

Alice volvió a guardar la foto en el bolso.

—Es un poco complicado de explicar.

—No me importaría oírlo —sonrió él—. Oye… —dudó—, ¿te gustaría ir a tomar un café o algo? A menos que tengas que irte.

Sorprendida, Alice descubrió que ella estaba pensando lo mismo.

—¿Sueles invitar a café a cualquier chica que te encuentras por la calle?

—Normalmente no —replicó él—. Lo importante ahora es saber si tú sueles aceptar las invitaciones.

Alice se sentía como si estuviera contemplando la escena desde arriba, mirando a un hombre y a una mujer que se parecía a ella, entrando en una antigua pastelería con tartas y bollos expuestos en largas vitrinas de cristal.

«No puedo creer que esté haciendo esto».

Visiones, olores, sonidos. Los camareros yendo y viniendo entre las mesas, el aroma amargo del café, el silbido de la leche en la máquina, el tintineo de los cubiertos sobre los platillos, todo le parecía particularmente vivido, sobre todo el propio Will: su forma de sonreír, su manera de inclinar la cabeza o la costumbre de llevarse los dedos, mientras hablaba, a la cadena de plata que tenía al cuello.

Se sentaron a una de las mesas de la terraza. Sobre los tejados sólo se distinguía la aguja de la catedral. Una ligera turbación se apoderó de ambos cuando se sentaron. Los dos empezaron a hablar a la vez. Alice se echó a reír y Will se disculpó.

Con cautela, tentativamente, comenzaron a rellenar los huecos en la historia de sus vidas, desde la última vez que se habían visto, seis años antes.

—Parecías verdaderamente absorto hace un momento, cuando doblaste aquella esquina —dijo ella, dando la vuelta al periódico que llevaba él, para leer el titular.

Will sonrió.

—Sí, lo siento —se disculpó—. Por lo general el periódico local no es tan interesante. Han hallado a un hombre muerto en el río, justo en el centro de la ciudad atado de pies y manos. Lo han apuñalado por la espalda. Las emisoras de radio no hablan de otra cosa. Al parecer, podría tratarse de algún tipo de asesinato ritual. Lo relacionan con la desaparición, la semana pasada, de un periodista que estaba trabajando en un reportaje sobre sociedades religiosas secretas.

La sonrisa se congeló en el rostro de Alice.

—¿Me lo enseñas? —preguntó, alargando la mano.

—Claro. Míralo tú misma.

Su sensación de inquietud fue en aumento a medida que leía. La Noublesso Véritable. El nombre le sonaba familiar.

—¿Te sientes bien?

Alice levantó la vista y vio que Will la estaba mirando.

—Lo siento —repuso ella—. Estaba a kilómetros de distancia. Es sólo que he visto algo muy similar hace poco y la coincidencia me ha impresionado.

—¿Coincidencia? Parece fascinante.

—Es una larga historia.

—No tengo prisa —dijo Will, apoyando los codos en la mesa y animándola con una sonrisa.

Después de tanto tiempo atrapada en sus propios pensamientos, Alice se sintió tentada por la oportunidad de poder hablar finalmente con alguien. Además, él no era un completo desconocido. «Dile solamente lo que quieras».

—Bien, verás, no sé si le encontrarás mucho sentido a lo que voy a contarte —empezó—. Hace un par de meses, me enteré de manera totalmente inesperada de que una tía de la que nunca había oído hablar había muerto y me había dejado todo lo que tenía, incluida una casa en Francia.

—La señora de la foto.

Ella asintió con la cabeza.

—Se llamaba Grace Tanner. Yo tenía pensado venir a Francia de todos modos, para visitar a una amiga que estaba trabajando en una excavación arqueológica en los Pirineos, por lo que decidí juntar los dos viajes. —Dudó un momento—. En el yacimiento sucedieron algunas cosas, no te aburriré con los detalles, pero te diré que parecía como si… Bueno, no importa. —Hizo una inspiración—. Ayer, después de reunirme con el notario, fui a la casa de mi tía y encontré algunas cosas…, algo, un dibujo que había visto en la excavación. —Vaciló, sin lograr expresarse con claridad—. También había un libro, de un autor llamado Audric Baillard, que estoy casi convencida de que es el hombre de la foto.

—¿Vive?

—Por lo que sé, sí. Pero no he podido encontrarlo.

—¿Qué relación tenía con tu tía?

—No lo sé con seguridad. Espero que él mismo pueda decírmelo. Es mi único vínculo con ella. Y con otras cosas.

«El laberinto, el árbol genealógico, mi sueño».

Cuando levantó la vista, vio que Will la miraba con expresión confusa, pero interesada.

—Todavía no puedo decir que me haya enterado de mucho —dijo él con una sonrisa.

—No me estoy explicando muy bien —reconoció ella—. Hablemos de algo menos complicado. Aún no me has dicho qué estás haciendo tú en Chartres.

—Lo mismo que todos los norteamericanos en Francia: intentando escribir.

Alice sonrió.

—¿No sería más tradicional hacerlo en París?

—Allí empecé, pero supongo que lo encontré… no sé, demasiado impersonal, no sé si me entiendes. Mis padres tenían conocidos aquí. La ciudad me gustó y acabé quedándome.

Alice hizo un gesto afirmativo, esperando que él continuara; pero en lugar de eso, Will volvió sobre algo que ella había dicho antes.

—Ese dibujo que has mencionado —dijo en tono informal—, ese que encontraste en la excavación y después en casa de tu tía Grace, ¿qué tenía de especial?

Ella titubeó.

—Es un laberinto.

—Entonces, ¿por eso has venido a Chartres? ¿Para visitar la catedral?

—En realidad no es… —empezó ella, pero en seguida se interrumpió, cautelosa—. Bueno, sí, en parte he venido por eso, pero sobre todo porque espero localizar a una amiga. Shelagh. Hay cierta… posibilidad de que esté en Chartres.

Alice sacó de la mochila la hoja de papel con la dirección garabateada y se la pasó a Will a través de la mesa.

—He pasado antes por allí —prosiguió—, pero no había nadie. Así que decidí hacer un poco de turismo y volver dentro de una hora, más o menos.

Alice observó con asombro que Will había palidecido. Parecía haberse quedado sin habla.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—¿Por qué crees que tu amiga podría estar ahí? —dijo Will con voz débil.

—No lo sé con certeza —repuso ella, intrigada por el cambio que se había producido en él.

—¿Es la amiga que habías ido a visitar a la excavación?

Ella asintió.

—¿Y ella también ha visto el dibujo del laberinto? ¿Cómo tú?

—Supongo que sí, aunque no lo mencionó. Parecía obsesionada con algo que yo había encontrado y que…

Alice se interrumpió, al ver que repentinamente Will se levantaba de la silla.

—¿Qué haces? —exclamó ella, intimidada por la expresión de su cara mientras la cogía de la mano.

—Ven conmigo. Hay algo que tienes que ver.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella una vez más, apresurándose para seguirle el paso.

Entonces doblaron la esquina y Alice se dio cuenta de que estaban en el otro extremo de la Rue du Cheval Blanc. Will se acercó a la casa a grandes zancadas y subió corriendo los peldaños de la puerta delantera.

—¿Te has vuelto loco? ¿Y si hubiera alguien dentro?

—No hay nadie.

—Pero ¿cómo lo sabes?

Alice se quedó mirando estupefacta al pie de los escalones, mientras Will sacaba unas llaves del bolsillo y abría la puerta.

—Date prisa. Entra antes de que alguien nos vea.

—¡Tienes la llave! —exclamó ella, incrédula—. ¿Te importaría empezar a contarme qué demonios está pasando aquí?

Will retrocedió escaleras abajo y la agarró de la mano.

—Aquí hay una versión de tu laberinto —dijo con voz sibilante—. ¿Lo entiendes? ¿Vas a venir ahora?

«¿Y si fuera otra trampa?».

Después de todo lo sucedido, tenía que estar loca para seguirlo. El riesgo era excesivo. Ni siquiera había nadie que supiera que ella estaba allí. Pero la curiosidad pudo con su sentido común. Alice levantó la vista hacia el rostro de Will, expectante y a la vez angustiado.

Decidió darle otra oportunidad y confiar en él.