CAPITULO 35

La casa de Esclarmonda se encontraba a la sombra de la torre de Balthazar.

Alaïs dudó un momento antes de llamar con un golpe en los postigos, mientras miraba a su amiga moviéndose en el interior, a través de la amplia ventana que daba a la calle. Llevaba un sencillo vestido verde y se había recogido hacia atrás el pelo veteado de gris.

«Sé que no me equivoco».

Alaïs sintió brotar el afecto. Estaba segura de que sus sospechas se verían confirmadas. Esclarmonda alzó la vista y en seguida levantó el brazo y saludó, con el rostro iluminado por una sonrisa.

—¡Alaïs, bienvenida! Te hemos echado mucho de menos, Sajhë y yo.

El familiar aroma a hierbas y especias inundó los sentidos de Alaïs, en cuanto esta pasó bajo el dintel para entrar en la única estancia de que constaba la vivienda. El agua de un caldero hervía sobre un pequeño fuego en el centro de la habitación. Había una mesa, un banco y dos sillas, dispuestos contra la pared.

Una pesada cortina separaba el frente y el fondo de la habitación, donde Esclarmonda atendía las consultas. Como en ese momento no tenía clientes, la cortina estaba descorrida, dejando a la vista varias filas de recipientes de barro, alineados sobre largas repisas. Haces de hierba y ramilletes de flores secas colgaban del techo. Sobre la mesa había una lámpara y un mortero idéntico al que Alaïs tenía en casa, que había sido el regalo de bodas de Esclarmonda.

Una escalerilla conducía a la pequeña plataforma donde dormían Esclarmonda y Sajhë, sobre la zona de la consulta. El chico, que estaba arriba, lanzó un chillido al ver quién era la visitante. Bajó precipitadamente y la abrazó por la cintura. De inmediato emprendió una detallada descripción de todo lo que había hecho, visto y oído desde su último encuentro.

Sajhë era bueno contando historias con todos sus pormenores y colorido; sus ojos color ámbar centelleaban de entusiasmo mientras hablaba.

—Necesito que lleves un par de mensajes, minhòt —dijo Esclarmonda, tras dejar que hablara a sus anchas durante un rato—. Dòmna Alaïs sabrá disculpar tu ausencia.

El chico estuvo a punto de objetar algo, pero la expresión en el rostro de su abuela hizo que cambiara de idea.

—No te llevará mucho tiempo.

Alaïs le revolvió el pelo.

—Eres buen observador, Sajhë, y hábil con las palabras. ¿Has pensado en hacerte poeta cuando seas mayor?

Sajhë sacudió la cabeza.

—Quiero ser armado caballero, dòmna. Quiero batallar.

—Ahora préstame atención, Sajhë —intervino Esclarmonda con voz severa.

Tras indicarle los nombres de las personas que debía visitar, le pidió que les transmitiera el mensaje de que, tres noches después, dos parfaits de Albí estarían en el bosquecillo al este del suburbio de Sant Miquel.

—¿Estás seguro de haberlo entendido bien?

El chico asintió con la cabeza.

—Bien —sonrió ella, besándolo en la coronilla para luego llevarse un dedo a los labios en señal de silencio—. Y no lo olvides: sólo a las personas que te he dicho. Ahora ve. Cuanto antes te marches, antes estarás de vuelta para contarle más historias a dòmna Alaïs.

—¿No temes que alguien lo oiga? —pregunto Alaïs, mientras Esclarmonda cerraba la puerta.

—Sajhë es un chico sensato. Sabe que sólo puede hablar con los destinatarios del mensaje. —Se acercó a la ventana y cerró los postigos—. ¿Sabe alguien que estás aquí?

—Sólo François. Fue él quien me dijo que habías regresado.

Una extraña mirada se asomó a los ojos de Esclarmonda, pero no dijo nada al respecto.

—Mejor así. Que nadie más lo sepa.

Se sentó a la mesa y con un ademán le indicó a Alaïs que también lo hiciera.

—Ahora cuéntame, Alaïs. ¿Ha sido satisfactorio tu viaje a Besièrs?

Alaïs se sonrojó.

—¿Te lo han dicho?

—Toda Carcassona lo sabe. No se hablaba de otra cosa. —Su expresión se volvió severa—. Me inquieté mucho cuando lo supe, sobre todo porque acababan de atacarte.

—¿También sabes eso? Como no me hiciste llegar ningún mensaje, supuse que estarías fuera.

—Nada de eso. Me presenté en el castillo en cuanto te encontraron, pero ese mismo François vuestro me impidió entrar. Tu hermana le había ordenado que no dejara pasar a nadie sin su autorización.

—No me lo dijo —replicó Alaïs, desconcertada por la omisión—. Ni tampoco Oriane, aunque eso me sorprende menos.

—¿Por qué?

—Me estuvo vigilando todo el tiempo, y no por simple afecto, sino por algún motivo propio, o al menos así me lo pareció. —Alaïs hizo una pausa—. Perdona que no te confiara mis planes, Esclarmonda, pero el tiempo entre la decisión y la ejecución fue demasiado breve.

Esclarmonda rechazó las disculpas con un gesto de la mano.

—Deja que te cuente lo que sucedió aquí mientras estabas fuera. Unos días después de tu partida del castillo, vino un hombre preguntando por Raolf.

—¿Raolf?

—El muchacho que te encontró en el huerto. —Esclarmonda sonrió con benévola ironía—. Desde tu ataque, adquirió cierta fama y fue ampliando su papel, hasta el punto de que, oyéndolo hablar, hubieses dicho que se había enfrentado en solitario con los ejércitos de Saladino para salvarte la vida.

—No lo recuerdo para nada —dijo Alaïs, sacudiendo la cabeza—. ¿Crees que pudo ver algo?

Esclarmonda se encogió de hombros.

—Lo dudo. Llevabas más de un día ausente cuando empezó a cundir la alarma. No creo que Raolf presenciara el ataque, pues de lo contrario habría hablado antes. En cualquier caso, el extraño abordó a Raolf y se lo llevó a la taberna de Sant Joan dels Evangèlis, donde lo engatusó con cerveza y halagos. Pese a toda su cháchara y su pavoneo, Raolf es como un niño, y además tiene muy pocas luces, de modo que cuando Gastón se disponía a cerrar, el muchacho era incapaz de poner un pie delante del otro. El extraño se ofreció para acompañarlo a su casa.

—¿Y bien?

—No llegó. Desde entonces, nadie lo ha vuelto a ver.

—¿Y el hombre?

—Se esfumó, como si nunca hubiese existido. En la taberna dijo ser de Alzonne. Mientras tú estabas en Besièrs, estuve por allí. Nadie lo conocía.

—Entonces por ese lado no podemos averiguar nada.

Esclarmonda sacudió la cabeza.

—¿Qué hacías en el patio a esa hora de la noche? —preguntó. Su voz era firme y serena, pero dejaba traslucir la intención que había detrás de sus palabras.

Alaïs se lo dijo. Cuando hubo terminado, Esclarmonda guardó silencio un momento.

—Tengo dos preguntas —dijo finalmente—. La primera es quién sabía que tu padre te había mandado llamar, porque no creo que tus atacantes estuvieran allí por casualidad. Y la segunda, en nombre de quién actuaban, suponiendo que no fueran ellos mismos los responsables del complot.

—No se lo había dicho a nadie. Mi padre me lo había prohibido.

—François te llevó el mensaje.

—Así es —admitió Alaïs—, pero no creo que François…

—Numerosos sirvientes pudieron ver que entraba en tus aposentos y espiar vuestra conversación —la interrumpió, observándola con su mirada directa e inteligente—. ¿Por qué fuiste a Besièrs a buscar a tu padre?

El cambio de tema fue tan repentino e inesperado que cogió a Alaïs por sorpresa.

—Estaba… —empezó, en tono sobrio pero cauteloso. Había acudido a Esclarmonda en busca de respuestas a sus preguntas y, en lugar de eso, estaba siendo interrogada—. Mi padre me había dado una pequeña pieza de piedra —dijo, sin apartar la vista de la cara de Esclarmonda—, una pequeña pieza con el dibujo de un laberinto. Los ladrones se la llevaron. Por lo que mi padre me había dicho, temí que cada día transcurrido sin que él supiera lo sucedido pusiera en peligro la…

Se interrumpió, sin saber muy bien cómo continuar.

En lugar de parecer alarmada, Esclarmonda estaba sonriendo.

—¿También le hablaste de la tabla, Alaïs? —preguntó suavemente.

—La víspera de su partida, sí, poco antes de… del ataque. Estaba muy alterado, sobre todo cuando reconocí que no sabía de dónde había salido. —Hizo una pausa—. Pero ¿cómo sabías que yo…?

—Sajhë la vio cuando estuviste comprando queso en el mercado, y me habló al respecto. Como tú misma has dicho, es muy observador.

—No es el tipo de cosas que llaman la atención de un niño de once años.

—Reconoció la importancia que podía tener para mí —replicó Esclarmonda.

—Como el merel.

Sus miradas se encontraron.

Esclarmonda vaciló.

—No —respondió, escogiendo con cuidado sus palabras—, no exactamente.

—¿Tienes tú la tabla? —preguntó Alaïs lentamente.

Esclarmonda hizo un gesto afirmativo.

—Pero ¿por qué no me la pediste, simplemente? Te la había dado de buen grado.

—Sajhë estuvo allí la noche de tu desaparición, precisamente para pedírtela. Esperó y esperó y, finalmente, al ver que no regresabas, se la llevó. Dadas las circunstancias, obró bien.

—¿Y aún la tienes?

Esclarmonda afirmó con la cabeza.

Alaïs sintió una oleada de triunfal satisfacción, orgullosa de haber acertado en lo tocante a su amiga, la última de los guardianes.

«Descubrí la pauta. Fue como si me hablara».

—Dime, Esclarmonda —añadió, en tono apremiante a causa de la exaltación—, si la tabla es tuya, ¿cómo es que mi padre no lo sabe?

—Por la misma razón que ignora por qué la tengo. Porque Harif lo quiso así. Por la seguridad de la Trilogía.

Alaïs no se decidía a hablar.

—Bien. Ahora que nos hemos comprendido, debes decirme todo lo que sabes.

Esclarmonda escuchó con atención hasta que Alaïs llegó al final de su historia.

—¿Y dices que Simeón viene hacia Carcassona?

—Sí, pero le ha dado el libro a mi padre para que cuide de él.

—Sabia precaución —asintió la anciana—. Estoy deseando conocerlo mejor. Parece un buen hombre.

—A mí me ha gustado muchísimo —reconoció Alaïs—. En Besièrs, mi padre se llevó una gran decepción al ver que Simeón sólo tenía uno de los libros. Esperaba que tuviera los dos.

Esclarmonda estaba a punto de responder cuando de pronto se oyeron golpes en la puerta y los postigos.

Las dos mujeres se pusieron en pie de un salto.

—¡Atención! ¡Atención!

—¿Qué es esto? ¿Qué sucede? —exclamó Alaïs.

—¡Los soldados! En ausencia de tu padre, ha habido una serie de registros.

—¿Qué están buscando?

—Dicen que criminales, pero en realidad buscan a los bons homes.

—Pero ¿con qué autoridad? ¿Por orden de los cónsules?

Esclarmonda sacudió la cabeza.

—Por orden de Berengier de Rochefort, nuestro noble obispo, o quizá del monje español Domingo de Guzmán y sus frailes predicadores, o tal vez de los legados, ¡quién sabe! No lo anuncian.

—Es contrario a nuestras leyes hacer…

Esclarmonda se llevó un dedo a los labios.

—Chis. Quizá aún pasen de largo.

En ese momento, un salvaje puntapié envió astillas de madera volando por toda la habitación. El cerrojo cedió y la puerta se abrió, estrellándose violentamente contra el muro de piedra con un golpe seco. Dos hombres de armas, con las facciones ocultas bajo las celadas, irrumpieron en la habitación.

—Soy Alaïs du Mas, hija del senescal Pelletier. Exijo saber con qué autoridad actuáis.

No bajaron las armas ni se levantaron las viseras.

—Insisto…

Hubo un destello rojo a la entrada y, para horror de Alaïs, Oriane entró por la puerta.

—¡Hermana! ¿Qué te trae por aquí de este modo?

—Me envía nuestro padre para que te lleve de vuelta al castillo. Tu precipitada salida de misa de vísperas ya ha llegado a sus oídos y, temiendo que alguna catástrofe se abatiera sobre ti, me ha pedido que saliera a buscarte.

«Mentira».

—Él nunca te pediría semejante cosa a menos que tú se lo metieras en la cabeza —replicó de inmediato Alaïs, mirando a los soldados—. ¿También fue suya la idea de hacerte acompañar por guardias armados?

—Todos queremos lo mejor para ti —repuso su hermana, con una leve sonrisa—. Admito que quizá se excedieron en su celo.

—No es necesario que te preocupes. Volveré al Château Comtal cuando haya terminado.

Alaïs comprendió de pronto que Oriane no le estaba prestando atención. Sus ojos recorrían la habitación. Sintió una sensación dura y fría en el estómago. ¿Habría oído Oriane su conversación?

Inmediatamente, cambió de táctica.

—Aunque pensándolo bien, creo que te acompañaré ahora mismo. Lo que venía a hacer aquí ya está hecho.

—¿Venías a hacer algo, hermana?

Oriane empezó a recorrer la habitación, repasando con la mano los respaldos de las sillas y la superficie de la mesa. Levantó la tapa del cofre que había en el rincón y la dejó caer con un golpe. Alaïs la miraba angustiada.

Su hermana se detuvo en el umbral de la consulta de Esclarmonda.

—¿Qué haces ahí dentro, hechicera? —preguntó con desdén, reconociendo por primera vez la presencia de Esclarmonda—. ¿Pociones y filtros para las mentes débiles? —Asomó la cabeza al interior y luego la retiró, con expresión de disgusto en la cara—. Muchos aseguran que eres bruja, Esclarmonda de Servian, una faitelière, como dicen vulgarmente.

—¡Cómo te atreves a hablarle así! —exclamó Alaïs.

—Mirad cuanto queráis, dòmna Oriane, si así os place —dijo Esclarmonda suavemente.

Oriane agarró a Alaïs por un brazo.

—Ya has tenido suficiente —dijo, hundiendo sus afiladas uñas en la piel de Alaïs—. Has dicho que estabas lista para volver al castillo, de modo que nos vamos.

Antes de darse cuenta, Alaïs se encontró en la calle. Los soldados estaban tan cerca que podía sentir su aliento en la nuca. En su mente hubo un efímero destello de olor a cerveza y de una mano callosa que le tapaba la boca.

—¡De prisa! —exclamó Oriane, empujándola por la espalda.

Por el bien de Esclarmonda, Alaïs comprendió que no tenía más opción que acatar los deseos de Oriane. Antes de doblar la esquina, consiguió echar un último vistazo por encima del hombro. Esclarmonda estaba de pie en la puerta, mirando. Con un rápido gesto, se llevó un dedo a los labios. Una clara advertencia para que no hablara.