CAPÍTULO 47

Besièrs

Durante dos días después de su inesperada victoria en Béziers, los cruzados permanecieron en los fértiles prados y los campos generosos que rodeaban la ciudad. Haber conseguido tan importante trofeo prácticamente sin sufrir bajas era un milagro. Dios no hubiese podido ofrecerles una señal más clara de la justicia de su causa.

Sobre ellos se cernían las ruinas humeantes de una ciudad antaño grandiosa. Fragmentos de grises cenizas subían en espiral hacia un incongruente cielo azul estival y eran dispersadas por el viento sobre el territorio derrotado. De vez en cuando se oía el ruido inconfundible de las paredes y los escombros desmoronándose y el estallido de la madera quebrándose.

A la mañana siguiente, la Hueste levantó el campamento y emprendió la marcha hacia el sur, por campo abierto, en dirección a la ciudad romana de Narbona. Al frente de la columna marchaba el abad de Cîteaux flanqueado por los legados papales, cuya autoridad secular se había visto reforzada por la arrolladora derrota de la ciudad que había osado dar refugio a la herejía. Cada cruz blanca o dorada parecía refulgir como el más rico de los paños sobre las espaldas de los guerreros de Dios. Cada crucifijo parecía concentrar los rayos de un sol reluciente.

El ejército conquistador zigzagueaba como una serpiente por un paisaje de salinas, pantanos y amarillas extensiones de matorrales azotadas por los feroces vientos que soplaban desde el golfo de León. La vid crecía silvestre a la vera de los caminos, junto a olivos y almendros.

Los soldados franceses, inexpertos y poco habituados al extremo clima del sur, no habían visto nunca un paisaje semejante. Se persignaban, viendo en ello la prueba de que habían entrado en un país dejado de la mano de Dios.

Una delegación encabezada por el arzobispo de Narbona y el vizconde de la ciudad se reunió con los cruzados en Capestang, el 25 de julio.

Narbona era un rico puerto comercial del Mediterráneo, aunque el núcleo de la ciudad se hallaba a cierta distancia de la costa. Con los rumores acerca de los horrores infligidos a Béziers aún frescos en la mente y con la esperanza de salvar Narbona de correr la misma suerte, la Iglesia y el estado se avinieron a sacrificar su independencia y su honor. En presencia de testigos, el obispo y el vizconde de Narbona se arrodillaron ante el abad de Cîteaux e hicieron protestas de total y completo sometimiento a la autoridad de la Iglesia. Acordaron entregar a los legados a todos los herejes conocidos, confiscar las propiedades de cátaros y judíos, e incluso pagar diezmos sobre sus propias posesiones, para financiar la cruzada.

En cuestión de horas, el acuerdo era firme. Narbona se salvó de la destrucción. Nunca un botín de guerra se había ganado con tanta facilidad.

Si el abad y sus legados se sorprendieron por la celeridad con que los narboneses renunciaron a sus derechos, no lo dejaron traslucir. Si los hombres que marchaban bajo los bermejos estandartes del conde de Toulouse se abochornaron por la falta de arrojo de sus compatriotas, no lo confesaron.

Se dio orden de cambiar de rumbo. Pernoctarían en las afueras de Narbona y por la mañana emprenderían la marcha hacia Olonzac. A partir de ahí, quedarían sólo unos días de marcha hasta Carcasona.

Al día siguiente, se rindió la ciudad fortificada de Azille, situada sobre una colina, que abrió de par en par sus puertas a los invasores. Varias familias acusadas de herejía fueron quemadas en una hoguera precipitadamente instalada en la plaza del mercado. El humo negro serpenteó por las estrechas y empinadas callejuelas, atravesó los gruesos muros de la ciudad y alcanzó las llanuras que había a lo lejos.

Una a una, las pequeñas ciudades y fortalezas se fueron rindiendo sin un solo cruce de espadas. La ciudad vecina de La Redorte siguió el ejemplo de Azille, como la mayoría de pueblos y caseríos de pequeñas viviendas que había en el camino. Algunas ciudadelas fueron abandonadas y los cruzados las encontraron desiertas.

La Hueste se abasteció a placer en los graneros y los huertos frutales y prosiguió su marcha La escasa resistencia que encontraron fue sofocada con inmediatas y violentas represalias. Gradualmente, la salvaje reputación del ejército se fue difundiendo, como una sombra maligna que extendiera ante él su negro manto. Poco a poco, el antiguo vínculo entre el pueblo del Languedoc oriental y la dinastía Trencavel se quebró.

En vísperas de la festividad de Sant Nazari, una semana después de su victoria sobre Béziers, la avanzadilla de la Hueste llegó a Trèbes, dos días antes que el grueso del ejército.

A lo largo de la tarde, la humedad del aire fue en aumento. La neblinosa luz vespertina se transmutó en un gris lechoso. Se vio el violento relampagueo de los rayos seguido por el rugido de varios truenos. Mientras los cruzados atravesaban las puertas de la ciudad, que habían quedado abiertas y sin custodia, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.

Las calles estaban fantasmagóricamente desiertas. Todos sus habitantes se habían esfumado como arrebatados por duendes o espíritus. El cielo era una interminable extensión negra y violácea, con amoratadas nubes que se perseguían sobre el horizonte.

Cuando se abatió la tormenta, barriendo las llanuras que rodeaban la ciudad, los truenos estallaron y rugieron en lo alto como si el cielo mismo se estuviera desintegrando.

Los caballos resbalaban y patinaban sobre el empedrado de las calles. Cada pasaje y cada callejón se transformó en un río. La lluvia aporreaba con ferocidad escudos y celadas. Las ratas trepaban por la escalera de la iglesia para salvarse de los arremolinados torrentes. El campanario fue alcanzado por un rayo, pero no llegó a incendiarse.

Los soldados del norte cayeron de rodillas, persignándose y suplicando a Dios que se apiadara de ellos. Nunca habían visto nada comparable a aquella tormenta en las llanuras de Chartres, en los campos de Borgoña o en los bosques de la Champaña.

Tan rápidamente como se había desatado, como una bestia voluminosa y torpe, la tormenta pasó. El aire se volvió límpido y apacible. Los cruzados oyeron que las campanas del monasterio cercano empezaban a repicar, como agradecimiento por el fin de la tempestad. Tomándolo como signo de que lo peor ya había pasado, salieron de sus escondites y se pusieron a trabajar. Los escuderos comenzaron a buscar prados donde los caballos pudieran pastar a salvo, mientras los criados descargaban las pertenencias de sus amos e iban en busca de leña seca para el fuego.

Gradualmente, el campamento fue cobrando forma.

Llegó el crepúsculo. El cielo era un mosaico de rosas y violetas. Cuando los últimos penachos de nubes blancas se disiparon, los invasores del norte tuvieron su primer atisbo de las torres y torreones de Carcasona, revelados de pronto en el horizonte.

La Cité parecía flotar por encima de la tierra, como una fortaleza de piedra en el cielo, contemplando majestuosa el mundo de los hombres. Nada de lo que habían oído hasta entonces los había preparado para la primera visión del lugar que habían ido a conquistar. Las palabras no hacían justicia a su esplendor.

Era magnífica, dominante. Inexpugnable.