Carcassona
Julhet 1209
Cabalgaban en fila cuando llegaron a las proximidades de Carcasona, con Raymond-Roger Trencavel al frente, seguido de cerca por Bertran Pelletier. El chevalier Guilhelm du Mas cerraba la marcha.
Alaïs iba detrás, con los clérigos.
Menos de una semana había transcurrido desde su marcha, pero a ella le parecía mucho más. Los ánimos habían decaído. Aunque los estandartes de Trencavel flameaban intactos en la brisa y regresaba el mismo número de hombres que había partido, la expresión en el rostro del vizconde revelaba el fracaso de la misión.
Los caballos redujeron su marcha al paso al acercarse a las puertas. Alaïs se inclinó hacia adelante y palmoteo a Tatou en el cuello. La yegua estaba cansada y había perdido una herradura, pero ni una sola vez había desfallecido.
Cuando pasaron bajo el escudo de armas que colgaba de las dos torres de la puerta de Narbona, varias filas de curiosos los miraban desde ambos lados de la misma. Los niños corrían junto a los caballos, echando flores a su paso y dando vítores. En las ventanas más altas, las mujeres sacudían pañuelos e improvisadas enseñas, mientras Trencavel conducía a su comitiva por las calles, rumbo al Château Comtal.
Alaïs sintió alivio cuando atravesaron el estrecho puente y franquearon la puerta del este. La plaza Mayor estalló en una barahúnda en la que todo eran saludos y gritos. Los escuderos se apresuraron a hacerse cargo de los caballos de sus amos, mientras los sirvientes corrían a poner a punto la casa de baños y los niños de las cocinas acarreaban cubos de agua para preparar un banquete.
Entre el bosque de manos que saludaban y rostros que sonreían, Alaïs divisó a Oriane. Junto a ella, un poco más atrás, estaba François, el criado de su padre. Alaïs sintió que se le encendían las mejillas al recordar cómo lo había engañado y se había escabullido delante de sus narices.
Vio a Oriane recorriendo la multitud con la mirada. Los ojos de la joven se detuvieron un instante en su marido, Jehan Congost. Una expresión de desdén tembló en su rostro, antes de proseguir y ver, para su desagrado, a su hermana Alaïs. Esta hizo como que no lo notaba, pero pudo sentir los ojos de Oriane, mirándola a través de un mar de cabezas. Cuando volvió a mirar, su hermana se había marchado.
Alaïs desmontó con cuidado para no lastimarse el hombro herido, y entregó las riendas de Tatou a Amiel, que condujo la yegua a las cuadras. El alivio de estar de vuelta en casa se había desvanecido, y fue sustituido por una melancolía que se depositó sobre ella como una niebla invernal. Todos los demás parecían estar en brazos de alguien: una esposa, una madre, una tía, una hermana… Buscó a Guilhelm, pero no lo vio por ninguna parte. «Probablemente ya estará en la casa de baños». Hasta su padre se había marchado.
Alaïs se encaminó hacia un patio más pequeño, en busca de soledad. No podía quitarse de la cabeza un verso de Raymond de Mirval, que sin embargo no hacía más que empeorar su estado de ánimo. Res contr’amors non es guirens, lai on sos poders s’atura. «Nada nos protege del amor, una vez este ejerce su poder».
Cuando Alaïs oyó por primera vez ese poema, las emociones expresadas eran desconocidas para ella. Pero incluso entonces, sentada en la plaza de armas con los flacos bracitos en torno a sus rodillas de niña, prestando oídos al trovador que cantaba sobre un corazón desgarrado, había comprendido bien el sentimiento que había detrás de las palabras.
Las lágrimas acudieron a sus ojos. Irritada, se las enjugó con el dorso de la mano. No cedería a la autocompasión. Se sentó en un banco apartado, a la sombra.
Guilhelm y ella recorrían a menudo aquel patio, el del Mediodía, en los días anteriores a su boda. Los árboles se estaban volviendo ahora dorados y una alfombra de hojas otoñales, del color del ocre y el cobre quemado, tapizaba el suelo. Alaïs hizo un dibujo en el polvo con la punta de la bota, preguntándose cómo podría reconciliarse con Guilhelm. A ella le faltaba la habilidad y a él, la inclinación.
Oriane dejaba de hablarse con su marido durante días enteros. Después, el silencio se levantaba tan rápidamente como había caído y Oriane volvía a ser dulce y atenta con Jehan, hasta la vez siguiente. Los escasos recuerdos que tenía del matrimonio de sus padres contenían similares períodos de luces y oscuridad.
Alaïs no esperaba que también fuera ese su destino. Se había presentado en la capilla con su velo rojo, ante el sacerdote, y había pronunciado los votos del matrimonio. Las temblorosas llamas de los encarnados cirios de la Natividad proyectaban sombras danzarinas sobre el altar engalanado con flores invernales de espino. En aquel entonces creía en un amor que durara para siempre y aún conservaba esa fe en su corazón.
Su amiga y mentora, Esclarmonda, vivía asediada por enamorados que buscaban pociones y hierbas capaces de ganar o recuperar un afecto: vino caliente con hojas de menta y chirivías, flores de nomeolvides para asegurarse la fidelidad del amado y ramilletes de prímulas amarillas. Pese al respeto que le merecían las habilidades de Esclarmonda, Alaïs siempre había desdeñado esas creencias como necedades supersticiosas. Se negaba a creer que fuera tan sencillo engañar al amor o comprarlo.
Había otros, como bien sabía, que ofrecían una magia más peligrosa: maleficios para hechizar al ser amado o dañar al amante infiel. Esclarmonda la había prevenido contra esos poderes oscuros, manifestación evidente del dominio que ejercía el Diablo sobre el mundo. Nada bueno podía nacer de tanta maldad.
Aquel día, por primera vez en su vida, Alaïs tuvo un atisbo de las razones que podían empujar a algunas mujeres a tomar medidas tan desesperadas.
—Filha.
Alaïs se sobresaltó.
—¿Dónde estabas? —preguntó Pelletier, sin aliento—. Te he estado buscando por todas partes.
—No os había oído, paire —respondió ella.
—Los trabajos para preparar la Ciutat empezarán en cuanto el vizconde Trencavel se haya reunido con su esposa y su hijo. En los próximos días, no tendremos ni un respiro.
—¿Cuándo creéis que llegará Simeón?
—Dentro de uno o dos días. —Frunció el entrecejo—. Ojalá hubiese podido persuadirlo para que viajara con nosotros. Pero él dijo que llamaría menos la atención si viajaba con su gente. Puede que tenga razón.
—Y cuando esté aquí —insistió ella—, ¿decidiréis lo que hay que hacer? Tengo una idea acerca de…
Alaïs se interrumpió, al darse cuenta de que prefería poner a prueba su teoría antes de quedar como una tonta delante de su padre. Y de él.
—¿Una idea? —dijo el senescal.
—Oh, nada —replicó ella—. Sólo quería preguntaros si puedo estar presente cuando Simeón y vos os reunáis para hablar.
La consternación palpitó en el rostro envejecido de su padre. Era evidente que no le resultaba fácil decidir.
—Teniendo en cuenta el servicio que has prestado hasta ahora —dijo finalmente—, puedes oír lo que tengamos que decir. Sin embargo —añadió levantando un dedo a modo de advertencia—, debe quedar claro que estarás allí solamente como observadora. Toda participación activa en este asunto ha terminado. No permitiré que vuelvas a correr ningún riesgo.
Alaïs sintió que una burbuja de exaltación crecía en su interior. «Ya lo convenceré de lo contrario cuando llegue el momento».
Bajó la vista y cruzó las manos sobre el regazo, en actitud sumisa.
—Desde luego, paire. Será como vos digáis.
Pelletier la miró con suspicacia, pero no dijo nada.
—Hay otro favor que debo pedirte, Alaïs. El vizconde Trencavel quiere celebrar públicamente su regreso a salvo a Carcassona, antes de que se difunda la noticia del fracaso de nuestra embajada ante el conde de Tolosa. Dòmna Agnès irá a misa de vísperas en Sant Nazari esta tarde, en lugar de quedarse aquí en su capilla. —Hizo una pausa—. Quiero que también vayáis tú y tu hermana.
Alaïs se sorprendió. De vez en cuando asistía a los servicios de la capilla del Château Comtal, pero nunca iba a misa a la catedral, y su padre jamás había cuestionado su decisión.
—Comprendo que estés cansada, pero el vizconde Trencavel considera importante que no pueda haber críticas justificadas de su proceder, ni de la conducta de sus allegados más directos, en un momento como este. Si hay espías dentro de la Ciutat (y con seguridad los hay), no queremos que nuestras flaquezas espirituales (pues así serán interpretadas) lleguen a oídos de nuestros enemigos.
—No es cuestión de cansancio —replicó ella con furia—. El obispo de Rochefort y sus sacerdotes son unos hipócritas. Predican una cosa y hacen otra.
A Pelletier se le encendieron las mejillas, pero Alaïs no pudo distinguir si era por ira o por turbación.
—Entonces, ¿vos también asistiréis? —preguntó ella.
El senescal rehuyó su mirada.
—Como comprenderás, estaré ocupado con el vizconde Trencavel.
Alaïs lo miró fijamente.
—Muy bien —dijo por fin—. Os obedeceré, paire. Pero no esperéis que me arrodille y rece ante la imagen de un hombre destrozado, clavado a una cruz de madera.
Por un instante, creyó que había hablado de más. Después, para su asombro, su padre se echó a reír a carcajadas.
—Bien dicho —replicó—. No esperaba otra cosa de ti; pero ten cuidado, Alaïs. No expreses esas opiniones a la ligera. Pueden estar vigilándonos.
Alaïs pasó las horas siguientes en sus aposentos. Se preparó una cataplasma de mejorana fresca para el dolor del cuello y el hombro, mientras escuchaba el amable parloteo de su doncella.
Según Rixenda, las opiniones acerca de la fuga de Alaïs del castillo al rayar el alba estaban divididas. Algunos expresaban admiración por su fortaleza y su valor. Otros, entre ellos Oriane, la criticaban. Al actuar de forma tan intempestuosa, había dejado mal parado a su marido y, peor aún, había comprometido el resultado de la misión. Alaïs esperaba que Guilhelm no opinara lo mismo, pero se temía lo contrario. Sus pensamientos solían discurrir por sendas muy transitadas. Además, era muy susceptible, y Alaïs sabía por experiencia propia que su deseo de ser admirado y reconocido dentro de la casa lo empujaba a veces a hacer o decir cosas contrarias a su verdadera naturaleza. Si se sentía humillado, era imposible saber cómo reaccionaría.
—Pero ahora ya no pueden decir nada de eso, dòmna Alaïs —prosiguió Rixenda, mientras retiraba los restos de la cataplasma—, porque todos habéis regresado sanos y salvos. Si eso no es prueba suficiente de que Dios está de nuestra parte, no sé lo que es.
Alaïs sonrió débilmente. Sospechaba que Rixenda vería las cosas de otro modo cuando se difundiera por la Cité la noticia del verdadero estado de los acontecimientos.
Las campanas repicaban bajo un cielo veteado de rosa y blanco, mientras ellos recorrían andando el camino entre el Château Comtal y Sant Nazari. Encabezaba la procesión un sacerdote con sus mejores galas blancas, que enarbolaba un crucifijo de oro. Le seguían más sacerdotes, monjas y frailes.
Detrás iban dòmna Agnès y las esposas de los cónsules, con sus doncellas cerrando la marcha. Alaïs se había visto obligada a situarse al lado de su hermana.
Oriane no le dirigió ni una sola palabra, buena o mala. Como siempre, era el objeto de todas las miradas y la admiración de la multitud. Vestía un traje rojo oscuro, con un delicado cinturón negro y oro, estrechamente ceñido para acentuar la curva de su talle y la opulencia de sus caderas. Llevaba el pelo negro recién lavado y ungido con aceite aromático, y las manos unidas en piadosa actitud, dejando bien a la vista la limosnera, que colgaba de su cintura.
Alaïs dedujo que la limosnera sería regalo de algún admirador, y de alguno bastante acaudalado, a juzgar por las perlas que orlaban la boca y por el lema bordado en hilo de oro.
Por debajo del ceremonial y el boato, Alaïs intuía una corriente de aprensión y suspicacia.
No reparó en François hasta que este llamó su atención con un par de golpecitos en su brazo.
—Esclarmonda ha regresado —le susurró al oído—. Vengo directamente de allí.
Alaïs se volvió para mirarlo de frente.
—¿Has hablado con ella?
El criado titubeó.
—Todavía no, dòmna.
De inmediato, la joven se salió de la fila.
—Iré yo.
—Os sugeriría, dòmna, que esperaseis al final de la misa —dijo él, con la vista fija en el portal de la iglesia. Alaïs siguió su mirada. Tres monjes con capuchas negras montaban guardia, prestando ostentosa atención a los que estaban presentes y a los que no—. Sería una pena que vuestra ausencia tuviera repercusiones negativas para dòmna Agnès o para vuestro padre. Podría interpretarse como señal de vuestra simpatía por la nueva iglesia.
—Claro, tienes razón —replicó ella, quedándose pensativa por un momento—. Pero, por favor, ve y dile a Esclarmonda que iré a verla en cuanto pueda.
Alaïs hundió los dedos en la pila del agua bendita y se persignó, por si alguien la estaba mirando.
Encontró un sitio en el atestado crucero norte, para sentarse tan lejos de Oriane como fuera posible sin llamar la atención. En lo alto de la nave temblaban las llamas de las lámparas suspendidas del techo que, desde abajo, parecían colosales ruedas de hierro, listas para desplomarse y aplastar a los pecadores allí concentrados.
Pese a la sorpresa de ver llena su iglesia, que llevaba tanto tiempo vacía, la voz del obispo sonaba débil e insustancial, apenas audible sobre la masa de gente que respiraba y resoplaba en el calor de la tarde. ¡Qué diferente de la sencilla iglesia de Esclarmonda!
Que era también la de su padre.
Los bons homes valoraban más la fe interior que las manifestaciones externas. No necesitaban edificios consagrados, ni humillantes reverencias, ni rituales supersticiosos destinados a mantener al hombre corriente apartado de Dios. Ellos no adoraban imágenes, ni se postraban delante de ídolos ni de instrumentos de tortura. Para los bons chrétiens, el poder de Dios residía en la palabra. Sólo necesitaban libros y plegarias, palabras dichas y leídas en voz alta. La salvación no tenía nada que ver con las limosnas, ni con las reliquias, ni con las oraciones del domingo enunciadas en una lengua que sólo los sacerdotes entendían.
Para ellos todos eran iguales en la gracia del Señor: judíos o sarracenos, hombres o mujeres, bestias del campo o avecillas que surcaban el aire. No habría infierno ni día del juicio, porque la gracia divina los salvaría a todos, aunque muchos estaban destinados a volver repetidamente a la vida hasta ganar la entrada en el reino de Dios.
Alaïs nunca había asistido a uno de sus servicios, pero a través de Esclarmonda conocía sus oraciones y rituales. Lo más importante en esos tiempos de creciente oscuridad era que los bons chrétiens eran hombres buenos y tolerantes, gente de paz que adoraba a un Dios de luz, en lugar de temer constantemente la ira del Dios cruel de los católicos.
Cuando Alaïs oyó por fin las palabras del Benedictus, supo que había llegado el momento de escabullirse. Inclinó la cabeza y, lentamente, con las manos crispadas y extremando las precauciones para no llamar la atención, se fue acercando poco a poco a la puerta.
Momentos después, estaba libre.