CAPITULO 50

Oriane recorrió de puntillas el pasillo hasta la habitación de su hermana.

—¡Alaïs!

Guiranda le había asegurado que su hermana estaba otra vez en los aposentos de su padre, pero prefería actuar con cautela.

Seror? «¿Hermana?».

Al no obtener respuesta, Oriane abrió la puerta y entró.

Con la destreza de un ladrón, comenzó a registrar rápidamente las pertenencias de Alaïs: frascos, jarras y cuencos, el arcón de la ropa y los cajones llenos de paños, perfumes y hierbas de dulce aroma. Golpeó las almohadas y encontró la bolsa de lavanda, que no le pareció interesante. Después buscó por encima y por debajo de la cama, pero sólo encontró insectos muertos y telarañas.

Al volverse hacia la habitación, reparó en la pesada capa marrón de caza, apoyada sobre el respaldo de la silla donde Alaïs solía coser. Los hilos y agujas de su hermana estaban dispersos alrededor. Oriane sintió un chispazo de emoción. ¿Por qué una capa de invierno, en esa época del año? ¿Por qué se ocupaba la propia Alaïs de remendar su ropa?

Recogió la prenda e inmediatamente notó algo extraño. Estaba torcida y caía más de un lado que del otro. Oriane levantó una esquina y vio que tenía algo cosido por dentro.

Apresuradamente, deshizo la costura, deslizó hacia dentro los dedos y extrajo un objeto pequeño y rectangular, envuelto en un lienzo.

Estaba a punto de examinarlo, cuando la sorprendió un ruido en el pasillo, fuera de la habitación. Veloz como el rayo, Oriane ocultó el paquete bajo su vestido y volvió a dejar la capa sobre el respaldo de la silla.

Una mano se posó pesadamente sobre su hombro. Oriane se sobresaltó.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —dijo una voz masculina.

—¡Guilhelm! —jadeó ella—. ¡Me has asustado!

—¿Qué estás haciendo en la alcoba de mi esposa, Oriane?

Oriane levantó la barbilla.

—Yo podría hacerte a ti la misma pregunta.

En la estancia cada vez más oscura, vio que la expresión de él se ensombrecía y supo que había dado en el blanco.

—Yo tengo todo el derecho a estar aquí; en cambio tú… —Miró la capa y luego una vez más su cara—. ¿Qué estás haciendo?

Ella sostuvo su mirada.

—Nada que te incumba.

Guilhelm cerró la puerta con un golpe del talón.

—¡Estáis excediendo todos los límites, dòmna! —exclamó él, agarrándola por la muñeca.

—No seas tonto, Guilhelm —dijo ella en voz baja—. Abre la puerta. Sería una desgracia para los dos que alguien llegase y nos encontrase juntos.

—No juegues conmigo, Oriane. No tengo ánimos para juegos. No pienso dejarte ir a menos que me digas qué has venido a hacer aquí. ¿Te ha enviado él?

Oriane lo miró, sinceramente confusa.

—No sé de qué me hablas, Guilhelm. Créeme.

Los dedos de él se hundieron en su carne.

—Creías que no iba a enterarme, ¿eh? Pues os he visto juntos.

Una sensación de alivio inundó a Oriane. Ahora comprendía el motivo de su irritación. Si Guilhelm no había reconocido a su compañero, aún podía aprovechar el malentendido en su beneficio.

—Dejadme ir —dijo ella, intentando soltarse—. Recordaréis, messer, que fuisteis vos quien dijo que ya no debíamos vernos. —Se echó atrás el pelo negro y lo miró con ojos centelleantes—. Si busco consuelo en otros brazos, no es asunto vuestro. No tenéis ningún derecho sobre mí.

—¿Quién es él?

Oriane pensó con rapidez. Necesitaba un nombre convincente.

—Antes de decíroslo, prometedme que no haréis ninguna locura —le suplicó, intentando ganar tiempo.

—En este momento, dòmna, no estáis en situación de poner condiciones.

—Entonces vayamos al menos a otro sitio: a mis aposentos, a la plaza de armas, a cualquier parte fuera de aquí. Si vuelve Alaïs…

Por la expresión de su rostro, Oriane comprendió que había acertado. El mayor temor de Guilhelm en ese instante era que Alaïs descubriera su infidelidad.

—De acuerdo —dijo él ásperamente. Abrió la puerta con la mano libre y a continuación la llevó medio a empujones y medio a rastras por el pasillo. Cuando por fin llegaron a su habitación, Oriane había ordenado sus pensamientos.

—Hablad, dòmna —le ordenó él.

Con la mirada fija en el suelo, Oriane le confesó que había cedido a los avances de un nuevo pretendiente, hijo de uno de los aliados del vizconde, que la admiraba desde hacía tiempo.

—¿Es eso cierto? —preguntó él.

—Lo juro por mi vida —susurró ella, levantando la vista hacia él a través de unas pestañas cuajadas de lágrimas.

Guilhelm aún parecía sospechar, pero había un destello de indecisión en su mirada.

—Eso no explica qué hacíais en los aposentos de mi esposa.

—No pretendía más que proteger vuestra reputación —replicó ella—, devolviendo a su sitio algo que os pertenece.

—¿De qué habláis?

—Mi marido encontró una hebilla de hombre en mi habitación —dijo, indicando la forma con las manos—. Más o menos así de grande, de cobre y plata.

—Yo he perdido una hebilla como esa —reconoció él.

—Jehan estaba dispuesto a identificar al dueño y dar a conocer su nombre. Como yo sabía que era vuestra, pensé que lo más seguro sería devolverla a vuestra habitación.

Guilhelm frunció el ceño.

—¿Por qué no me la disteis a mí?

—Me estáis evitando, messer —susurró Oriane—. No sabía cuándo os vería, ni si os volvería a ver alguna vez. Además, si nos hubiesen visto juntos, podría haber sido la prueba de lo que hubo entre nosotros. Juzgad necias mis acciones, si así os parece, pero no dudéis de las intenciones que las inspiraron.

Pudo ver que no lo había convencido, pero no se atrevió a insistir más en el asunto. La mano de él se posó en la daga que llevaba en la cintura.

—Si dices una sola palabra de esto a Alaïs —dijo—, te mataré, Oriane. Que me fulmine Dios si no lo hago.

—No lo sabrá de mis labios —aseguró ella, y a continuación sonrió—, a menos que no me quede otro remedio. Debo protegerme. A propósito —añadió, antes de hacer una pausa durante la cual Guilhelm hizo una profunda inspiración—, hay un favor que me gustaría pedirte.

Los ojos de él se estrecharon.

—¿Y si no estuviera dispuesto a hacértelo?

—Solamente quiero saber si nuestro padre le ha dado a Alaïs alguna cosa de valor para que ella la guarde.

—Me estás pidiendo que espíe a mi esposa —dijo él, con la incredulidad reflejada en la voz—. No pienso hacer tal cosa, Oriane, y tú no harás nada que pueda contrariarla, ¿está claro?

—¿Contrariarla? Es el temor a ser descubierto lo que te hace ser tan caballeroso. Eres tú quien la traicionó a ella durante todas esas noches que yaciste conmigo, Guilhelm. Yo sólo busco información. Averiguaré lo que quiero saber, con tu ayuda o sin ella. Pero si me lo pones difícil…

Dejó la amenaza flotando en el aire.

—No te atreverías.

—No me costaría nada revelarle a Alaïs todo lo que hicimos juntos, contarle las cosas que me susurrabas, enseñarle los regalos que me diste… Me creería, Guilhelm. Demasiado de tu alma se trasluce en tu rostro.

Repugnado de ella y de sí mismo, Guilhelm abrió la puerta de golpe.

—¡Así te abrases en el infierno, Oriane! —exclamó, mientras se alejaba a grandes zancadas por el pasillo.

Oriane sonrió. Lo tenía acorralado.

Alaïs había pasado toda la tarde intentando encontrar a su padre. Nadie lo había visto. Incluso había salido a la Cité con la esperanza de poder hablar al menos con Esclarmonda. Pero ni ella ni Sajhë estaban ya en Sant Miquel y no parecían haber vuelto aún a su casa.

Al final, exhausta e inquieta, Alaïs volvió sola a su habitación. No pudo acostarse. Estaba demasiado nerviosa y alarmada, de modo que encendió una lámpara y se sentó a la mesa.

Poco después de que las campanas dieran la una, la despertaron unos pasos junto a la puerta. Levantó la cabeza de los antebrazos y volvió la mirada soñolienta en dirección al ruido.

—¿Rixenda? —susurró en la oscuridad—. ¿Eres tú?

—No, no soy Rixenda —dijo él.

—¿Guilhelm?

Guilhelm entró en el círculo de luz de la lámpara, sonriendo como si no estuviera seguro de ser bien recibido.

—Perdóname. He prometido dejarte en paz, lo sé, pero… ¿me permites?

Alaïs se incorporó.

—He estado en la capilla —dijo él—. He rezado, pero no creo que mis palabras hayan llegado a su destino.

Guilhelm se sentó en el borde de la cama. Al cabo de un momento de vacilación, ella fue hacia él. Parecía preocupado por algo.

—Aquí estoy —susurró ella—. Déjame que te ayude.

Le desató las botas y lo ayudó a quitarse el arnés de los hombros y el cinturón. El cuero y la hebilla cayeron al suelo con un pesado ruido metálico.

—¿Qué cree el vizconde Trencavel que pasará?

Guilhelm se tumbó en la cama y cerró los ojos.

—Que la Hueste atacará primero Sant-Vicens y después Sant Miquel, para poder acercarse a los muros de la Ciutat.

Alaïs se sentó a su lado y le apartó el pelo de la cara. La sensación de su piel bajo los dedos la hizo estremecerse.

—Deberíais dormir, messer. Necesitaréis toda vuestra fuerza para la batalla que vendrá.

Con gesto perezoso, él abrió los ojos y le sonrió.

—Podrías ayudarme a descansar.

Alaïs sonrió y se estiró para coger una loción de romero que solía tener sobre la mesilla de noche. Se arrodilló a su lado y empezó a aplicársela sobre las sienes con un masaje.

—Antes, cuando estaba buscando a mi padre, fui a la habitación de mi hermana. Creo que había alguien con ella.

—Probablemente Congost —dijo él secamente.

—No lo creo. Él y los otros escribanos están durmiendo en la torre Pinta estos días, por si el vizconde los necesita. —Hizo una pausa—. Se oían risas.

Guilhelm apoyó un dedo sobre la boca de su esposa, para hacerla callar.

—Ya basta de hablar de Oriane —susurró, deslizando sus manos en torno a su cintura y atrayéndola hacia sí. Ella distinguió el sabor del vino en sus labios.

—Hueles a manzanilla y a miel —le dijo él, mientras le soltaba el pelo para que se derramara como una cascada en torno a su rostro

Mon còr.

El solo contacto de su piel, tan sorprendente y a la vez tan íntimo, hizo que a ella se le erizara el vello de la nuca. Lentamente, con sumo cuidado, sin desviar sus ojos pardos de su rostro, Guilhelm le soltó el vestido de los hombros y se lo bajó hasta la cintura. Alaïs se movió levemente. La tela se aflojó y resbaló de la cama al suelo, como un pelaje invernal que hubiese dejado de ser necesario.

Guilhelm levantó la manta para que ella se metiera en la cama y se acostara a su lado, sobre unas almohadas que aún conservaban la memoria de él. Por un instante, yacieron brazo contra brazo, flanco contra flanco, con los pies fríos de ella sobre la piel caliente de Guilhelm. Después, él se inclinó sobre ella. Entonces Alaïs pudo sentir su respiración, susurrando sobre la superficie de su piel como una brisa de verano. Sus labios bailaban y su lengua reptaba, deslizándose hasta sus pechos. Alaïs contuvo la respiración, mientras él cogía entre sus labios uno de sus pezones, lamiendo y tironeando.

Guilhelm levantó la cabeza y le dedicó una media sonrisa.

A continuación, sosteniendo aún su mirada, descendió hasta el espacio abierto entre las piernas desnudas de ella. Alaïs miraba fijamente los ojos castaños de Guilhelm, seria y sin parpadear.

Mon còr —repitió él.

Suavemente, Guilhelm la penetró poco a poco, hasta que ella lo hubo recibido en su totalidad. Por un instante se quedó inmóvil, contenido en ella, como si descansara.

Alaïs se sintió fuerte y poderosa, como si en ese momento pudiera hacer cualquiera cosa y ser cualquier persona que se propusiera ser. Una densa e hipnótica calidez se filtraba hacia sus extremidades, colmándola y devorando sus sentidos. El sonido de su propia sangre palpitante le llenaba la cabeza. Había perdido toda noción de tiempo o espacio. No existían más que Guilhelm y las sombras danzarinas de la lámpara.

Poco a poco, él empezó a moverse.

—Alaïs.

La palabra se deslizó de sus labios.

Ella apoyó las manos sobre la espalda de él, con los dedos abiertos, formando una estrella. Podía sentir el vigor de Guilhelm, la fuerza de sus brazos bronceados y sus muslos firmes, la suavidad del vello de su pecho rozándole la piel. Su lengua se movía entre los labios de ella, caliente, húmeda y voraz.

Guilhelm respiraba cada vez con más fuerza y rapidez, impulsado por el deseo, por la necesidad. Alaïs lo estrechó entre sus brazos, mientras él gritaba su nombre. Tras un estremecimiento, se quedó inmóvil.

Gradualmente, el rugido en el interior de su cabeza fue cediendo, hasta que no quedó nada, excepto el amortiguado silencio de la habitación.

Después, cuando hubieron hablado y se hubieron susurrado promesas en la oscuridad, se quedaron dormidos. El aceite se quemó hasta agotarse. La llama de la lámpara se consumió y se extinguió. Alaïs y Guilhelm no lo notaron. No repararon en la plateada marcha de la luna a través del cielo, ni en la luz violácea del alba que acudió arrastrándose a su ventana. No repararon en nada más que en sí mismos, mientras yacían durmiendo con los cuerpos entrelazados, dos esposos que volvían a ser amantes.

Reconciliados. En paz.