CAPÍTULO 37

Jehan Congost había visto muy poco a su esposa desde su regreso de Montpellier. Oriane no lo había recibido como hubiese sido menester, ni había mostrado el menor respeto por las penurias y humillaciones padecidas por él. Tampoco olvidaba Congost su impúdica conducta en la alcoba, poco antes de su partida.

Recorrió rápidamente la plaza, mascullando para sus adentros, hasta llegar a la zona de las viviendas. Se cruzó con François, el criado de Pelletier. Congost no le tenía confianza. Le parecía que se preocupaba demasiado de sí mismo, y estaba siempre merodeando y corriendo a informar de todo a su amo. A esa hora del día, no tenía nada que hacer en esa parte del castillo.

—Escribano —lo saludó François, con una inclinación de la cabeza.

Congost no le devolvió el saludo.

Cuando finalmente llegó a sus aposentos, sus cavilaciones habían inducido en él un frenesí de virtuosa indignación. Ya era hora de darle una lección a Oriane. No podía permitir que sus provocaciones y su deliberada desobediencia quedaran impunes. Abrió la puerta de par en par, sin detenerse a llamar.

—¡Oriane! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!

La habitación estaba vacía. En su frustración al comprobar la ausencia de su esposa, barrió con una mano todo cuanto había sobre la mesa; varios cuencos se rompieron, y un candelabro rodó traqueteando por el suelo. Avanzó a grandes zancadas hasta el arcón de la ropa, lo vació y después arrancó las mantas de la cama, escenario de su lascivia.

Furioso, Congost se dejó caer en una silla y contempló su obra. Telas desgarradas, cacharros rotos, cirios desperdigados. La culpa era de Oriane. Su mal comportamiento era la causa de todo.

Salió a buscar a Guiranda, para que ordenara la habitación, mientras pensaba en la forma de meter en vereda a su rebelde esposa.

El aire estaba húmedo y pesado cuando Guilhelm emergió de la casa de baños y se encontró con Guiranda, que lo estaba esperando con una leve sonrisa dibujada en la ancha boca.

Su ánimo se ensombreció.

La doncella se echó a reír, mientras lo contemplaba a través de una espesa orla de pestañas oscuras.

—¿Y bien? —dijo él secamente—. Si tienes algo que decir, dilo ya, o márchate y déjame en paz.

Guiranda se adelantó y le susurró algo al oído.

El hombre enderezó la espalda.

—¿Qué quiere?

—No lo sé, messer. Mi señora no me confía sus deseos.

—Mientes muy mal, Guiranda.

—¿Algún mensaje para ella?

Guilhelm dudó un momento.

—Dile a tu señora que iré en cuanto pueda. —Puso una moneda en la mano de la doncella—. Y mantén la boca cerrada.

La observó marcharse; después caminó hasta el centro del patio y se sentó bajo el olmo. No tenía por qué ir. ¿Para qué exponerse a la tentación? Era demasiado peligroso. Ella era demasiado peligrosa.

Nunca se había propuesto llegar tan lejos. Una noche de invierno, pieles de animales envolviendo la piel desnuda, su sangre templada por el vino caliente y la exaltación de la persecución… Una especie de locura se había adueñado de él. Estaba hechizado.

A la mañana siguiente había despertado lleno de remordimientos y había jurado que nunca volvería a suceder. Los primeros meses después de la boda había mantenido la promesa. Pero después había habido otra noche como aquella, y una tercera, y una cuarta. Ella lo abrumaba y cautivaba sus sentidos.

En ese momento, dadas las circunstancias, estaba más desesperado que nunca por evitar cualquier filtración que pudiera provocar un escándalo. Pero debía actuar con cautela. Era importante poner fin a la aventura con destreza. Acudiría a la cita solamente para decirle a Oriane que debían dejar de verse.

Se puso de pie y se encaminó hacia el huerto antes de que desfalleciera su valor. Una vez en la cancela, se detuvo, con la mano en el pasador, sin decidirse a continuar. Entonces la vio, de pie bajo el sauce: una sombría figura a la tenue luz del atardecer. El corazón le dio un vuelco. Parecía un ángel de las tinieblas, con el cabello brillando como el azabache en la penumbra, en una caudalosa cascada de rizos que se derramaban por su espalda.

Guilhelm hizo una inspiración profunda. Tenía que marcharse. Pero en ese momento, como si hubiese percibido su indecisión, Oriane se dio la vuelta, y entonces él sintió el poder de su mirada, que lo atraía hacia sí. Tras pedirle a su escudero que se quedara vigilando en la cancela, atravesó la valla hasta la suave hierba y se dirigió hacia la mujer.

—Temía que no vinieras —dijo ella, en cuanto él estuvo a su lado.

—No puedo quedarme.

Sintió el roce de las yemas de sus dedos y el tacto de sus manos sobre sus muñecas.

—Entonces te pido perdón por importunarte —murmuró ella, apretándose contra él.

—Podrían vernos —repuso él en un susurro, intentando apartarse.

Oriane inclinó el rostro y él percibió su perfume, pero hizo cuanto pudo por ignorar los aguijonazos del deseo.

—¿Por qué me hablas con tanta dureza? —prosiguió ella en tono suplicante—. Aquí no hay nadie que pueda vernos. He puesto un guardia en la cancela. Además, esta noche todos están demasiado ocupados como para prestarnos atención.

—Nadie está tan absorto en sus cosas como para no darse cuenta —dijo él—. Todo el mundo está escuchando, vigilando. Todos esperan descubrir algo que puedan usar en su beneficio.

—¡Qué pensamientos tan desagradables! —murmuró ella, acariciándole el pelo—. Olvida a los demás y piensa sólo en mí.

Para entonces, Oriane estaba tan cerca que Guilhelm podía sentir su corazón palpitando a través de la fina tela del vestido.

—¿Por qué estáis tan frío, messer? ¿Acaso he dicho algo que pudiera ofenderos? —insistió ella.

La determinación de Guilhelm empezó a flaquear, a medida que la sangre se le calentaba.

—Oriane, esto es un pecado y tú lo sabes. Ofendemos a tu marido y a mi esposa con nuestro reprobo…

—¿… amor? —sugirió ella, echándose a reír con una hermosa risa cantarina que turbó el corazón de Guilhelm—. El amor no es un pecado, sino «una virtud que vuelve buenos a los malos y hace mejores a los buenos». ¿No has oído a los trovadores?

Sin proponérselo, se encontró sosteniendo el precioso rostro de Oriane entre sus manos.

—Eso no es más que una canción. La realidad de los votos que hemos hecho es muy diferente. ¿O acaso estás empeñada en no entenderme? —Hizo una profunda inspiración—. Lo que quiero decirte es que no debemos vernos nunca más.

Sintió que ella se quedaba inmóvil entre sus brazos.

—¿Ya no me queréis, messer? —murmuró. Su pelo, suelto y espeso, le había caído sobre el rostro, ocultándolo de la vista.

—No —repuso él, aunque su determinación desfallecía.

—¿Hay algo que pueda hacer para demostrar mi amor por vos? —dijo ella, con una voz tan débil y quebrada que resultaba apenas perceptible—. Si en algo no os he complacido, messer, entonces decídmelo.

Guilhelm entrelazó sus dedos con los de ella.

—No has hecho nada malo. Eres bellísima, Oriane, eres…

Se interrumpió, incapaz ya de pensar las palabras justas. El broche de la capa de Oriane se abrió y la prenda cayó al suelo, dejando la reverberante y luminosa tela azul arrugada a sus pies, como el agua de una laguna. La joven parecía tan vulnerable e indefensa que Guilhelm tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarla entre sus brazos.

—No —murmuró—, no puedo…

Guilhelm intentó convocar el rostro de Alaïs e imaginar su mirada sincera y su sonrisa confiada. A diferencia de la mayoría de los hombres de su rango y condición, él creía de verdad en los votos del matrimonio. No quería traicionarla. Muchas noches, en los primeros tiempos de su unión, mirándola dormir en el silencio de su alcoba, había sentido que podía ser un hombre mejor solamente porque ella lo amaba.

Intentó soltarse. Pero para entonces no oía más que la voz de Oriane, mezclada con los ecos de las maliciosas habladurías de la servidumbre comentando que Alaïs lo había dejado en ridículo al seguirlo hasta Béziers. El rumor en su cabeza se volvió más sonoro, hasta ahogar la débil voz de Alaïs. Su imagen se tornó más tenue y pálida. Se estaba alejando de él, dejándolo solo ante la tentación.

—Te adoro —le susurró Oriane, deslizándole una mano entre las piernas. Pese a su determinación, Guilhelm cerró los ojos, incapaz de resistirse al suave murmullo de la voz de Oriane, que era como el viento entre los árboles—. Desde tu regreso de Besièrs, casi no te he visto.

Guilhelm intentó hablar, pero tenía la garganta seca.

—Dicen que el vizconde Trencavel te prefiere a ti por encima de todos sus chevaliers —prosiguió ella.

Guilhelm ya no podía distinguir una palabra de otra. Su sangre palpitaba con demasiado estruendo, con demasiada fuerza en su cabeza, sofocando cualquier otro sonido o sensación.

La tumbó en el suelo.

—Cuéntame lo que pasó entre el vizconde y su tío —le murmuró ella al oído—. Dime lo que sucedió en Besièrs.

Guilhelm se quedó sin aliento cuando ella enredó sus piernas en torno a las de él y lo atrajo hacia sí.

—Dime cómo cambió vuestra suerte —insistió Oriane.

—No puedo contar nada de eso a nadie —jadeó él, consciente únicamente de los movimientos del cuerpo de ella debajo del suyo.

Oriane le mordió el labio.

—A mí sí puedes contármelo.

Él gritó su nombre, sin importarle ya quién pudiera estar escuchando o espiando. No vio la expresión de satisfacción en los ojos verdes de Oriane, ni los rastros de sangre (de su propia sangre) en sus labios.

Pelletier miró a su alrededor, disgustado al notar la ausencia de Oriane y de Alaïs en la mesa de la cena.

Pese a los preparativos de guerra que se desarrollaban alrededor, había un aire de celebración en la Gran Sala, porque el vizconde Trencavel y su comitiva habían regresado sanos y salvos.

La reunión con los cónsules había ido bien. Pelletier estaba seguro de que reunirían los fondos necesarios. Hora tras hora llegaban mensajeros de los castillos más próximos a Carcasona. Hasta entonces, ningún vasallo había rehusado prestar ayuda enviando hombres o dinero.

En cuanto el vizconde Trencavel y dòmna Agnès se hubieron retirado, Pelletier se excusó y salió a tomar el aire. Una vez más, la indecisión era una pesada carga sobre sus hombros.

«Tu hermano te aguarda en Besièrs; tu hermana, en Carcassona». El destino le había devuelto a Simeón y el segundo libro mucho antes de lo que hubiese creído posible. Ahora, si las sospechas de Alaïs eran correctas, el tercer libro también podía estar cerca.

La mano de Pelletier se deslizó hacia el libro de Simeón, que llevaba siempre junto al corazón.

Alaïs se despertó con el estruendoso golpeteo de un postigo contra la pared. Se incorporó sobresaltada, con el corazón desbocado. En su sueño se había visto de vuelta en el bosque de las afueras de Coursan, con las manos atadas e intentando quitarse la capucha de hilo basto.

Cogió una de las almohadas, todavía tibia de sueño, y la apretó contra su pecho. El aroma de Guilhelm todavía flotaba en la cama, aunque hacía más de una semana que su marido no apoyaba su cabeza junto a la suya.

Hubo otro estruendo, cuando el postigo volvió a golpear contra el muro. Un viento tormentoso silbaba entre las torres y barría la superficie del tejado. Lo último que recordaba era haberle pedido a Rixenda que le trajera algo de comer.

Rixenda llamó a la puerta y entró tímidamente en la habitación.

—Perdonadme, dòmna, yo no quería despertaros, pero él insistió.

—¿Guilhelm? —preguntó ella ansiosamente.

Rixenda sacudió la cabeza.

—Vuestro padre. Quiere que os reunáis con él en la puerta del este.

—¿Ahora? Pero ¡si debe de ser pasada la medianoche!

—Aún no, dòmna.

—¿Por qué te ha enviado a ti y no a François?

—No lo sé, dòmna.

Tras pedirle a Rixenda que se quedara a vigilar sus aposentos, Alaïs se echó la capa sobre los hombros y bajó apresuradamente la escalera. Los truenos resonaban aún sobre las montañas cuando atravesó corriendo la plaza para reunirse con su padre.

—¿Adónde vamos? —gritó, para hacerse oír por encima del ruido del viento, mientras salían a toda prisa por la puerta del este.

—A Sant Nazari —dijo—, al lugar donde está oculto el Libro de las palabras.

Oriane yacía en su cama, perezosa como una gata, escuchando el viento. Guiranda había hecho un buen trabajo, tanto devolviendo el orden a la habitación como describiendo los daños causados por su marido. ¿Qué podía haberle provocado ese acceso de ira? Oriane no lo sabía, ni le importaba.

Todos los hombres, ya fueran cortesanos, escribanos, caballeros o sacerdotes, eran iguales bajo la piel. Por mucho que hablaran de honor, su determinación era quebradiza como las ramitas de los árboles en invierno. La primera traición era la más difícil. A partir de ahí, nunca dejaba de asombrarla la celeridad con que los secretos manaban de sus labios desleales, ni la forma en que sus acciones contrariaban todo aquello que decían amar.

Había averiguado más de lo que esperaba. Irónicamente, Guilhelm ni siquiera sospechaba la importancia de lo que le había revelado esa noche. Desde un principio, Oriane sospechaba que Alaïs había ido a Béziers a buscar a su padre. Ahora sabía que estaba en lo cierto. También sabía parte de lo que había pasado entre ellos la noche antes de la partida de su padre.

Oriane se había interesado por la recuperación de Alaïs únicamente con la esperanza de engatusar a su hermana para que traicionara la confianza de su padre, pero no le había dado resultado. Lo único digno de atención había sido la inquietud de Alaïs ante la desaparición de una tabla de madera, que al parecer guardaba en su alcoba. La había mencionado en sueños, mientras se movía y daba vueltas. Pero hasta entonces, pese a sus esfuerzos, todos los intentos de conseguir la tabla habían fracasado.

Oriane estiró los brazos por encima de su cabeza. Ni en sus sueños más alocados habría podido imaginar que su padre poseía algo de tanto poder e influencia que había hombres dispuestos a pagar el rescate de un rey con tal de conseguirlo. Sólo debía tener paciencia.

Después de lo que le había dicho Guilhelm esa noche, se daba cuenta de que la tabla era menos importante de lo que creía. Si hubiese tenido más tiempo, le habría sonsacado el nombre de la persona a quien su padre había visitado en Béziers. Si es que lo sabía.

Oriane se incorporó en la cama. ¡François tenía que saberlo! Llamó con unas palmadas.

—Llévale esto a François —le dijo a Guiranda—. ¡Que nadie te vea!