Shelagh se había habituado a la oscuridad. La tenían encerrada en un establo o algún tipo de corral para animales. Había un hedor acre y penetrante a excrementos, orina y paja, mezclado con un olor nauseabundo a carne rancia. Un haz de luz blanca se colaba bajo la puerta, pero Shelagh no distinguía si era el final de la tarde o el amanecer. Ni siquiera sabía con certeza en qué día estaba.
La cuerda en torno a las piernas le rozaba e irritaba la piel abierta y lacerada de los tobillos. Tenía las muñecas atadas, unidas a su vez a una de las muchas argollas de metal que colgaban de las paredes.
Cambió de postura, buscando estar más cómoda. Tenía insectos caminándole por la cara y las manos. Estaba cubierta de picaduras. Le dolían las muñecas por la rozadura de la cuerda y sentía los hombros agarrotados, después de tanto tiempo con las manos atadas a la espalda. Ratones o ratas correteaban entre la paja, en las esquinas del corral, pero se había acostumbrado a su presencia, del mismo modo que había dejado de sentir el dolor.
¡Ojalá hubiese llamado a Alice! Otro error. Se preguntó si Alice seguiría intentándolo o si ya se habría dado por vencida. Si ella llamaba a la casa del yacimiento y se enteraba de su desaparición, quizá pensara que había algo sospechoso. ¿Y qué habría sido de Yves? ¿Habría llamado Brayling a la policía…?
Shelagh sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Lo más probable era que ni siquiera hubiesen advertido su ausencia. Varios de sus colegas habían anunciado la intención de tomarse unos días libres hasta que se resolviera la situación. Pensarían que ella había seguido su ejemplo.
Hacía tiempo que no notaba el hambre, pero estaba sedienta. Sentía como si se hubiera tragado un bloc de papel de lija. La pequeña cantidad de agua que le habían dejado se había terminado y sus labios estaban agrietados de tanto lamérselos. Intentó recordar cuánto tiempo podía sobrevivir una persona sana y saludable sin agua. ¿Un día? ¿Una semana?
De pronto oyó un crujido sobre la grava. Se le contrajo el corazón y la adrenalina le inundó el cuerpo, como cada vez que oía ruidos fuera. Hasta entonces no había entrado nadie.
Con un esfuerzo, consiguió sentarse, mientras abrían el candado. Hubo un grave sonido metálico cuando cayó la cadena, plegándose sobre sí misma en una espiral de monótona cháchara y, a continuación, el ruido de la puerta, basculando con un chirrido sobre los goznes. Shelagh desvió la cara cuando el sol, agresivamente luminoso, hizo irrupción en la penumbra del recinto, y un hombre oscuro y de aspecto achaparrado se agachó para pasar por debajo del dintel. Iba con chaqueta, a pesar del calor, y llevaba los ojos ocultos detrás de unas gafas de sol. Instintivamente, Shelagh retrocedió y se pegó a la pared, avergonzada del nudo de pánico que se le había formado en el estómago.
El hombre atravesó el corral en dos zancadas. Agarró la cuerda, arrastró a Shelagh hasta sus pies y sacó un cuchillo del bolsillo.
Ella se retrajo, intentando apartarse.
—Non —musitó—. ¡Por favor!
El tono suplicante de su voz le parecía despreciable, pero no podía evitarlo. El terror la había despojado de su orgullo.
El hombre sonrió mientras acercaba la hoja del puñal a su garganta, revelando unos dientes picados y amarilleados por el humo del tabaco. Prolongó el gesto hasta su espalda y cortó la cuerda que la ataba a la pared. Después sacudió la soga y la soltó, empujándola hacia adelante. Débil y desorientada, Shelagh perdió el equilibrio y cayó de rodillas.
—No puedo caminar. Tendrá que desatarme. —Señaló sus pies con la mirada—. Mes pieds.
El hombre titubeó un momento y finalmente cortó las cuerdas más gruesas de los tobillos, como si estuviera trinchando carne.
—Lève-toi. Vite!
Levantó el brazo como si fuera a golpearla, pero en lugar de eso volvió a tirar de la cuerda, arrastrándola hacia sí.
—Vite!
Ella tenía las piernas agarrotadas, pero estaba demasiado asustada como para desobedecer. Alrededor de los tobillos, un anillo de piel lacerada se tensaba a cada paso e irradiaba aguijonazos de dolor por las pantorrillas.
El suelo se sacudía y temblaba bajo sus pies mientras ella avanzaba trastabillando hacia la luz. El sol era despiadado. Sintió que le quemaba las retinas. El aire, húmedo y caluroso, parecía haberse aposentado sobre el patio y las construcciones, como un Buda maligno.
Mientras recorría la corta distancia desde su cárcel improvisada, Shelagh se obligó a mirar a su alrededor, consciente de que aquella podía ser su única oportunidad de averiguar adónde la habían llevado. Y quiénes eran sus carceleros, añadió para sus adentros. Pese a todo, no estaba segura.
Todo había comenzado en marzo. Su interlocutor había sido amable, halagador y casi se había disculpado por importunarla. Según le explicó, trabajaba para otra persona, alguien que prefería mantener el anonimato. Lo único que le pedía era que hiciera una llamada telefónica. Información, nada más. Estaba dispuesto a pagarle una fortuna.
Poco después, el trato cambió: la mitad a cambio de información, y el resto cuando entregara las piezas. Shelagh no recordaba con certeza cuándo había empezado a sospechar.
El cliente no encajaba en el perfil normal del coleccionista obsesivo, dispuesto a pagar más de lo razonable sin hacer preguntas. Para empezar, tenía voz de persona joven. Por lo general, los coleccionistas solían ser como los cazadores de reliquias medievales: supersticiosos, susceptibles, necios y obstinados. Él no era ninguna de esas cosas. Sólo por eso debieron encenderse sus alarmas.
Ahora le parecía absurdo no haberse parado nunca a pensar por qué estaba dispuesto a tomarse tanto trabajo, si era cierto que el anillo y el libro sólo tenían un valor sentimental.
Las objeciones morales que Shelagh hubiese podido tener respecto a robar y vender piezas antiguas habían desaparecido hacía años. Había sufrido lo suficiente por culpa de museos anticuados e instituciones académicas elitistas como para creer que los tesoros antiguos estarían mejor custodiados entre sus muros que en manos de coleccionistas privados. Ella se llevaba el dinero y ellos lo que deseaban. Todos quedaban contentos. Lo que sucediera después no era su problema.
En retrospectiva, se daba cuenta de que ya estaba asustada mucho antes de la segunda llamada telefónica, por lo menos varias semanas antes de invitar a Alice al pico de Soularac. Después, cuando Yves Biau se había puesto en contacto con ella y habían comparado sus respectivas historias… El nudo en su pecho se comprimió aún más.
Si le había pasado algo a Alice, era culpa suya.
Llegaron a la casa, una construcción de medianas dimensiones, rodeada de edificios auxiliares medio derruidos: un garaje y una bodega. La pintura de los postigos y la puerta delantera estaba descascarillada, y las ventanas eran como negras bocas abiertas.
Aparte de los dos coches aparcados delante, el lugar parecía completamente abandonado.
Alrededor había una vista ininterrumpida de valles y montañas. Por lo menos todavía estaba en los Pirineos. Por algún motivo, eso le dio cierta esperanza.
La puerta estaba abierta, como si los esperaran. El interior estaba fresco, aunque a primera vista parecía desierto. Una capa de polvo lo cubría todo. Era como si la casa hubiese sido un hostal o un albergue. Delante había un mostrador de recepción y encima de este una fila de ganchos, todos vacíos, con aspecto de haber servido alguna vez para colgar llaves.
El hombre tiró de la cuerda para que ella siguiera caminando. A tan corta distancia, olía a sudor, loción barata para después del afeitado y tabaco rancio. Shelagh percibió un sonido de voces procedente de una habitación a su izquierda. La puerta estaba entreabierta. Forzó la vista para intentar ver algo y consiguió vislumbrar la figura de un hombre de pie, delante de una ventana, de espaldas a ella. Llevaba calzado de piel y las piernas enfundadas en pantalones ligeros de verano.
Tuvo que subir la escalera hasta el piso superior, seguir después por un largo pasillo y ascender finalmente por una estrecha escalerilla hasta un trastero mal ventilado, que ocupaba casi toda la planta alta de la casa. Se detuvieron delante de una puerta, en la parte abuhardillada de la estancia.
El hombre abrió el cerrojo y la empujó por la base de la espalda, proyectándola hacia adelante. Shelagh cayó pesadamente, golpeándose el codo contra el suelo, mientras él cerraba de un portazo. Pese al dolor, Shelagh se abalanzó sobre la puerta, gritando y aporreando con los puños el revestimiento metálico; pero era una puerta blindada, como pudo comprobar por los destellos de metal visibles en torno a los bordes.
Al final se dio por vencida y se volvió, para inspeccionar su nuevo hogar. Había un colchón arrimado a la pared del fondo, con una manta pulcramente doblada encima, y frente a la puerta, una ventana pequeña, con barras de metal añadidas por el lado de dentro. Shelagh atravesó trabajosamente la habitación y vio que estaba en la parte trasera de la casa. Las barras eran sólidas y no se movieron cuando tiró de ellas. En cualquier caso, la altura era considerable.
En una esquina había un lavabo pequeño, con un cubo al lado. Hizo sus necesidades y luego, con dificultad, abrió el grifo. Las tuberías carraspearon y tosieron como un fumador de dos paquetes diarios y, por fin, al cabo de dos escupitajos, apareció un chorro fino de agua. Ahuecando las manos, Shelagh bebió hasta que le dolieron las entrañas. Después se aseó lo mejor que pudo, tocándose con cuidado las rozaduras de las cuerdas en las muñecas y los tobillos, incrustadas de sangre seca.
Poco después, el hombre le trajo algo de comer. Más de lo habitual.
—¿Por qué estoy aquí?
El hombre dejó la bandeja en el suelo, en medio de la habitación.
—¿Por qué me han traído aquí? Pourquoi je suis ici?
—Il te le dira.
—¿Quién? ¿Quién hablará conmigo?
El hombre señaló la comida con un gesto.
—Mange.
—Tendrás que desatarme.
Después insistió:
—¿Quién? Dímelo.
El hombre empujó la bandeja con el pie.
—Come.
Cuando se hubo ido, Shelagh se abalanzó sobre la comida. Comió hasta la última migaja, hasta el corazón y las pipas de la manzana, y volvió a la ventana. Los primeros rayos del sol asomaban sobre la cresta montañosa, transmutando en blanco el gris del mundo.
Oyó a lo lejos el ruido de un coche que se acercaba lentamente a la casa.