CAPÍTULO 46

Simeón levantó la vista al cielo. Grises nubarrones se empujaban unos a otros, disputándose el cielo y oscureciendo el sol. Ya había recorrido parte de la distancia que lo separaba de la Cité, pero quería llegar antes de que se desencadenara la tormenta.

Cuando alcanzó los límites del bosque, redujo el paso. Le faltaba el aliento. Estaba demasiado viejo para hacer a pie un trayecto tan largo. Se apoyó pesadamente en el bastón y se aflojó el cuello de la túnica. Ester lo estaría esperando con la comida y quizá con un poco de vino. La idea lo reanimó. ¿Quizá Bertran estaba en lo cierto? Quizá todo habría terminado en primavera. Simeón no advirtió a los dos hombres que saltaron al sendero tras él. No reparó en el brazo levantado, ni en el mazo que se abatía sobre su cabeza, hasta que sintió el golpe y la oscuridad descendió sobre él.

Cuando Pelletier llegó a la puerta de Narbona, ya se había congregado allí una multitud.

—¡Dejadme pasar! —gritó, apartando a todos los que se interponían en su camino, hasta ponerse delante. Allí había un hombre apoyado a cuatro patas en el suelo, con sangre manándole de una herida en la frente.

Dos soldados se cernían sobre él, con las picas apuntándole al cuello. El herido era a todas luces un músico ambulante. Le habían pinchado el tamboril y su flauta yacía a un lado, partida en dos como los huesos después de un festín.

—¡En nombre de Sainte Foy! ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Pelletier—. ¿Qué crimen ha cometido este hombre?

—No se detuvo cuando le dimos el alto —replicó el mayor de los soldados, cuyo rostro era un mosaico de cicatrices y viejas heridas—. No tiene autorización.

Pelletier se agachó junto al músico.

—Soy Bertran Pelletier, senescal del vizconde. ¿Qué has venido a hacer a Carcassona?

Tras un parpadeo, los ojos del hombre se abrieron.

—¿Senescal Pelletier? —murmuró, apretando el brazo de Pelletier.

—El mismo. Habla, amigo.

Besièrs es presa. «Béziers ha caído».

Muy cerca, una mujer sofocó un grito llevándose una mano a la boca.

Conmocionado hasta la médula, Pelletier consiguió ponerse nuevamente en pie.

—¡Vosotros! —ordenó—. Id en busca de refuerzos para que os releven aquí y ayudad a este hombre a llegar al castillo. Si a causa de vuestros malos tratos no puede hablar, sufriréis las consecuencias. —Pelletier se volvió hacia la muchedumbre—. ¡Y vosotros, prestadme atención! —gritó—. Nadie hablará de lo que ha visto aquí. No tardaremos en averiguar si hay algo de cierto en lo que ha dicho.

Cuando llegaron al Château Comtal, Pelletier ordenó que llevaran al músico a las cocinas para que vendaran sus heridas, mientras él iba a informar de inmediato al vizconde Trencavel. Poco después, reconfortado por la dulzura del vino con miel, el músico fue conducido a la torre del homenaje.

Estaba pálido, pero volvía a ser dueño de sí mismo. Temiendo que sus piernas no lo sostuvieran, Pelletier ordenó que trajeran un taburete, para que pudiera dar su testimonio sentado.

—Dinos tu nombre, amic —dijo.

—Pierre de Murviel, messer.

El vizconde Trencavel estaba sentado en el centro, con sus vasallos formando un semicírculo a su alrededor.

Benvengut, Pierre de Murviel —dijo—. Tienes noticias para nosotros.

Intentando mantener la espalda erguida, con las manos sobre las rodillas y el rostro pálido como la leche, el hombre se aclaró la garganta y empezó a hablar. Había nacido en Béziers, pero había pasado los últimos años en las cortes de Navarra y Aragón. Era músico y había aprendido el oficio del mismísimo Raimon de Mirval, el mejor trovador del Mediodía, lo cual le había valido una invitación del soberano de Béziers. Viendo en ello la oportunidad de volver a ver a su familia, había aceptado y había regresado a su tierra natal.

Hablaba con un hilo de voz y los presentes tenían que aguzar el oído para distinguir lo que estaba diciendo.

—Háblanos de Besièrs —dijo Trencavel—, y no omitas ningún detalle.

—El ejército francés llegó a los muros de la ciudad en vísperas de la festividad de María Magdalena y plantó campamento en la ribera izquierda del Orb. Junto al río se instalaron peregrinos y mercenarios, limosneros y desdichados, una desastrada turba de gente con los pies desnudos y sin más prenda que calzones y camisas. Un poco más allá, los gallardetes de los barones y los clérigos ondeaban sobre los pabellones, en una masa de verdes, oros y rojos. Levantaron mástiles para los estandartes y talaron árboles para los corrales de los animales.

—¿Quién fue el enviado para parlamentar?

—El obispo de Besièrs, Renaud de Montpeyroux.

—Dicen que es un traidor, messer —intervino Pelletier, inclinándose para hablar al oído a Trencavel—. Dicen que ya se ha unido a la cruzada.

—El obispo Montpeyroux volvió con una lista de presuntos herejes, elaborada por los legados del papa. No sé cuántos nombres habría en el pergamino, messer, pero sin duda eran cientos. Figuraban en él algunos de los ciudadanos más influyentes, acaudalados y nobles de Besièrs, así como los seguidores de la nueva iglesia y los acusados de ser bons chrétiens. Si los cónsules se avenían a entregar a los herejes, Besièrs sería perdonada. De lo contrario…

Dejó sus palabras en suspenso.

—¿Qué respondieron los cónsules? —preguntó Pelletier. Sería la primera prueba de la fortaleza de su alianza contra los franceses.

—Que antes preferían ahogarse en la salmuera del mar que rendirse o traicionar a sus conciudadanos.

Trencavel dejó escapar un levísimo suspiro de alivio.

—El obispo abandonó la ciudad, acompañado por un reducido número de sacerdotes católicos, mientras el comandante de nuestra guarnición, Bernart de Servian, empezaba a organizar la defensa.

Se detuvo y tragó audiblemente. Incluso Congost, inclinado sobre su pergamino, interrumpió su trabajo y levantó la cabeza.

—La mañana del veintidós de julio amaneció serena. Hacía calor, incluso de madrugada. Un puñado de cruzados que ni siquiera eran soldados, sino simples seguidores de la Hueste, bajaron al río, justo al pie de las fortificaciones del sur de la ciudad. Desde los muros, los observaban. Hubo insultos. Uno de los routiers se acercó al puente, pavoneándose y lanzando injurias. Las ofensas encolerizaron a nuestros jóvenes, que se armaron con lanzas y mazas, y hasta improvisaron un tambor y un estandarte. Resueltos a dar una lección a los franceses, abrieron la puerta y, antes de que nadie pudiera darse cuenta, salieron a la carga, ladera abajo, gritando a voz en cuello, y atacaron a aquel hombre. En un momento, todo había terminado. Desde el puente lanzaron al río el cadáver del routier.

Pelletier miró al vizconde Trencavel, que había palidecido.

—Desde las murallas, la gente de la ciudad llamaba a los chicos para que regresaran, pero estos estaban demasiado embriagados por su arrojo como para prestarle oídos. El alboroto llamó la atención del capitán de los mercenarios (el roi, como lo llaman los franceses), que viendo abierta la puerta, dio órdenes de atacar. Finalmente, los jóvenes se percataron del peligro, pero ya era tarde. Los routiers los aniquilaron allí mismo. Los pocos que lograron regresar intentaron proteger la puerta, pero los routiers eran mucho más rápidos e iban mejor armados que ellos. Se abrieron paso y la mantuvieron abierta.

»Al cabo de un momento, los soldados franceses habían llegado a las murallas, armados con picas y azadones, y empezaron a trepar por sus escaleras de mano. Bernart de Servian hizo cuanto pudo por defender la fortaleza y conservar el castillo, pero todo sucedió con excesiva rapidez. Los mercenarios se hicieron fuertes en la puerta.

»Cuando los cruzados entraron, comenzó la matanza. Había cuerpos por todas partes, muertos y mutilados; el río de sangre nos llegaba a las rodillas. Los niños fueron arrancados de brazos de sus madres y traspasados con picas y espadas. Cientos de cabezas fueron arrancadas de sus cuerpos y clavadas sobre las murallas para pasto de los buitres, de tal modo que se hubiese dicho que una hilera de gárgolas sangrientas, hechas de carne y hueso, y no de piedra, contemplaban boquiabiertas nuestra derrota. Los mercenarios mataron a todos los que encontraron, sin distinguir edad ni sexo.

El vizconde Trencavel no pudo seguir guardando silencio.

—¿Cómo es posible que ni los legados ni los barones franceses impidieran la matanza? ¿No sabían nada al respecto?

El de Murviel levantó la cabeza.

—Lo sabían, messer.

—Pero la matanza de inocentes contradice todo código de honor y toda convención de conducta en la guerra —intervino Pierre-Roger de Cabaret—. No puedo creer que el abad de Cîteaux, por muy grande que sea su celo y muy profundo su odio a la herejía, permita que se dé muerte a mujeres y niños cristianos sin brindarles la oportunidad de confesar sus pecados.

—Dicen que cuando le preguntaron al abad qué era menester hacer para reconocer a los buenos católicos de los herejes, él respondió: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos» —replicó el de Murviel con voz hueca—. Al menos eso dicen.

Trencavel y Cabaret cruzaron una mirada.

—Continúa —ordenó en tono sombrío Pelletier—. Termina tu relato.

—Las grandes campanas de Besièrs tocaban a rebato. Mujeres y niños atestaban la iglesia de San Judas y la de Santa María Magdalena, en la parte alta de la ciudad, donde miles de personas se apretujaban como animales en un corral. Los sacerdotes católicos intentaron hacer oír su voz y empezaron a entonar el Réquiem, pero los cruzados echaron las puertas abajo y los mataron a todos.

Su voz se quebró.

—En el espacio de breves horas, toda la ciudad quedó convertida en un inmenso matadero. Entonces comenzó el saqueo. Nuestras mejores casas fueron despojadas de todos sus tesoros, por la codicia y la barbarie. Sólo entonces los barones franceses intentaron controlar a los routiers, pero no por piedad, sino para satisfacer su propia avidez de riquezas. Los mercenarios, por su parte, se enfurecieron al ver que intentaban privarlos del botín que habían conquistado, de modo que prendieron fuego a la ciudad para que nadie sacara provecho. Las viviendas de madera de los barrios pobres se inflamaron como la yesca. Las vigas del techo de la catedral ardieron y se desplomaron, atrapando a todos cuantos se habían refugiado en el interior del edificio. Las llamas eran tan feroces que la catedral se partió por la mitad.

—Dime, amic —dijo el vizconde—, ¿cuántos sobrevivieron?

El músico bajó la cabeza.

—Nadie, messer, excepto los pocos que conseguimos huir de la ciudad. Todos los demás han muerto.

—Veinte mil muertos en el espacio de una sola mañana —murmuró horrorizado Raymond-Roger—. ¿Cómo es posible?

Nadie respondió. No había palabras para expresar el horror.

Trencavel levantó la cabeza y miró al músico.

—Has visto escenas que ningún hombre debería ver, Pierre de Murviel. Has dado muestras de gran arrojo y coraje al traernos la noticia. Carcassona está en deuda contigo y haré que recibas una buena recompensa. —Hizo una pausa—. Pero antes de que te marches, quisiera hacerte otra pregunta. ¿Sabes si mi tío Raymond, conde de Toulouse, participó en el saqueo de la ciudad?

—No lo creo, messer. Se rumorea que permaneció en el campamento francés.

Trencavel miró a Pelletier.

—Eso es algo, al menos.

—Y mientras venías a Carcassona —intervino Pelletier—, ¿te cruzaste con alguien por el camino? ¿Se ha extendido la noticia de esta matanza?

—No lo sé, messer. Me mantuve apartado de las rutas principales, siguiendo los viejos pasos a través de los barrancos de Lagrasse. Pero no vi soldados.

El vizconde miró a sus cónsules, por si tenían preguntas que hacer, pero ninguno habló.

—Muy bien —dijo entonces, volviéndose hacia el músico—. Puedes retirarte. Una vez más, tienes nuestro agradecimiento.

En cuanto el músico hubo abandonado la sala, Trencavel se volvió hacia Pelletier.

—¿Por qué no hemos recibido ninguna noticia? Resulta difícil creer que ni siquiera nos hayan llegado rumores. Han pasado cuatro días desde la matanza.

—Si la historia del de Murviel es cierta, pocos habrán quedado para transmitir la noticia —dijo Cabaret en tono sombrío.

—Aun así —replicó Trencavel, desechando el comentario con un gesto de la mano—. Enviad de inmediato exploradores, tantos como podamos permitirnos. Tenemos que averiguar si la Hueste sigue acampada junto a Besièrs o si ya ha emprendido la marcha hacia el este. La victoria dará celeridad a su avance.

Cuando se puso de pie, todos se inclinaron.

—Bertran, ordena a los cónsules que difundan por toda la Ciutat la mala noticia. Ahora iré a la capèla de la Virgen. Dile a mi esposa que se reúna allí conmigo.

Pelletier sentía como si tuviera las piernas enfundadas en una armadura, mientras subía la escalera hacia sus aposentos. Parecía tener algo en torno a su pecho, como una banda o una atadura, que le impedía respirar con libertad.

Alaïs lo estaba esperando junto a la puerta.

—¿Habéis traído el libro? —le preguntó ansiosamente, pero la expresión del rostro paterno hizo que se interrumpiera en seco—. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo?

—No he ido a Sant Nazari, filha. Han llegado noticias.

Pelletier se dejó caer pesadamente en su silla.

—¿Qué clase de noticias?

El senescal distinguió la aprensión en la voz de su hija.

—Besièrs ha caído —respondió—. Hace tres o cuatro días. No ha habido supervivientes.

Con dificultad, Alaïs consiguió llegar al banco y sentarse.

—¿Han muerto todos? —preguntó, sobrecogida por el horror—. ¿También las mujeres y los niños?

—Nos encontramos al borde mismo de la perdición —respondió su padre—. Si son capaces de perpetrar tales atrocidades contra personas inocentes…

Alaïs se sentó a su lado.

—¿Qué pasará ahora? —dijo ella.

Por primera vez desde que tenía memoria, Pelletier percibió miedo en la voz de su hija.

—No podemos hacer nada más que esperar —respondió. Más que oír, intuyó que su hija hacía una profunda inspiración.

—Pero eso no cambia nada de lo que hemos acordado, ¿verdad? —dijo ella cautelosamente—. Nos permitiréis llevar la Trilogía a un lugar seguro.

—La situación ha cambiado.

Una mirada de fiera determinación centelleó en el rostro de la joven.

—Con todo respeto, paire, ahora hay incluso más razones que antes para que nos dejéis partir. Si no lo hacemos, los libros quedarán atrapados dentro de la Ciutat. No querréis que eso suceda, ¿verdad? —Hizo una pausa, pero él no contestó—. Después de todos los sacrificios que habéis hecho Simeón, Esclarmonda y tú, después de tantos años de esconder los libros y mantenerlos a salvo, vais a fallar al final.

—Lo que sucedió en Besièrs no sucederá aquí —repuso él con firmeza—. Carcassona puede resistir un asedio y lo resistirá. Los libros estarán más seguros aquí.

Alaïs estiró el brazo sobre la mesa y cogió la mano de su padre.

—Mantened vuestra palabra, os lo suplico.

Laissa estar, Alaïs —dijo él secamente—. No sabemos dónde está el ejército. La tragedia que se ha abatido sobre Besièrs ya es una noticia antigua. Han pasado varios días desde esos nefastos sucesos, aunque son nuevos para nosotros. Puede que ya haya una avanzadilla dispuesta a atacar la Ciutat. Si te dejo ir, estaría firmando tu sentencia de muerte.

—Pero…

—Te lo prohíbo. Es demasiado peligroso.

—Estoy dispuesta a correr el riesgo.

—No, Alaïs —exclamó el senescal—, no te sacrificaré. La obligación es mía, no tuya.

—Entonces ¡venid conmigo! —exclamó ella—. ¡Esta noche! ¡Reunamos los libros y vayámonos ahora, mientras aún podemos!

—Es demasiado peligroso —repitió él empecinadamente.

—¿Creéis que no lo sé? Sí, es posible que las espadas francesas pongan fin a nuestro viaje. Pero seguramente será mejor morir en el intento que permitir que el miedo a lo que pueda suceder nos despoje de nuestro valor.

Para su sorpresa, y para su frustración, su padre sonrió.

—Tu ánimo te honra, filha —dijo él, en tono de derrota—. Pero los libros se quedan en la Ciutat.

Alaïs lo miró horrorizada, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.