Carcassona
JULHET 1209
Alaïs se levantó temprano, tras despertarse con el ruido de las sierras y los martillos en la plaza de armas. Miró por la ventana y vio las galerías de madera y los entablados que estaban levantando sobre las murallas de piedra del Château Comtal.
El impresionante esqueleto de madera estaba cobrando forma rápidamente. Como una pasarela cubierta tendida a través del cielo, ofrecía la perfecta posición privilegiada desde la cual los arqueros podrían hacer caer una lluvia de proyectiles sobre el enemigo, en la improbable eventualidad de que las murallas de la Cité no pudieran resistir su avance.
Se vistió rápidamente y corrió a la plaza. En la forja rugía el fuego. Los martillos cantaban sobre los yunques, modelando las armas y aguzando su filo. Los trabajadores de las murallas se gritaban unos a otros, en secos y breves estallidos, mientras otros preparaban las hachas, las cuerdas y los contrapesos de las peireiras, las catapultas más grandes.
De pie junto a las cuadras, Alaïs vio a Guilhelm. El corazón le dio un vuelco. «Mírame». Él no se volvió ni alzó la vista. Alaïs levantó la mano para llamar su atención, pero se arrepintió y la dejó caer. No pensaba humillarse suplicando su afecto si él no estaba dispuesto a dárselo.
Las industriosas escenas del interior del Château Comtal encontraban eco en la Cité, donde habían apilado piedras desde las Corbières hasta la plaza central, listas para las ballestas y las catapultas. Un acre hedor a orina emanaba de la curtiduría, donde estaban preparando pieles de animales para proteger del fuego las galerías. Una continua procesión de carros entraba por la puerta de Narbona, llevando comida para abastecer la Cité: carne de La Piège y el Lauragais, vino del Carcassès, cebada y trigo de las llanuras, y alubias y lentejas de las huertas de Sant Miquel y Sant-Vicens.
Una sensación de determinación y orgullo impregnaba toda la actividad. Sólo las nubes de aciago humo negro sobre el río y las ciénagas del norte, donde el vizconde Trencavel había ordenado que se quemaran los molinos y se destruyeran las cosechas, recordaban el carácter real e inminente de la amenaza.
Alaïs esperó a Sajhë en el lugar acordado. Su mente bullía de preguntas que deseaba hacerle a Esclarmonda, interrogantes que iban y venían en su cabeza, primero uno y después otro, como pajarillos sobre un río. Cuando finalmente llegó Sajhë, Alaïs casi no podía hablar por la expectación.
Lo siguió a través de calles sin nombre hasta el suburbio de Sant Miquel, donde se detuvieron ante una puerta baja que daba a las murallas exteriores. El ruido de los excavadores abriendo zanjas para impedir que el enemigo se acercara e intentara socavar las murallas era estruendoso. Sajhë tenía que gritar para hacerse oír.
—La menina os espera dentro —dijo, con una expresión repentinamente solemne.
—¿Tú no entras?
—Me ha dicho que os acompañara y que luego regresara al castillo, a buscar al senescal Pelletier.
—Lo encontrarás en la plaza de armas —le informó ella.
—Bien —dijo el chico, que había vuelto a sonreír—. Hasta luego.
Alaïs empujó la puerta y llamó a Esclarmonda, ansiosa por verla, pero en seguida se detuvo. En la penumbra, distinguió una segunda figura, sentada en una silla en un rincón de la habitación.
—Pasa, pasa —dijo Esclarmonda, con una sonrisa que se traslucía en su voz—. Creo que ya conoces a Simeón.
Alaïs estaba asombrada.
—¿Simeón? ¿Tan pronto? —exclamó con deleite, corriendo hacia él y cogiendo sus manos—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cuándo llegasteis a Carcassona? ¿Dónde os alojáis?
Simeón dejó escapar una larga y sonora carcajada.
—¡Cuántas preguntas! ¡Cuánta prisa por saberlo todo en seguida! Bertran me ha contado que, de niña, no parabas de preguntar.
Alaïs reconoció con una sonrisa la veracidad de lo dicho. Se acomodó sobre el banco que había junto a la mesa y aceptó la copa de vino que le ofrecía Esclarmonda, mientras escuchaba el resto de la conversación de Simeón con la sabia mujer. Entre ellos ya parecía haberse establecido un vínculo, una facilidad de trato.
Hábil narrador, Simeón estaba entretejiendo historias de su vida en Chartres y Béziers con sus recuerdos de Tierra Santa. El tiempo pasó casi sin darse cuenta, oyéndolo hablar de las colinas de Judea en primavera y las llanuras de Sefal, cubiertas de lirios, azucenas azules y amarillas y almendros color rosa, que se extendían como una alfombra hasta los confines del mundo. Alaïs escuchaba extasiada.
Las sombras se alargaron y la atmósfera fue cambiando sin que Alaïs lo advirtiera. De pronto fue consciente de un nervioso aleteo en el estómago, un adelanto de lo que iba a suceder. Se preguntó si era así como Guilhelm y su padre se sentirían en vísperas de una batalla, con esa sensación de que el tiempo pendía de un hilo.
Miró a Esclarmonda, que tenía las manos recogidas sobre el regazo y la expresión serena. Su actitud era compuesta y tranquila.
—Estoy segura de que mi padre vendrá en seguida —dijo Alaïs, sintiéndose responsable de su persistente ausencia—. Me dio su palabra.
—Lo sabemos —replicó Simeón, dándole un par de golpecitos en la mano. Tenía la piel reseca como el pergamino.
—No creo que podamos esperar mucho tiempo más —terció Esclarmonda, contemplando la puerta, que seguía obstinadamente cerrada—. Los dueños de la casa volverán en cualquier momento.
Alaïs sorprendió un intercambio de miradas entre ellos. Incapaz de seguir soportando la tensión, se decidió a hablar.
—Ayer no respondiste a mi pregunta, Esclarmonda. —La asombró la firmeza de su propia voz—. ¿Tú también eres guardiana? ¿Tienes en tu poder el libro que mi padre está buscando?
Por un instante, sus palabras parecieron quedar flotando en el aire entre ellos, sin nadie que las reclamara para sí. Después, para sorpresa de Alaïs, Simeón se echó a reír.
—¿Cuánto te ha contado tu padre acerca de la Noublesso? —preguntó, con un destello de luz en los ojos negros.
—Me ha dicho que siempre hay cinco guardianes, juramentados para proteger los libros de la Trilogía del Laberinto —respondió ella con arrojo.
—¿Y te ha explicado por qué son cinco?
Alaïs sacudió la cabeza.
—El Navigatairé, el jefe, cuenta siempre con la ayuda de cuatro iniciados. Juntos representan los cinco puntos del cuerpo humano y el poder del número cinco. Cada guardián es escogido por su fortaleza, su determinación y su lealtad. No importa que sea cristiano, sarraceno o judío. Lo importante no es la sangre, la cuna o la raza, sino el espíritu y el coraje. Así, se incorpora también la naturaleza del secreto que hemos jurado proteger, que pertenece a todas las confesiones y a ninguna. —Sonrió—. La Noublesso de los Seres existe desde hace más de dos mil años (aunque no siempre con el mismo nombre), para custodiar el secreto y protegerlo. A veces hemos ocultado nuestra presencia; otras, la hemos proclamado abiertamente.
Alaïs se volvió hacia Esclarmonda.
—Mi padre es reacio a aceptar tu identidad. No puede creer que seas una guardiana.
—Porque contradice sus expectativas.
—Bertran siempre ha sido así —rió Simeón.
—Jamás había imaginado que el quinto guardián pudiera ser una mujer —repuso Alaïs, saliendo en defensa de su padre.
—No habría sido tan raro en épocas pasadas —dijo Simeón—. Egipto, Asiría, Roma, Babilonia, otras antiguas culturas de las que habrás oído hablar sentían más respeto por la condición femenina que estos oscuros tiempos nuestros.
Alaïs estuvo pensando un momento.
—¿Creéis que Harif está en lo cierto al considerar que los libros estarán más seguros en las montañas?
Simeón hizo un amplio gesto con las manos.
—No nos corresponde a nosotros buscar la verdad, ni cuestionar lo que será o no será. Nuestra labor consiste simplemente en custodiar los libros y protegerlos de todo daño, para que estén listos cuando sea necesario.
—Por eso Harif decidió que fuera tu padre quien los transportara, y no nosotros —prosiguió Esclarmonda—. Por su posición, es el mejor messatgièr. Tiene acceso a hombres y caballos, y puede viajar con más libertad que cualquiera de nosotros.
Alaïs titubeó. No quería ser desleal a su padre.
—Le cuesta dejar al vizconde. Se siente desgarrado entre sus viejos compromisos y sus nuevas fidelidades.
—Todos padecemos esos conflictos —replicó Simeón—. Todos nos hemos encontrado ante la disyuntiva de tener que elegir el mejor camino para nosotros. Bertran ha sido afortunado, porque ha vivido mucho tiempo sin tener que tomar esa decisión. —Cogió la mano de la joven entre las suyas—. Pero ya no puede retrasarla más, Alaïs. Debes animarlo a asumir su responsabilidad. Carcassona no ha caído hasta ahora, pero eso no significa que no vaya a caer.
Alaïs sentía sus miradas sobre ella. Se incorporó y se acercó al fuego. De pronto, a medida que una idea cobraba forma en su mente, se le aceleró el corazón.
—¿Está permitido que otra persona actúe en su nombre? —dijo en tono neutro.
Esclarmonda lo comprendió.
—No creo que tu padre lo permitiera. Eres demasiado valiosa para él.
Alaïs se volvió para encararse con ellos.
—Antes de su partida a Montpelhièr, él mismo me consideró a la altura de la tarea. En la práctica, ya me ha dado su autorización.
Simeón asintió con la cabeza.
—Es cierto, pero la situación cambia diariamente. A medida que los franceses se aproximan a las fronteras de los dominios del vizconde Trencavel, los caminos se vuelven cada vez más peligrosos, como yo mismo he podido comprobar. Dentro de poco, cualquier viaje será arriesgado.
Alaïs se mantuvo firme.
—Pero yo viajaré en sentido contrario —dijo ella, desplazando la mirada de uno a otro—. Y no habéis respondido a mi pregunta. Si las tradiciones de la Noublesso no impiden que alivie de esta carga los hombros de mi padre, me ofrezco para servir en su lugar. Soy perfectamente capaz de cuidarme sola. Soy buena amazona, y hábil con el arco y la espada. Nadie sospechará jamás que yo…
Simeón levantó una mano.
—Malinterpretas nuestra vacilación, niña mía. No pongo en duda tu osadía ni tu valor.
—Entonces dadme vuestra bendición.
Simeón suspiró y se volvió hacia Esclarmonda.
—¿Qué dices tú, hermana? En el supuesto de que Bertran esté de acuerdo, naturalmente.
—Te lo ruego, Esclarmonda —suplicó Alaïs—. Habla en mi favor. Conozco a mi padre.
—No puedo prometer nada —dijo finalmente—, pero no argumentaré en tu contra.
Alaïs dejó que una sonrisa se abriera paso en su rostro.
—Sin embargo, deberás respetar su decisión —prosiguió Esclarmonda—. Si no te da su permiso, tendrás que aceptarlo.
«No puede negarse. No lo dejaré».
—Lo obedeceré, desde luego —replicó ella.
La puerta se abrió y Sajhë irrumpió en la habitación, seguido de Bertran Pelletier.
Este abrazó a Alaïs, saludó a Simeón con gran alivio y afecto, y finalmente dedicó un saludo más formal a Esclarmonda. Alaïs y Sajhë fueron en busca de vino y pan, mientras Simeón exponía lo dicho hasta ese momento.
Para sorpresa de Alaïs, su padre escuchó en silencio, sin hacer ningún comentario. Al principio, Sajhë seguía la escena con los ojos muy abiertos, pero al final sintió sueño y se acurrucó junto a su abuela. Alaïs no participó en la conversación, pues sabía que Simeón y Esclarmonda defenderían mejor que ella su punto de vista, pero de vez en cuando echaba una mirada a su padre.
El senescal tenía la tez gris y arrugada, y parecía agotado. Su hija notó que no sabía qué hacer.
Finalmente, no hubo nada más que decir. Un silencio expectante cayó sobre la minúscula estancia. Todos esperaban y ninguno estaba seguro de cuál sería la decisión.
Alaïs se aclaró la garganta.
—Y bien, paire, ¿qué decidís? ¿Me daréis permiso para partir?
Pelletier suspiró.
—No quiero exponerte a ningún peligro.
La joven sintió que se le hundía el ánimo.
—Ya lo sé, y os agradezco vuestro amor por mí. Pero quiero ayudar y soy capaz de hacerlo.
—Tengo una sugerencia que quizá os satisfaga a ambos —intervino Esclarmonda serenamente—. Permitid que Alaïs se ponga en camino con la Trilogía, pero solamente hasta Limoux, por ejemplo. Tengo amigos allí que podrían ofrecerle alojamiento seguro. Cuando hayáis cumplido con vuestras obligaciones y el vizconde Trencavel pueda prescindir de vuestra presencia, podréis reuniros con ella y hacer juntos el resto del viaje a las montañas.
El senescal hizo una mueca.
—No veo en qué puede ayudarnos eso. La locura de emprender un viaje en un momento de tanta agitación como este llamará la atención, que es lo que menos nos interesa. Además, no puedo saber durante cuánto tiempo mis responsabilidades me retendrán en Carcassona.
Los ojos de Alaïs refulgieron.
—Es fácil. Podría difundir el rumor de que estoy cumpliendo una promesa hecha el día de mi boda —dijo, improvisando mientras hablaba—. Podría decir que he prometido un donativo a la abadía de Sant-Hilaire. Desde allí, hay un corto recorrido hasta Limoux.
—Tu repentino acceso de devoción no convencería a nadie —dijo Pelletier, con un imprevisto destello de humor—, y menos aún a tu marido.
Simeón negó con un dedo.
—¡No, Bertran! ¡Es una idea excelente! Nadie criticaría un peregrinaje en este momento. Además, Alaïs es la hija del senescal de Carcassona. Nadie se atrevería a poner en duda sus intenciones.
Pelletier desplazó su silla, con el empecinamiento pintado en la cara.
—Sigo creyendo que la Trilogía está mejor custodiada aquí, en la Ciutat. Harif no conoce la situación actual como nosotros. Carcassona resistirá.
—Toda las ciudades pueden caer, por muy fortificadas que estén y por muy indómitas que sean, y tú lo sabes. El Navigatairé nos ha dado instrucciones de entregarle a él los libros en las montañas. —Miró fijamente a Pelletier con sus ojos negros—. Entiendo que no estés dispuesto a abandonar al vizconde Trencavel en este momento. Lo has dicho y lo aceptamos. Tu conciencia ha hablado, para bien o para mal. —Hizo una pausa—. Sin embargo, si tú no vas, alguien tendrá que ir en tu lugar.
Alaïs podía ver con cuánto dolor luchaba su padre por reconciliar sus emociones enfrentadas. Conmovida, se inclinó hacia él y puso las manos sobre las suyas. Su padre no dijo nada, pero reaccionó a su gesto estrechándole los dedos.
—Aiçò es vòstre —dijo ella suavemente. «Dejadme hacer esto por vos».
Pelletier dejó que un largo suspiro acudiera a sus labios.
—Vas a correr un gran peligro, filha. —Alaïs asintió con la cabeza—. ¿Y aun así deseas hacerlo?
—Será un honor para mí serviros de esta manera.
Simeón apoyó la mano sobre el hombro de Pelletier.
—Es valiente esta hija tuya. Firme como una roca. Como tú, mi viejo amigo.
Alaïs casi no se atrevía a respirar.
—Mi corazón se opone —dijo finalmente Pelletier—, pero mi cabeza mantiene la opinión contraria, de modo que… —Se detuvo, como si temiera lo que estaba a punto de decir—. Si tu marido y dòmna Agnès te lo permiten, y Esclarmonda se aviene a acompañarte, tienes mi autorización.
Alaïs se inclinó sobre la mesa y besó a su padre en los labios.
—Has decidido sabiamente —dijo Simeón, resplandeciente.
—¿Cuántos hombres podéis asignarnos, senescal Pelletier? —pregunto Esclarmonda.
—Cuatro hombres de armas, seis como mucho.
—¿Y con qué celeridad podréis tenerlo todo dispuesto?
—En una semana —respondió el senescal—. Si nos precipitamos en exceso, llamaremos la atención. Yo pediré autorización a dòmna Agnès y tú a tu marido, Alaïs.
Ella abrió la boca, para decir que su marido probablemente ni siquiera notaría su ausencia, pero se contuvo.
—Para que este plan tuyo funcione, filha —prosiguió Pelletier—, hay que respetar el protocolo.
Con el último rastro de indecisión desterrado de sus palabras y sus gestos, el senescal se incorporó, para marcharse.
—Alaïs —dijo—, vuelve al Château Comtal y busca a François. Anúnciale tus planes con la mayor circunspección posible y dile que no tardaré.
—¿No venís?
—En un momento.
—Bien. ¿No debería llevarme el libro de Esclarmonda?
Pelletier sonrió con ironía.
—Puesto que Esclarmonda va a acompañarte, Alaïs, estoy convencido de que el libro estará a salvo si permanece un poco más de tiempo en su poder.
—No pretendía sugerir…
Pelletier dio unas palmaditas sobre el bolsillo oculto bajo su capa.
—El libro de Simeón, en cambio…
Metió una mano bajo la capa y extrajo la funda de piel de cordero que Alaïs había visto brevemente en Béziers, cuando Simeón se la había entregado a su padre.
—Llévalo al castillo. Cóselo al forro de tu capa de viaje. Después iré a buscar el Libro de las palabras.
Alaïs cogió el libro, lo metió en su bolsa y levantó la vista hacia su padre.
—Gracias, paire, por depositar en mí vuestra confianza.
Pelletier se sonrojó. Trabajosamente, Sajhë se puso en pie.
—Yo me aseguraré de que dòmna Alaïs llegue a casa sana y salva —dijo, y todos se echaron a reír.
—Será mejor que así sea, gent òme —repuso Pelletier, golpeándole amigablemente la espalda—. Todas nuestras esperanzas reposan sobre sus hombros.
—Veo en ella tus cualidades —dijo Simeón, mientras se dirigían andando a las puertas que conducían de Sant Miquel a la judería—. Es valiente, empecinada, leal. No se da por vencida fácilmente. ¿También se parece a ti tu hija mayor?
—Oriane ha salido más a su madre —se apresuró a responder el senescal—. Tiene el físico y el temperamento de Marguerite.
—Suele suceder. A veces un hijo se parece al padre y otras veces a la madre. —Hizo una pausa—. Tengo entendido que está casada con el escrivan del vizconde Trencavel…
Pelletier suspiró.
—No es un matrimonio feliz. Congost no es joven, y es intolerante con la forma de ser de ella. Pero ocupa un lugar destacado dentro de la casa.
Anduvieron unos pasos más en silencio.
—Si se parece a Marguerite, debe de ser hermosa.
—Oriane destaca por su encanto y su gracia. Muchos hombres la cortejarían. Algunos ni siquiera se toman el trabajo de ocultarlo.
—Tus hijas deben de ser un gran consuelo para ti.
Pelletier lanzó una mirada furtiva a Simeón.
—Alaïs, sí. —Tuvo un instante de vacilación—. Supongo que yo soy el culpable, pero encuentro la compañía de Oriane menos… Intento ser ecuánime, pero me temo que tampoco hay demasiado afecto entre ellas.
—Una pena —murmuró Simeón.
Habían llegado a las puertas. Pelletier se detuvo.
—Ojalá pudiera convencerte para que te alojaras dentro de la Ciutat. O por lo menos en Sant Miquel. Si viene el enemigo, fuera de las murallas no podré protegerte.
Simeón apoyó una mano sobre el brazo de Pelletier.
—Te preocupas demasiado, amigo mío. Yo ya he cumplido mi papel. Te he dado el libro que me había sido confiado. Los otros dos también están dentro de las murallas. Tienes a Esclarmonda y a Alaïs para ayudarte. ¿Quién querría algo de mí ahora? —Se quedó mirando fijamente a su amigo, con sus ojos oscuros y chispeantes—. Mi lugar está con mi gente.
Había algo en el tono de Simeón que alarmó a Pelletier.
—No voy a aceptar que esta despedida sea definitiva —dijo con determinación—. Estaremos bebiendo vino juntos antes de que termine el mes, recuerda mis palabras.
—No son tus palabras lo que me inquieta, amigo mío, sino las espadas de los franceses.
—Te apuesto que cuando llegue la primavera todo habrá terminado. Los franceses habrán regresado a casa cojeando y con el rabo entre las piernas; el conde de Tolosa estará buscando nuevos aliados, y tú y yo nos sentaremos junto al fuego, a rememorar nuestra juventud perdida.
—Pas a pas, se va luènh —respondió Simeón, abrazándolo—. Y saluda calurosamente de mi parte a Harif. ¡Dile que aún estoy esperando aquella partida de ajedrez que me prometió hace treinta años!
Pelletier levantó la mano en gesto de despedida, mientras Simeón atravesaba las puertas. Su amigo no se volvió para mirar atrás.
—¡Senescal Pelletier!
Pelletier siguió contemplando la multitud que bajaba hacia el río, pero ya no podía distinguir a Simeón.
—Messer! —repitió el mensajero, sonrojado y sin aliento.
—¿Qué hay?
—Os necesitan en la puerta de Narbona, messer.