A lo largo del alto Quai de Paicherou, hombres y mujeres sentados en bancos metálicos contemplaban el Aude. Multicolores macizos de flores y cuidados senderos animaban las extensiones de césped del enjardinado público. Los amarillos, violeta y anaranjados encendidos del parque infantil rivalizaban con los tonos luminosos de los parterres, desbordantes de trítomos rojos, lirios enormes, geranios y espuelas de caballero.
Marie-Cécile dedicó una mirada apreciativa al edificio donde vivía Paul Authié. Era tal como había esperado, situado en una zona sobria y discreta que no llamaba la atención, en medio de una mezcla de edificios de apartamentos y viviendas unifamiliares. Mientras miraba, pasó una mujer en bicicleta, con un pañuelo de seda violeta anudado al cuello y una blusa de color rojo brillante.
Entonces notó que alguien la estaba mirando. Sin mover la cabeza, levantó la vista y vio a un hombre de pie en el balcón del último piso, con las dos manos apoyadas en la baranda de hierro forjado, observando su coche desde arriba. Marie-Cécile sonrió. Reconoció a Paul Authié por sus fotografías. A esa distancia, no parecía que le hicieran justicia.
Ella había escogido cuidadosamente su ropa: vestido de hilo tostado sin mangas y chaqueta a juego, formal, pero sin exageraciones. Simple y con estilo.
De cerca, su primera impresión se vio reforzada. Authié era alto y parecía en forma, enfundado en traje informal pero bien cortado y camisa blanca. El pelo peinado hacia atrás dejaba la frente al descubierto y acentuaba la fina estructura ósea de su cara de tez pálida. Su mirada era fría, pero por debajo de la refinada imagen exterior, Marie-Cécile intuía la determinación de un luchador capaz de batirse en la calle a puñetazos.
Diez minutos más tarde, después de aceptar una copa de vino, sintió que ya era capaz de situar al hombre con quien estaba tratando. Marie-Cécile sonrió, mientras se inclinaba hacia delante para apagar el cigarrillo en el pesado cenicero de cristal.
—Bon, aux affaires. Creo que estaremos mejor dentro.
Authié se apartó para dejarla pasar por la doble puerta acristalada que conducía al cuarto de estar, pulcro pero impersonal: alfombras y lámparas de colores claros y sillones en torno a una mesa de cristal.
—¿Un poco más de vino? ¿O prefiere beber otra cosa?
—Pastis, si tiene.
—¿Con hielo? ¿Con agua?
—Con hielo.
Marie-Cécile se sentó en una de las butacas de piel color crema dispuestas en ángulo junto a la mesa baja de cristal y lo observó mientras preparaba las copas. El suave olor del anís llenó la habitación.
Authié le dio la copa antes de sentarse en la otra butaca, frente a la suya.
—Gracias —sonrió ella—. Entonces, Paul, si no le importa, me gustaría que repasara una vez más la secuencia exacta de los acontecimientos.
Si él se irritó, al menos no lo aparentó. Ella siguió con atención su discurso, pero su relación de los hechos fue clara y precisa, idéntica en todos los aspectos a cuanto le había dicho antes.
—¿Y los esqueletos? ¿Se los han llevado a Toulouse?
—Al departamento de anatomía forense de la universidad, sí.
—¿Cuándo cree que tendremos noticias?
En lugar de responderle, él le entregó el sobre de formato A4 que aguardaba encima de la mesa. «Un pequeño golpe de efecto», pensó ella.
—¿Ya? Ha sido un trabajo muy rápido.
—Llamé para pedir el favor.
Marie-Cécile apoyó el informe sobre sus rodillas.
—Gracias, lo leeré después —dijo en tono monocorde—. De momento, ¿qué le parece si me lo resume? Imagino que lo habrá leído…
—Es sólo un informe preliminar, pendiente del resultado de otros análisis más detallados —le advirtió.
—Entiendo —le aseguró ella, reclinándose en la butaca.
—Los huesos corresponden a un hombre y a una mujer. La antigüedad estimada es de setecientos a novecientos años. El esqueleto masculino presenta indicios de lesiones sin cicatrizar en la pelvis y la parte superior del fémur, que pudieron ser causadas poco antes de la muerte. Hay señales de fracturas más antiguas, ya cicatrizadas, en el brazo derecho y la clavícula.
—¿Edad?
—Adulto, ni muy joven ni muy viejo: entre veinte y sesenta años. Probablemente podrán concretarnos un poco más estos datos cuando hayan efectuado más análisis. La mujer está en el mismo tramo de edad. Su bóveda craneal presenta una depresión en un costado, que pudo haber sido causada por un golpe o una caída. Tuvo por lo menos un hijo. Hay indicios de una fractura cicatrizada en el pie derecho y de otra sin cicatrizar en el cubito izquierdo, entre el codo y la muñeca.
—¿Causa de la muerte?
—El forense no se arriesga a señalar ninguna en concreto en esta fase tan temprana de la investigación, y piensa que no será fácil aislar una sola claramente identificable. Teniendo en cuenta la época a la que nos referimos, es probable que ambos murieran por el efecto combinado de las heridas, la pérdida de sangre y, posiblemente, el hambre.
—¿Cree que aún estaban vivos cuando fueron sepultados en la cueva?
Authié hizo un gesto de indiferencia, pero Marie-Cécile distinguió un chispazo de interés en sus ojos grises. Sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo hizo rodar por un instante entre los dedos, mientras reflexionaba.
—¿Qué hay de los objetos hallados entre los cuerpos? —preguntó, inclinándose hacia adelante para que él le diera fuego.
—Con las mismas salvedades de antes, el informe los sitúa entre finales del siglo XII y comienzos del XIII. La lámpara del altar podría ser un poco más antigua; es de diseño árabe, posiblemente española, aunque con más probabilidad de algún lugar más lejano. El cuchillo es corriente, de los que se usaban para cortar la carne y la fruta. Hay indicios de sangre en la hoja; los análisis revelarán si es de animal o humana. La bolsa es de cuero, fabricada en la zona, típica del Languedoc de aquella época. No hay pistas sobre lo que pudo contener, aunque hay partículas de metal en el forro y vestigios de piel de oveja en las costuras.
Marie-Cécile mantuvo la voz tan firme como pudo.
—¿Qué más?
—La mujer que descubrió la cueva, la doctora Tanner, encontró una hebilla grande de cobre y plata debajo del peñasco que cerraba la entrada de la gruta. También corresponde al mismo período y al parecer es de fabricación local o posiblemente aragonesa. Hay una fotografía en el sobre.
Marie-Cécile hizo un ademán desdeñoso.
—No me interesan las hebillas, Paul —dijo, mientras exhalaba una espiral de humo—. Pero me interesa saber por qué no ha encontrado el libro.
Vio cómo sus largos dedos se crispaban sobre los apoyabrazos de la butaca.
—No hay indicios de que el libro estuviera allí —dijo él con calma—, aunque no cabe duda de que la bolsa de cuero es lo bastante grande como para contener un libro del tamaño del que busca.
—¿Y el anillo? ¿También duda de que estuviera allí?
Tampoco esa vez dejó el abogado que la provocación lo afectara.
—Al contrario. Tengo la certeza de que lo estaba.
—¿Entonces?
—Estaba allí, pero alguien lo sustrajo en algún momento entre el descubrimiento de la cueva y mi llegada con la policía.
—Sin embargo, no tiene indicios que demuestren su afirmación —dijo ella, en tono más seco—. Y si no me equivoco, tampoco tiene el anillo.
Marie-Cécile se quedó mirándolo, mientras Authié sacaba una hoja del bolsillo.
—La doctora Tanner insistió mucho en ese punto, tanto que hizo este dibujo —dijo él, tendiéndoselo—. Es un poco tosco, lo admito, pero coincide bastante bien con la descripción que me hizo usted, ¿no cree?
Ella aceptó el boceto. El tamaño, la forma y las proporciones no eran idénticos, pero guardaban suficiente parecido con el diagrama del anillo del laberinto que Marie-Cécile conservaba en su caja fuerte en Chartres. Nadie, excepto la familia De l’Oradore, lo había visto en ochocientos años. Tenía que ser auténtico.
—Una buena dibujante —murmuró—. ¿Es el único bosquejo que ha hecho?
Los ojos grises de Authié le sostuvieron la mirada, sin la menor vacilación.
—Hay otros, pero este es el único que merecía atención.
—¿Por qué no me permite que sea yo quien lo juzgue? —preguntó ella con calma.
—Lo siento, madame De l’Oradore, pero sólo me quedé con este. Los otros no me parecieron relevantes. —Authié se encogió de hombros, como pidiendo disculpas—. Además, al inspector Noubel, el oficial a cargo de la investigación, ya le pareció suficientemente sospechoso mi interés.
—La próxima vez… —empezó a decir ella, pero se interrumpió. Apagó el cigarrillo, apretando con tanta fuerza la colilla que el tabaco se desparramó como un abanico—. Supongo que habrá registrado las pertenencias de la doctora Tanner.
Él asintió.
—El anillo no estaba.
—Es pequeño. Podría haberlo ocultado con facilidad en cualquier parte.
—Técnicamente, sí —convino él—, pero no creo que lo haya hecho. Si lo hubiese robado, ¿para qué iba a mencionarlo por propia iniciativa? Además —se inclinó hacia adelante y golpeó el papel con un dedo—, si tenía el original, ¿para qué iba a molestarse en hacer un dibujo?
Marie-Cécile lo observó.
—Es de una precisión asombrosa para estar hecho de memoria.
—Cierto.
—¿Dónde está ella ahora?
—Aquí. En Carcasona. Parece ser que mañana tiene una cita con un notario.
—¿Para qué?
Él se encogió de hombros.
—Algo referente a una herencia. Tiene previsto coger el vuelo de regreso el domingo.
Las dudas que Marie-Cécile albergaba desde la víspera, cuando recibió la noticia del hallazgo, no hacían más que aumentar cuanto más hablaba con Authié. Había algo que no encajaba.
—¿Cómo entró la doctora Tanner en el equipo de excavación? —preguntó—. ¿Iba recomendada?
Authié pareció sorprendido.
—En realidad, la doctora Tanner no formaba parte del equipo —replicó con levedad—. Estoy seguro de haberlo mencionado.
Ella apretó los labios.
—No lo ha hecho.
—Lo siento —dijo él con suavidad—. Hubiera jurado que sí. La doctora Tanner colaboraba como voluntaria. La mayoría de las excavaciones dependen del trabajo de voluntarios; por eso, cuando se presentó una solicitud para que ella se uniera al equipo esta semana, no pareció que hubiera ningún motivo para rechazarla.
—¿Quién la presentó?
—Shelagh O’Donnell, según creo —dijo él sin darle importancia—. La número dos en el yacimiento.
—¿La doctora Tanner es amiga de Shelagh O’Donnell? —repuso ella, haciendo un esfuerzo para disimular su asombro.
—Obviamente, me pasó por la mente la idea de que la doctora Tanner le hubiera dado el anillo a ella. Por desgracia, no tuve oportunidad de interrogarla el lunes y ahora parece ser que se ha esfumado.
—¿Esfumado? —preguntó Marie-Cécile secamente—. ¿Cuándo? ¿Cómo lo sabe?
—Anoche O’Donnell estaba en la casa del yacimiento. Recibió una llamada y poco después salió. Desde entonces, no la han vuelto a ver.
Marie-Cécile encendió otro cigarrillo para serenarse.
—¿Por qué nadie me había dicho nada de esto antes?
—No pensé que pudiera interesarle algo tan marginal y tan poco relacionado con sus principales preocupaciones. Le ruego me disculpe.
—¿Han informado a la policía?
—Todavía no. El doctor Brayling, el director del yacimiento, ha concedido unos días libres a todo el equipo. Le parece posible, e incluso probable, que O’Donnell sencillamente se haya marchado sin molestarse en despedirse de nadie.
—No quiero que la policía se inmiscuya —dijo ella con firmeza—. Sería muy lamentable.
—Totalmente de acuerdo, madame De l’Oradore. Brayling no es ningún tonto. Si cree que O’Donnell ha sustraído algo del yacimiento, no querrá involucrar a las autoridades, por su propio interés.
—¿Cree que O’Donnell ha robado el anillo?
Authié eludió responder a la pregunta.
—Creo que deberíamos encontrarla.
—No es eso lo que le he preguntado. ¿Y el libro? ¿Cree que también pudo habérselo llevado ella?
Authié la miró directamente a los ojos.
—Como le he dicho, estoy abierto a todas las posibilidades respecto a la presencia del libro en ese lugar. —Hizo una pausa—. Pero si efectivamente estaba allí, no creo que haya podido sacarlo del yacimiento sin que nadie lo viera. El anillo es otra historia.
—Alguien tiene que habérselo llevado —repuso ella en tono exasperado.
—Si es que estaba allí, como ya le he dicho.
Marie-Cécile se puso en pie de un salto sorprendiéndolo con su rápido movimiento, y rodeó la mesa hasta situarse delante de él. Por primera vez, ella vio un chispazo de alarma en los ojos grises del abogado. Marie-Cécile se inclinó y apoyó la palma de la mano contra el pecho del hombre.
—Siento palpitar su corazón —dijo suavemente—. Palpita con mucha fuerza. ¿Por qué será, Paul?
Sosteniendo su mirada, lo empujó hasta hacerlo recostar contra el respaldo del sillón.
—No tolero errores —añadió—. Y no me gusta que no me mantengan informada. —Ambos se sostuvieron la mirada—. ¿Entendido?
Authié no respondió. Marie-Cécile no esperaba que lo hiciera.
—Lo único que tenía que hacer era entregarme los objetos prometidos. Para eso le pago. Ahora encuentre a esa chica inglesa y negocie con Noubel, si hace falta; el resto es cosa suya. No quiero saber nada al respecto.
—Si he hecho algo que pudiera darle la impresión de que…
Ella le puso los dedos sobre los labios y sintió que el contacto físico lo hacía retraerse.
—No quiero saber nada.
Aflojó la presión y se apartó de él para volver a salir al balcón. El anochecer había despojado de color a todas las cosas, convirtiendo los edificios y los puentes en meras siluetas recortadas contra un cielo cada vez más oscuro.
Al cabo de un momento, Authié salió y se situó junto a ella.
—No dudo de que hace cuanto está a su alcance, Paul —dijo ella con calma. Él colocó sus manos junto a las de ella sobre la baranda y, por un segundo, los dedos de ambos se rozaron—. Como podrá suponer, hay otros miembros de la Noublesso Véritable en Carcasona que lo harían igual de bien. Sin embargo, dado el alcance de su participación hasta el momento…
Dejó la frase en suspenso. Por la forma en que se le tensaron los hombros y la espalda, ella notó que la advertencia había calado. Levantó una mano para llamar la atención de su chofer, que la esperaba abajo.
—Me gustaría ir personalmente al pico de Soularac.
—¿Piensa quedarse en Carcasona? —se apresuró a preguntar él.
Ella disimuló una sonrisa.
—Sí, unos días.
—Tenía la impresión de que no quería entrar en la cámara hasta la noche de la ceremonia…
—He cambiado de idea —dijo ella, volviéndose para quedar frente a frente—. Ahora estoy aquí. —Sonrió—. Tengo cosas que hacer, así que si me recoge a la una, tendré tiempo de leer su informe. Me alojo en el hotel de la Cité.
Marie-Cécile volvió a entrar, cogió el sobre y lo guardó en el bolso.
—Bien. À demain, Paul. Que duerma bien.
Consciente de tener su mirada en la espalda mientras bajaba la escalera, Marie-Cécile no pudo menos que admirar el autocontrol de Authié. Pero mientras se acomodaba en el coche, tuvo la satisfacción de oír que una copa de cristal se estrellaba contra la pared y se partía en mil pedazos en el apartamento del abogado, dos pisos más arriba.
El vestíbulo del hotel estaba lleno de humo de puro. Tomando la copa de la sobremesa, numerosos huéspedes enfundados en trajes de verano o vestidos de noche conversaban en los mullidos sillones de piel o a la discreta sombra de los reservados de caoba.
Marie-Cécile subió lentamente por la escalinata. Fotografías en blanco y negro la contemplaban desde lo alto, recuerdo del esplendoroso pasado finisecular del hotel.
Cuando llegó a su habitación, se quitó la ropa y se puso el albornoz. Como siempre hacía antes de irse a la cama, se miró fríamente al espejo, como examinando una obra de arte. Piel traslúcida, pómulos altos, el típico perfil de los De l’Oradore.
Marie-Cécile se pasó los dedos por la piel de la cara y el cuello. No permitiría que su belleza se desvaneciera con el paso de los años. Si todo iba bien, conseguiría lo que su abuelo había soñado. Eludiría la vejez. Derrotaría a la muerte.
Frunció el entrecejo. Eso sólo si lograban encontrar el libro y el anillo. Cogió su teléfono móvil y marcó un número. Con renovada determinación, Marie-Cécile encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, contemplando los jardines mientras esperaba que respondieran a su llamada. Susurradas conversaciones nocturnas subían flotando desde la terraza. Más allá de las almenas de los muros de la Cité, del otro lado del río, las luces de la Basse Ville resplandecían como adornos baratos de Navidad, anaranjados y blancos.
—¿François-Baptiste? C’est moi. ¿Ha llamado alguien a mi número privado en las últimas veinticuatro horas? —Escuchó un momento—. ¿No? ¿Te ha llamado ella a ti? —Esperó—. Acaban de decirme que ha habido un problema por aquí. —Mientras él hablaba, ella se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa—. ¿Alguna novedad sobre el otro asunto?
La respuesta no fue la que ella esperaba.
—¿Nacional o solamente local? —Una pausa—. Mantenme al corriente. Llámame si surge alguna otra cosa; de lo contrario, estaré de vuelta el jueves por la noche.
Después de colgar, Marie-Cécile dejó que sus pensamientos derivaran hacia el otro hombre que había en su casa. Will era un encanto y hacía cuanto podía por agradar, pero la relación entre ambos había cumplido su ciclo. Era demasiado exigente y sus celos adolescentes empezaban a irritarla. Siempre estaba haciendo preguntas. En ese momento, no quería complicaciones.
Además, necesitaban la casa para ellos.
Encendió la lámpara de lectura y sacó de su portafolios el informe sobre los esqueletos que le había dado Authié, así como un dossier sobre el propio Authié, redactado dos años antes, cuando lo habían propuesto para ingresar en la Noublesso Véritable.
Repasó por encima el documento, aunque ya lo conocía bien. Había un par de acusaciones de acoso sexual durante su época de estudiante. Supuso que las dos mujeres habrían recibido algún dinero, porque ninguna de las dos presentó denuncia formal. Había imputaciones de ataque a una mujer argelina durante una manifestación proislámica, aunque tampoco había sido presentada denuncia, y pruebas de colaboración con una publicación antisemita en la universidad, así como alegaciones de abuso físico y sexual por parte de su ex esposa, que tampoco habían tenido ninguna consecuencia.
Más significativos eran los donativos frecuentes y cada vez más sustanciosos a la Compañía de Jesús, los jesuitas. En los últimos dos o tres años, sus contribuciones a grupos fundamentalistas contrarios al Vaticano II y a la modernización de la Iglesia también habían aumentado.
En opinión de Marie-Cécile, esos indicios de compenetración con la línea dura religiosa no cuadraban del todo con la pertenencia a la Noublesso. Authié había ofrecido sus servicios a la organización y hasta entonces había sido útil. Había preparado con eficacia la excavación en el pico de Soularac y con igual celeridad le había puesto fin. La advertencia acerca del fallo de seguridad en Chartres había llegado a través de uno de sus contactos. Su información confidencial siempre había sido clara y fidedigna.
Aun así, Marie-Cécile no confiaba en él. Era demasiado ambicioso. Contra sus éxitos pesaban los fallos cometidos en las últimas cuarenta y ocho horas. No creía que fuera tan tonto como para llevarse el anillo o el libro, pero tampoco parecía el tipo de hombre que se deja escamotear las cosas bajo sus propias narices.
Vaciló, pero al final hizo una segunda llamada.
—Tengo un trabajo para ti. Estoy interesada en un libro, de unos veinte centímetros de alto por diez de ancho, cubierta de piel sujeta con lazos de cuero. También un anillo de hombre, de piedra, dorso plano, con una fina línea en el centro y un grabado en la cara inferior Es posible que vaya acompañado de una pequeña pieza, una especie de ficha del tamaño de una moneda de diez francos. —Hizo una pausa—. En Carcasona. Un piso en el Quai de Paicherou y unas oficinas en la Rue de Verdun. Los dos pertenecen a Paul Authié.