Carcassona
MIÉRCOLES 6 DE JULIO DE 2005
Alice nadó veinte largos en la piscina del hotel y después tomó el desayuno en la terraza, contemplando los rayos del sol que avanzaban poco a poco sobre los árboles. A las nueve y media se había puesto a la cola de la taquilla del Château Comtal, esperando a que abrieran. Pagó la entrada y recibió un folleto escrito en un extravagante inglés, con la historia del castillo.
Habían construido plataformas de madera sobre dos tramos de las murallas, a la derecha de la puerta, y otra que parecía la cofa de un buque, en torno a la torre de las Casernas, en forma de herradura.
La plaza de armas quedaba casi completamente en la sombra. Ya eran muchos los visitantes que al igual que ella paseaban, leían y curioseaban. En la época de los Trencavel, había crecido un olmo en el centro de la plaza, bajo cuyas ramas habían dispensado justicia tres generaciones de vizcondes, pero ya no quedaba ni rastro de ese árbol. En su lugar, había dos plataneros perfectamente proporcionados, cuyas hojas proyectaban su sombra en el muro occidental de la plaza a medida que el sol iba asomando su rostro por encima de las fortificaciones del lado opuesto.
En el rincón más apartado, al norte de la plaza de armas, el sol ya daba de lleno. Varias palomas anidaban en las puertas vacías, en las grietas de las paredes y en los arcos abandonados de la torre del Mayor y la torre del Trono. De pronto, el destello de un recuerdo: la sensación de una escalera de madera basta, con cuerdas que aseguraban las riostras, trepando de un piso a otro como un niño travieso.
Alice levantó la vista, tratando de distinguir mentalmente entre lo que tenía delante de los ojos y la sensación física en las yemas de los dedos.
Había poco que ver.
Después, una devastadora sensación de pérdida se adueñó de ella. La congoja le dejó el corazón como un puño.
«Allí yacía él. Allí lo lloró ella».
Alice miró al suelo. Dos líneas sobresalientes de bronce marcaban el lugar donde antaño se había levantado un edificio. Había una fila de letras grabadas en el suelo. Se agachó y leyó que allí había estado la capilla del Château Comtal, consagrada a la Virgen.
No quedaba nada de ella.
Alice sacudió la cabeza, agobiada por la intensidad de sus emociones. El mundo que había existido ochocientos años antes, bajo aquellos anchurosos cielos meridionales, seguía existiendo, debajo de la superficie. La sensación de que algo la contemplaba por encima de su hombro era muy poderosa, como si la frontera entre su presente y el pasado de otra se estuviera desintegrando.
Cerró los ojos, para bloquear los colores, las formas y los sonidos de la edad moderna, e imaginó a la gente que había vivido allí, dejando que sus voces le hablaran.
Había sido un buen lugar para vivir. Cirios rojos con llamas tremolantes sobre un altar, flores de espino, manos unidas en matrimonio…
Las voces de otros visitantes la devolvieron al presente; el pasado se desvaneció, y ella reanudó su recorrido. Desde el interior del castillo, vio que las galerías de madera construidas sobre las murallas estaban completamente abiertas por detrás. En los muros pudo ver gran cantidad de los mismos orificios cuadrados que había observado la tarde anterior en su paseo por las Lizas. Según el folleto, marcaban el lugar donde habían estado las vigas de los pisos superiores.
Echando un vistazo a la hora, Alice comprobó con satisfacción que aún le quedaba tiempo para visitar el museo, antes de su cita. Las salas de los siglos XII y XIII, lo único que se conservaba del edificio original, albergaban una colección de presbiterios, columnas, ménsulas, fuentes y sarcófagos de piedra, desde la época romana hasta el siglo XV.
Recorrió el museo sin demasiado interés. Las poderosas sensaciones que la habían invadido en la plaza se habían esfumado, dejándole un sentimiento de vaga inquietud. Siguió el sentido de las flechas por las salas hasta llegar a la Sala Redonda, que, pese a su nombre, era rectangular.
Allí se le erizó el vello de la nuca. El techo era de bóvedas de cañón y en las dos paredes más largas se conservaban restos de un mural que representaba escenas de combate. Según el cartel explicativo, Bernard Antón Trencavel, que había participado en la Primera Cruzada y había batallado contra los moros en España, había encargado el mural a finales del siglo XI. Entre las fabulosas criaturas que decoraban el friso, había un leopardo, un cebú, un cisne, un toro y algo semejante a un camello.
Alice contempló con admiración el techo azul celeste, agrietado y desvaído, pero hermoso aún. En el panel de la izquierda, luchaban dos chevaliers. El que vestía de negro y empuñaba un escudo redondo estaba destinado a seguir cayendo para siempre bajo la lanza del otro. En el muro de enfrente se libraba un combate entre sarracenos y caballeros cristianos. Estaba mejor conservado y era más completo que el otro, y Alice se acercó para verlo mejor. En el centro luchaban dos chevaliers, uno de ellos montado en un caballo alazán, y el otro, que empuñaba un escudo ovalado, en un corcel blanco. Sin pararse a pensar, Alice tendió la mano para tocar la pintura, pero la vigilante sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación.
El último lugar que visitó antes de abandonar el castillo fue un pequeño jardín junto a la plaza de armas, el patio del Mediodía. Totalmente en ruinas, sólo conservaba el recuerdo de las altas ventanas arqueadas que aún se mantenían en pie. Verdes zarcillos de hiedra y otras plantas se extendían entre las columnas solitarias y las grietas de las paredes. Había un ambiente de mortecina majestuosidad.
Recorriendo el lugar, antes de volver a salir a pleno sol, Alice se sintió invadida por una sensación que no era de dolor, como antes, sino de nostalgia.
Las calles de la Cité estaban aún más animadas cuando Alice salió del Château Comtal.
Todavía tenía que hacer algo de tiempo antes de reunirse con la notaría, por lo que giró en sentido opuesto al de la tarde anterior y fue andando hasta la Place Saint-Nazaire, dominada por la basílica. La fachada finisecular del hotel de la Cité, grandiosa en su sobriedad, acaparó su atención. Cubierta de hiedra, con rejas de hierro forjado, vidrieras en las ventanas y toldos del color de las cerezas maduras; todo en ella hablaba de opulencia.
Mientras miraba, se abrieron las puertas, revelando un interior de artesonados y paredes cubiertas de tapices, del que salió una mujer de elevada estatura, pómulos altos, pelo negro impecablemente cortado y recogido, y gafas de sol con montura dorada. La blusa tostada sin mangas, con pantalones a juego, parecía reverberar y reflejar la luz cuando se movía. Con un brazalete de oro en la muñeca y una gargantilla al cuello, parecía una princesa egipcia.
Alice estaba segura de haberla visto antes. ¿En una revista, en una película? ¿Quizá en la televisión?
La mujer entró en un coche. Alice se la quedó mirando hasta que estuvo fuera de su vista y después siguió andando hasta la basílica. Junto a la puerta había una mendiga. Alice buscó en el bolsillo, puso una moneda en la mano de la mujer y se dispuso a entrar en el templo.
De repente se quedó inmóvil, a punto de abrir la puerta. Sentía como si se hubiese quedado atrapada en un túnel de aire frío.
«No seas tonta».
Una vez más, Alice hizo ademán de entrar, resuelta a no ceder a un impulso irracional. El mismo terror que la había sobrecogido en Saint-Étienne, en Toulouse, le impedía continuar.
Tras pedir disculpas a los que venían detrás, Alice se salió de la fila y se dejó caer sobre un reborde de piedra, a la sombra, junto a la puerta norte.
«¿Qué demonios me está pasando?».
Sus padres la habían enseñado a rezar. Cuando tuvo edad suficiente para cuestionar la presencia del mal en el mundo y advirtió que la Iglesia no le ofrecía respuestas satisfactorias, ella misma se había enseñado a no hacerlo más. Pero recordaba la sensación de orden y sentido que la religión puede conferir a las cosas. La certidumbre o promesa de salvación, en algún lugar más allá de las nubes, nunca la había abandonado. Siempre que tenía tiempo, como Larkin, se paraba y entraba. Se sentía a gusto en las iglesias. Evocaban en ella una sensación de historia y de pasado compartido, que le hablaban a través de la arquitectura, las vidrieras y la sillería del coro.
«Pero aquí no».
En esas catedrales católicas del Mediodía francés, no sentía paz, sino algo que la amenazaba. El hedor del mal y del odio parecía manar de los ladrillos como la sangre. Levantó la vista hacia las repulsivas gárgolas que le sonreían burlonas desde arriba, con sus bocas tortuosas distorsionadas en muecas desdeñosas.
Se incorporó rápidamente y se marchó de la plaza. No dejaba de mirar por encima del hombro, diciéndose que eran imaginaciones suyas, pero sin conseguir librarse de la sensación de que alguien venía pisándole los talones.
«Es tu imaginación».
Incluso cuando salió de la Cité y empezó a bajar por la Rué Trivalle hacia el centro de la ciudad moderna, seguía igual de nerviosa. Por mucho que intentara decirse que no, estaba segura de que alguien la estaba siguiendo.
El despacho de Daniel Delagarde estaba en la Rue George Brassens. El letrero de bronce en la pared relucía a la luz del sol. Todavía era pronto para su cita, de modo que se paró a leer los nombres antes de entrar. El de Karen Fleury, una de las dos mujeres del despacho, estaba más o menos hacia la mitad de la larga lista de procuradores y notarios.
Alice subió los peldaños de piedra gris, empujó la doble puerta de cristal y pasó a una recepción embaldosada. Dijo su nombre a una mujer que estaba sentada detrás de una lustrosa mesa de caoba y esta le indicó que aguardara en la sala de espera. El silencio era opresivo. Un hombre de aspecto más bien pueblerino, próximo a los sesenta años, la saludó con una inclinación de la cabeza al verla entrar. Sobre una amplia mesa baja, en el centro de la habitación, había varios ejemplares de Paris-Match, Immo Média y muchos números atrasados de Vogue, pulcramente apilados. En la repisa de mármol blanco de la chimenea había un reloj bajo una campana de cristal, y más abajo, sobre la reja de la estufa, un florero rectangular de vidrio, lleno de girasoles.
Alice se sentó en un sillón negro de piel, junto a la ventana, e hizo como que leía.
—¿La señora Tanner? Soy Karen Fleury. Encantada de conocerla.
Alice se puso de pie. El aspecto de la notaría le gustó nada más verla. Tenía treinta y tantos años e irradiaba profesionalidad, con un sombrío traje negro y blusa blanca. Llevaba el pelo rubio muy corto y lucía en el cuello un crucifijo de oro.
—Voy vestida de luto —explicó, al advertir la mirada de Alice—. Con este tiempo, se pasa bastante calor.
—Me lo imagino.
Sostuvo la puerta abierta, para que Alice pasara.
—¿Vamos?
—¿Cuánto hace que trabaja en Francia? —preguntó Alice, mientras avanzaban por una red de pasillos de aspecto cada vez más descuidado.
—Nos trasladamos hace un par de años. Mi marido es francés. Muchísimos ingleses se están instalando aquí, en el sur, y necesitan notarios que los ayuden, de modo que nos está yendo bastante bien.
Karen la condujo hasta un pequeño despacho, al fondo del edificio.
—Es fantástico que haya podido venir personalmente —dijo, indicándole a Alice una silla para que se sentara—. Pensaba que íbamos a arreglar la mayoría de los asuntos por teléfono.
—Todo ha sido muy oportuno. Poco después de recibir su carta, una amiga que está trabajando en las afueras de Foix me invitó para que viniera a visitarla. Me pareció una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. —Hizo una pausa—. Además, teniendo en cuenta la importancia y la naturaleza de la herencia, consideré que venir personalmente era lo menos que podía hacer.
Karen sonrió.
—Bien. Su presencia me facilita mucho las cosas, y hará que los trámites sean más rápidos —dijo, tendiéndole una carpeta marrón—. Por lo que me dijo por teléfono, creo que no conocía mucho a su tía.
Alice hizo una mueca.
—De hecho, nunca la había oído nombrar. No sabía que mi padre tuviera parientes vivos, y menos aún una media hermana. Tenía entendido que mis padres eran hijos únicos. A mi casa nunca venía ningún tío de visita para las Navidades o los cumpleaños.
Karen echó un vistazo a las notas que tenía sobre la mesa.
—Veo que perdió a sus padres hace ya cierto tiempo.
—Murieron en accidente de tráfico cuando yo tenía dieciocho años —dijo ella—. En mayo de 1993. Poco antes de mi examen final de bachillerato.
—Debió de ser terrible para usted.
Alice asintió. ¿Qué más hubiese podido añadir?
—¿No tiene hermanos?
—Supongo que mis padres lo aplazaron demasiado. Cuando yo nací, ya eran relativamente mayores. Tenían más de cuarenta.
Karen hizo un gesto afirmativo.
—Bien, dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que pasemos directamente a la documentación que obra en mi poder, en relación con la finca de su tía y las cláusulas de su testamento. Cuando hayamos terminado, podrá ir a ver la casa, si así le parece. Está en un pueblecito, a una hora de viaje por carretera, aproximadamente. Se llama Sallèles d’Aude.
—Suena bien.
—Vamos a ver, aquí lo tengo —prosiguió Karen, apoyando una mano sobre la carpeta—. Son unos datos bastante escuetos: nombres, fechas y poco más. Seguramente, cuando visite la casa, se hará una idea más clara de cómo era ella, repasando sus papeles y efectos personales. Una vez que haya estado allí, podrá decidir si quiere que nos ocupemos de vaciar la casa o si prefiere hacerlo usted misma. ¿Cuánto tiempo se quedará?
—En principio, hasta el domingo, pero estoy pensando en prolongar mi estancia. No hay nada desesperadamente urgente que tenga que hacer en casa.
Karen asintió, mientras repasaba sus notas.
—Bien, empecemos. Grace Alice Tanner era hermanastra de su padre. Nació en Londres en 1912, y era la menor y única superviviente de cinco hijos. Había otras dos chicas que murieron siendo niñas y dos chicos que cayeron en combate durante la primera guerra mundial. La madre falleció en… —hizo una pausa, recorriendo la página con un dedo, hasta encontrar la fecha que buscaba—… 1928, tras una larga enfermedad, y la familia se deshizo. Para entonces, Grace se había marchado de casa. El padre se fue a vivir a otro sitio y se casó en segundas nupcias. De ese segundo matrimonio nació su padre, al año siguiente. A partir de entonces, por lo que se desprende de los documentos, no parece que la señorita Tanner y su padre (es decir el abuelo de usted) tuvieran mucho contacto, si es que tuvieron alguno.
—Yo no sabía nada, pero ¿cree usted que mi padre estaba al corriente de que tenía una hermanastra?
—No lo sé. Diría que no.
—Sin embargo, es obvio que Grace sí sabía de su existencia.
—Así es, aunque tampoco puedo decirle cómo ni cuándo lo averiguó. Lo importante es que ella sabía de usted. En 1993, tras el mortal accidente de sus padres, revisó su testamento y la nombró única heredera. Para entonces, llevaba cierto tiempo viviendo en Francia.
Alice frunció el entrecejo
—Si sabía de mi existencia y estaba al corriente de lo sucedido, ¿por qué no se puso en contacto conmigo?
Karen se encogió de hombros.
—Quizá pensara que no iba a ser bien recibida. Puesto que no sabemos lo que causó la ruptura de la familia, cabe la posibilidad de que pensara que su padre podía estar prejuiciado contra ella. En casos como este, no es raro suponer (a veces con razón) que cualquier intento de acercamiento será rechazado. Cuando se interrumpe el contacto, es difícil reparar los daños.
—No fue usted quien preparó el testamento, ¿verdad?
Karen sonrió.
—No, es muy anterior a mi época. Pero he hablado con el colega que lo hizo. Ahora está jubilado, pero recuerda a su tía. Era una mujer muy práctica, poco dada al sentimentalismo y las efusiones. Sabía exactamente lo que quería: dejárselo todo a usted.
—¿Tiene una idea del motivo que la trajo a vivir aquí?
—No, lo siento. —Hizo una pausa—. Pero en lo que a nosotros respecta, todo resulta relativamente sencillo. Así que, como ya le he dicho, lo mejor que puede hacer es ir a la casa y mirar un poco. Quizá de ese modo averigüe algo más sobre ella. Puesto que piensa quedarse unos días más, podemos volver a vernos más adelante, esta misma semana. Mañana y el viernes estaré en los tribunales, pero puedo recibirla el sábado por la mañana, si le va bien. —Se puso de pie y le tendió la mano—. Déjele un mensaje a mi secretaria cuando lo haya decidido
—Me gustaría visitar su tumba, ya que estoy aquí.
—Desde luego. Le conseguiré los datos. Si no recuerdo mal, había algo inusual.
Al salir, Karen se detuvo delante de la mesa de su secretaria.
—Dominique —le dijo—, ¿puedes buscarme el número de la parcela de cementerio de madame Tanner? En el cementerio de la Cité… Gracias.
—¿Inusual? ¿En qué sentido? —preguntó Alice.
—Madame Tanner no fue sepultada en Sallèles d’Aude, sino aquí, en Carcasona, en el cementerio que hay al pie de las murallas, en el panteón familiar de una amiga.
Karen cogió la información impresa que le tendía su secretaria, y repasó los datos.
—¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo: Jeanne Giraud, de Carcasona. Pero al parecer, las dos mujeres ni siquiera se conocían. También encontrará la dirección de madame Giraud junto a los datos de la parcela.
—Gracias. Ya la llamaré.
—Dominique le enseñará el camino —sonrió la notaria—. Manténgame al corriente.