CAPÍTULO 48

Cuando recuperó el sentido, Simeón ya no estaba en el bosque, sino en una especie de establo. Tenía cierta noción de haber recorrido un largo camino. Las costillas le dolían por el movimiento del caballo.

El hedor era terrible, una mezcla de olor a sudor, cabra, paja seca y algo que no acababa de identificar. Algo enfermizo, como flores en descomposición. Había varios arreos colgados de la pared y un tridente apoyado en un rincón, junto a la puerta, que no era más alta que los hombros de un hombre adulto. En la pared opuesta, se veía cinco o seis argollas de metal para atar animales.

Simeón bajó la vista. La capucha que le habían puesto para taparle la cabeza yacía en el suelo, a su lado. Todavía tenía las manos atadas, lo mismo que los pies.

Tosiendo e intentando escupir las ásperas hebras de tela que se le habían quedado en la boca, encontró un apoyo sobre el cual hizo palanca para sentarse. Entumecido y dolorido, se fue arrastrando hacia atrás por el suelo hasta llegar a la puerta. Le llevó cierto tiempo, pero el alivio de sentir algo sólido donde apoyar los hombros y la espalda fue enorme. Pacientemente, consiguió ponerse en pie y casi tocó el techo con la cabeza. Se puso a golpear la puerta con el cuerpo. La madera crujía y se abombaba, pero estaba atrancada por fuera y no cedió.

Simeón no tenía idea de dónde podía encontrarse, ni si aún estaba cerca de Carcasona o lejos de la ciudad. Conservaba el recuerdo borroso de haber sido transportado a caballo, primero por una zona de bosques y después por un llano. Lo poco que conocía del terreno le permitió deducir que quizá estuviera cerca de Trèbes.

Podía ver un resto de luz a través de la pequeña rendija en la base de la puerta, de un azul oscuro que no era aún el negro profundo de la noche. Cuando apoyó la oreja en el suelo, distinguió el bisbiseo de sus captores en las proximidades.

Estaban esperando la llegada de alguien. La idea le heló la sangre, pues era la prueba —por si aún fuera necesaria— de que su apresamiento no había sido fruto del azar.

Arrastrándose, Simeón volvió al fondo de la cuadra. De vez en cuando se quedaba dormido, se desplomaba hacia un lado y se despertaba sobresaltado, pero en seguida volvía a adormilarse.

La voz de alguien gritando lo despejó. De inmediato, hasta el último nervio de su cuerpo se puso en estado de alerta. Oyó a unos hombres poniéndose en pie y, poco después, un golpe seco al ser retirada la pesada viga de madera que aseguraba la puerta.

Tres sombrías figuras aparecieron por la abertura, recortadas contra la luz de un día soleado. Simeón parpadeó, incapaz de verlos bien.

Où est il? «¿Dónde está?».

Era una voz con acento del norte, educada, fría y apremiante. Hubo una pausa. La antorcha se levantó un poco más y reveló a Simeón en su rincón, parpadeando en las sombras.

—Traedlo aquí.

Apenas tuvo tiempo de mirar al jefe de la emboscada, cuando lo agarraron por los brazos y lo arrojaron de rodillas delante del francés.

Lentamente, Simeón levantó la vista. El hombre tenía un rostro afilado y cruel, y unos ojos inexpresivos del color del pedernal. Su túnica y sus calzas eran de buena calidad, cortadas al estilo del norte, pero no ofrecían indicio alguno de su categoría o posición.

—¿Dónde lo tienes? —le preguntó el hombre.

Simeón levantó la cabeza.

—No entiendo —replicó en hebreo.

El puntapié lo cogió por sorpresa. Sintió que una costilla se le quebraba y cayó de espaldas, con las piernas mal flexionadas debajo del cuerpo. Unas manos ásperas lo agarraron por las axilas y volvieron a levantarlo.

—Sé quién eres, judío —dijo el hombre—. Es inútil que intentes ese juego conmigo. Volveré a preguntártelo. ¿Dónde está el libro?

Simeón levantó nuevamente la cabeza, pero no dijo nada.

Esta vez, el hombre le apuntó a la cara. El dolor estalló en su cabeza, mientras la boca se le abría desgarrada y los dientes le crujían en la mandíbula. Simeón sintió el punzante sabor de la sangre y la saliva en la lengua y la garganta.

—Te he perseguido como a un animal, judío —dijo el hombre—. He ido tras de ti todo el camino desde Chartres hasta Béziers y desde Béziers hasta aquí. Te he rastreado como a un animal. Has consumido gran parte de mi tiempo y se me está agotando la paciencia. —Se le acercó un poco más, de modo que Simeón pudo distinguir el odio en sus ojos grises de mirada inerte—. Una vez más: ¿dónde está el libro? ¿Se lo has dado a Pelletier? Est ce?

Dos ideas acudieron simultáneamente a la mente de Simeón: la primera, que ya no podía salvar su vida, y la segunda, que debía proteger a sus amigos. Todavía conservaba ese poder. Los ojos se le cerraban por la hinchazón y la sangre se acumulaba en las grietas de sus párpados.

—Tengo derecho a conocer el nombre de mi acusador —dijo a través de una boca demasiado herida para hablar—. Así podré rezar por ti.

Los ojos del hombre se estrecharon.

—No te engañes. Acabarás diciéndome dónde has escondido el libro.

Simeón sacudió la cabeza.

Lo pusieron de pie. Le arrancaron la ropa y lo arrojaron contra un carro. Uno de los hombres lo agarró por las manos y otro por las piernas, dejando expuesta su espalda. Simeón oyó el chasquido seco del cuero en el aire antes de que la hebilla tocara su piel desnuda. Un agónico estremecimiento le sacudió el cuerpo.

—¿Dónde está?

Simeón cerró los ojos, mientras el cinturón volvía a silbar en el aire.

—¿Está en Carcasona o aún lo tienes contigo, judío? —gritaba el hombre, siguiendo el ritmo de los golpes—. Me lo dirás. Lo harás tú o lo harán ellos.

La sangre manaba de su espalda lacerada. Simeón comenzó a orar según la tradición de sus mayores, arrojando a la oscuridad palabras antiguas y sagradas que desviaban su mente del dolor.

Où-est-le-livre? —insistió el hombre, marcando cada palabra con un golpe.

Fue lo último que oyó Simeón, antes de que la oscuridad lo alcanzara y lo invadiera.