CAPITULO 49

La avanzadilla de la cruzada fue divisada por primera vez desde Carcasona el día de la festividad de Sant Nazari, por el camino de Trèbes. Los guardias de la torre Pinta encendieron los fuegos y las campanas tocaron a rebato.

Al atardecer de ese primero de agosto, el campamento francés del otro lado del río había crecido con tiendas y pabellones, estandartes y cruces doradas resplandeciendo al sol. Había barones del norte, mercenarios gascones, soldados de Chartres, Borgoña y París, zapadores, arqueros, sacerdotes y toda la muchedumbre que sigue a un ejército.

Al sonar el toque de vísperas, el vizconde Trencavel subió a las murallas, acompañado de Pierre-Roger de Cabaret, Bertran Pelletier y uno o dos de sus vasallos. A lo lejos, espirales de humo ascendían al cielo. El río era una cinta de plata.

—¡Son tantos!

—No más de los que esperábamos, messer —replicó Pelletier.

—¿Cuándo crees que llegará el grueso del ejército?

—Es difícil decirlo con certeza —respondió el senescal—. Unas fuerzas tan numerosas viajan con lentitud, el calor las retrasa…

—Retrasarlas, sí —dijo el vizconde—, pero no las detiene.

—Estamos listos para recibir al enemigo, messer. La Ciutat está bien abastecida. Hemos abierto fosos para proteger nuestras murallas de sus zapadores; todas las brechas y puntos débiles han sido reparados y bloqueados; todas las torres están vigiladas. —Pelletier hizo un amplio gesto con la mano—. Hemos cortado las sogas que retenían en su sitio las aceñas en el río y hemos quemado las cosechas. Los franceses encontrarán muy pocas provisiones en los alrededores.

Con los ojos centelleantes, Trencavel se volvió de pronto hacia Cabaret.

—Ensillemos nuestros caballos y hagamos una incursión. Antes de que caiga la tarde y el sol se esconda, saquemos a cuatrocientos de nuestros mejores hombres, a los más hábiles con la lanza y la espada, y expulsemos a los franceses de nuestras laderas. No esperan que les presentemos batalla. ¿Qué me decís?

Pelletier compartía su deseo de ser el primero en atacar, pero sabía que habría sido un acto de suprema demencia.

—Hay batallones en las llanuras, messer. Hay routiers, pequeños contingentes de la avanzadilla…

Pierre-Roger de Cabaret era de la misma opinión.

—No sacrifiquéis a vuestros hombres, Raymond.

—Pero si pudiésemos asestar el primer golpe…

—Nos hemos preparado para un asedio, messer, no para presentar batalla en campo abierto. La guarnición es poderosa. Los chevaliers más animosos y experimentados están aquí, esperando la ocasión de demostrar su valía…

—¿Pero? —suspiró Trencavel.

—Pero su sacrificio sería inútil —contestó Cabaret con firmeza.

—Vuestros hombres confían en vos y os aman —dijo Pelletier—. Están dispuestos a dar su vida por vos, si es necesario. Pero debemos esperar. Que sean ellos quienes nos traigan la batalla.

—Me temo que mi orgullo nos ha empujado a esta situación —murmuró el vizconde—. No sé por qué, pero no esperaba que todo sucediera tan pronto. —Sonrió—. ¿Recuerdas, Bertran, cuando mi madre llenaba el castillo de danzas y canciones? Todos los grandes trovadores y juglares venían a actuar para ella: Aiméric de Pegulham, Arnaut de Carcassès y hasta Guilhelm Fabre y Bernat Alanham de Narbona. Siempre había banquetes y celebraciones…

—He oído que la vuestra era la mejor corte de todo el Pays d’Òc —dijo Cabaret, apoyando una mano sobre el hombro de su señor—. Y volverá a serlo.

Las campanas callaron. Todas las miradas se dirigían al vizconde Trencavel.

Cuando este habló, Pelletier se enorgulleció al comprobar que todo rastro de vacilación había desaparecido de la voz de su señor. Ya no era un chico recordando su infancia, sino un capitán en vísperas de la batalla.

—Bertran, ordena que cierren las poternas y bloqueen las puertas, y convoca al donjon «al comandante de la guarnición». Cuando vengan los franceses, los estaremos esperando.

—Quizá debiéramos enviar refuerzos a Sant-Vicens, messer —sugirió Cabaret—. Cuando la Hueste ataque, empezará por allí, y no podemos permitirnos perder el acceso al río.

Trencavel hizo un gesto de aprobación.

Cuando los otros se hubieron marchado, Pelletier se demoró un momento, contemplando el paisaje como si quisiera grabarlo en su mente.

Al norte, los muros de Sant-Vicens eran bajos y estaban defendidos por unas pocas torres dispersas. Si el invasor penetraba por esos suburbios, podría ponerse a tiro de flecha de las murallas de la Cité, a cubierto de las casas.

El suburbio meridional, el de Sant Miquel, resistiría un poco más.

Era cierto que Carcasona estaba lista para el asedio. Había comida en abundancia —pan, queso, judías— y cabras para la leche. Pero había demasiada gente entre sus murallas y a Pelletier le preocupaba el suministro de agua. Por orden suya, todas las fuentes estaban vigiladas y se había instaurado el racionamiento.

Mientras salía de la torre Pinta a la plaza de armas, se sorprendió pensando una vez más en Simeón. En dos ocasiones había enviado a François a la judería en busca de noticias suyas y las dos veces su criado había regresado sin haber averiguado nada. La angustia de Pelletier aumentaba día a día.

Tras echar un rápido vistazo a los establos, decidió que podía ausentarse un par de horas. Se dirigió a las cuadras.

Pelletier siguió la ruta más directa por la llanura y a través del bosque, perfectamente consciente de la Hueste acampada a lo lejos.

Aunque la judería estaba atestada y había gente en la calle, reinaba un silencio antinatural. Había miedo y aprensión en todas las caras, jóvenes o viejas. Todos sabían que pronto comenzaría la lucha. Mientras Pelletier cabalgaba por las estrechas callejuelas, niños y mujeres lo contemplaban con ojos llenos de angustia, buscando un indicio de esperanza en su rostro. Pero él no tenía nada que ofrecerles.

Nadie tenía noticias de Simeón. No le fue difícil encontrar su casa, pero la puerta estaba atrancada Se bajó del caballo y llamó a la puerta de la casa de enfrente

—Busco a un hombre llamado Simeón —dijo, cuando una mujer se asomó temerosa a la puerta—. ¿Sabes de quién hablo?

La mujer asintió con la cabeza

—Vino con los otros de Besièrs.

—¿Recuerdas cuándo lo viste por última vez?

—Hace unos días, antes de recibir las malas noticias de Besièrs. Salió para Carcassona. Un hombre vino a buscarlo.

Pelletier frunció el ceño.

—¿Cómo era ese hombre?

—Un criado de buena casa. Pelirrojo —dijo la mujer, arrugando la nariz—. Simeón parecía conocerlo.

El desconcierto de Pelletier no hizo más que aumentar. Parecía una descripción de François. Pero ¿cómo era posible? Su criado había dicho que no había encontrado a Simeón.

—Esa fue la última vez que lo vi.

—¿Me estás diciendo que Simeón no volvió de Carcassona?

—Si tiene algo de sentido común, se habrá quedado allí. Estará más seguro que aquí.

—¿Es posible que Simeón haya regresado sin que tú lo vieras? —preguntó él con desesperación—. Tal vez estuvieras durmiendo, o quizá no lo hayas oído.

—Miradlo vos mismo, messer —replicó ella, señalando la casa del otro lado de la calle—. Vedlo con vuestros ojos. Vòga. «Vacía».