CAPÍTULO 31

El bufete de Paul Authié estaba en el corazón de la Basse Ville de Carcasona.

Su negocio se había expandido en los dos últimos años y sus oficinas reflejaban el éxito: un edificio de cristal y acero, diseñado por un arquitecto conocido. Un elegante patio ajardinado separaba los espacios de trabajo y los pasillos. Discreto y selecto.

Authié se encontraba en su despacho privado, en el cuarto piso. El ventanal, orientado al oeste, dominaba la catedral de Saint-Michel y el cuartel del regimiento de paracaidistas. La sala era un reflejo del hombre: pulcra y con un aire estrictamente controlado de opulencia y buen gusto ortodoxo.

Toda la pared exterior de la sala era de cristal. A esa hora, las persianas venecianas estaban cerradas para proteger el recinto del sol de la tarde. Fotografías enmarcadas cubrían las otras tres paredes, junto con diplomas y certificados. Había varios mapas antiguos, que no eran reproducciones sino originales. Algunos ilustraban las rutas de las cruzadas y otros mostraban las cambiantes fronteras históricas del Languedoc. El papel se había vuelto amarillo, y los rojos y verdes de la tinta se habían borrado en algunos puntos, produciendo una distribución moteada y desigual del color.

Frente a la ventana se veía una mesa de escritorio ancha y alargada, diseñada a medida. Estaba casi vacía, excepto por la gran almohadilla de papel secante con reborde de cuero y unas pocas fotografías enmarcadas, una de las cuales era una imagen de estudio de su ex esposa y sus dos hijos, que Authié mantenía a la vista porque a los clientes les reconfortaba ver pruebas de estabilidad familiar.

Había otras tres fotos: la primera era un retrato suyo a los veintiún años, cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Administración de París, estrechando la mano de Jean-Marie Le Pen, el líder del Frente Nacional; la segunda había sido tomada en Santiago de Compostela, y la tercera, del año anterior, lo mostraba a él junto al abad de Cîteaux, entre otras personalidades, con ocasión de su más reciente y sustancial donativo a la Compañía de Jesús.

Cada fotografía le recordaba lo lejos que había llegado.

Sonó el teléfono de su despacho.

Oui?

Era su secretaria, para anunciarle la llegada de sus visitantes.

—Que suban —ordenó.

Javier Domingo y Cyrille Braissart eran ex policías. Braissart había sido expulsado del cuerpo en 1999 por uso excesivo de la fuerza durante el interrogatorio de un sospechoso, y Domingo un año después, acusado de intimidación y de aceptar sobornos. El hecho de que ambos se hubiesen librado de la cárcel obedecía a la habilidad de Authié. Desde entonces, los dos trabajaban a sus órdenes.

—¿Y bien? —dijo el abogado—. Si tenéis alguna explicación, este es el momento de darla.

Los hombres cerraron la puerta y permanecieron en silencio delante de la mesa.

—¿No? ¿Nada que decir? —preguntó, asaeteando el aire con un dedo—. Ya podéis empezar a rezar para que Biau no vuelva en sí y recuerde a los ocupantes del coche.

—No lo hará, señor.

—¿Ahora resulta que eres médico, Braissart?

—Su estado se ha deteriorado a lo largo del día.

Authié les volvió la espalda, con las manos apoyadas en las caderas, y se puso a mirar por la ventana en dirección a la catedral.

—Bien, ¿qué tenéis para mí?

—Biau le ha pasado una nota —dijo Domingo.

—Que se ha esfumado —comentó Authié con ironía—, junto con la chica. ¿Para qué has venido, Domingo, si no tienes nada nuevo que decirme? ¿Por qué me haces perder el tiempo?

La tez de Domingo adquirió un desagradable tono rojizo.

—Sabemos dónde está, señor. Santini la encontró hoy mismo en Toulouse.

—¿Y bien?

—Salió de Toulouse hace una hora, más o menos —dijo Braissart—. Pasó la tarde en la Biblioteca Nacional. Santini va a enviarnos por fax una lista de los sitios que ha visitado.

—¿Habéis pensado en seguir el coche? ¿O es demasiado pedir?

—Lo estamos siguiendo. Viene en dirección a Carcasona.

Authié se sentó en su silla y los miró fijamente a través de la vasta extensión de la mesa de escritorio.

—Entonces supongo que tendréis pensado esperarla en el hotel, ¿no es así, Domingo?

—Así es, señor. ¿En qué hot…?

—Montmorency —replicó él secamente, mientras juntaba los dedos—. No quiero que se percate de que la estamos vigilando. Registrad la habitación, el coche, todo, pero no dejéis que ella lo advierta.

—¿Buscamos algo más, aparte del anillo y la nota, señor?

—Un libro —dijo él—, más o menos así de alto. Tapas gruesas, atado con cintas de cuero. Muy valioso y sumamente delicado.

Abrió una carpeta que tenía sobre la mesa y les tendió una fotografía.

—Parecido a este —les dijo. Dejó que Domingo estudiara la foto durante unos segundos y volvió a guardarla—. Y si eso es todo…

—También hemos conseguido esto, de una enfermera del hospital —se apresuró a interrumpirlo Braissart, tendiéndole un papel—. Biau lo tenía en el bolsillo.

Authié lo cogió. Era el resguardo de un paquete franqueado desde la central de correos de Foix, a última hora del lunes por la tarde, a una dirección de Carcasona.

—¿Quién es Jeanne Giraud? —dijo.

—La abuela de Biau por parte de madre.

—¿Ah, sí? —dijo el abogado con suavidad, antes de tender la mano y pulsar el botón del interfono de su escritorio—. Aurélie, necesito información sobre una tal Jeanne Giraud. G-i-r-a-u-d. Vive en la Rue de la Gaffe. Lo antes posible. —Authié se reclinó en su silla—. ¿Sabe ya lo que le ha sucedido a su nieto?

El silencio de Braissart respondió a su pregunta.

—Averígualo —dijo Authié secamente—. O mejor aún, mientras Domingo visita a la doctora Tanner, acércate a casa de madame Giraud y echa un vistazo… discreto. Te veré en el aparcamiento frente a la puerta de Narbona, en… —miró brevemente el reloj— treinta minutos.

El interfono volvió a zumbar.

—¿A qué estáis esperando? —dijo a sus visitantes, despidiéndolos con un gesto de la mano. Esperó a que la puerta se cerrara para contestar.

—¿Sí, Aurélie?

Mientras escuchaba, se llevó la mano al crucifijo de oro que le colgaba del cuello.

—¿Ha dicho por qué quiere aplazar una hora la cita? ¡Claro que es una molestia! —exclamó, interrumpiendo las disculpas de su secretaria.

Extrajo el teléfono móvil del bolsillo de la americana. No había mensajes. En el pasado, siempre establecía todos los contactos directamente y en persona.

—Voy a tener que salir, Aurélie —dijo—. Cuando vayas hacia tu casa, deja de paso el informe sobre Giraud en mi apartamento. Antes de las ocho.

Después Authié descolgó su americana del respaldo de la silla, cogió un par de guantes y salió.

Audric Baillard estaba sentado ante un pequeño escritorio, en la habitación de la casa de Jeanne Giraud que daba al frente. Los postigos estaban entrecerrados y el cuarto estaba sumido en la penumbra irregular que producía la luz parcialmente filtrada del crepúsculo. A sus espaldas había una anticuada cama individual, con pies y cabecero de madera labrada, recién hecha con sencillas sábanas blancas de algodón.

Jeanne le había reservado esa misma habitación muchos años atrás, para que la tuviera a su disposición siempre que la necesitara. En un gesto que lo había conmovido profundamente, había reunido en la habitación ejemplares de todas sus publicaciones, que había alineado en una repisa de madera, sobre la cama.

Baillard tenía escasas posesiones. Lo único que guardaba en el cuarto era una muda de ropa y material para escribir. Al comienzo de su larga colaboración, Jeanne se burlaba cordialmente de su preferencia por la tinta y la pluma y por un tipo de papel casi tan grueso como el pergamino. Él se limitaba a sonreír, diciéndole que era demasiado viejo para cambiar de hábitos.

Se preguntaba qué iba a pasar ahora. El cambio sería inevitable.

Se reclinó en la silla, pensando en Jeanne y en lo mucho que su amistad había significado para él. En cada época de su vida, había encontrado mujeres y hombres buenos que lo habían ayudado, pero Jeanne era especial. A través de Jeanne había localizado a Grace Tanner, aunque las dos mujeres no se conocían.

El entrechocar de los cazos devolvió al presente sus pensamientos. Baillard empuñó la pluma y sintió que los años se desvanecían, una repentina ausencia de edad y de experiencia. Volvió a sentirse joven.

De golpe, las palabras acudieron con facilidad a su mente y se puso a escribir. La carta era breve e iba directa al grano. Cuando terminó, Audric secó la tinta reluciente y plegó pulcramente el papel en tres, para meterlo en un sobre. En cuanto tuviera la dirección, podría enviar la carta.

A partir de ahí, todo quedaba en manos de ella. Sólo ella podía decidir.

Si es atal, es atal. «Lo que tenga que ser, será».

Sonó el teléfono. Baillard abrió los ojos. Oyó que Jeanne contestaba y, después, un grito agudo. Primero creyó que el grito procedía de la calle, pero después distinguió el ruido del auricular golpeando contra el suelo de baldosas.

Sin saber cómo, se encontró de pie, intuyendo un cambio en el ambiente. Se volvió hacia el sonido de los pasos de Jeanne subiendo la escalera.

Qu’es? —dijo en seguida—. ¡Jeanne! —añadió con más apremio—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién era?

Ella lo miró con expresión vacía.

—Un accidente. Yves.

Audric se la quedó mirando con horror.

Quora? «¿Cuándo?».

—Anoche. El conductor huyó. Hasta ahora no habían conseguido localizar a Claudette. Ha sido ella quien me ha llamado.

—¿Cómo está?

Jeanne no parecía estar escuchándolo.

—Van a enviar a alguien para que me lleve al hospital de Foix.

—¿A quién? ¿Lo está organizando Claudette?

—La policía.

—¿Quieres que te acompañe?

—Sí —replicó ella, tras un instante de vacilación. Después, como una sonámbula, salió de la habitación y atravesó el vestíbulo. Segundos después, Baillard oyó que se cerraba la puerta de su dormitorio.

Impotente y temeroso de una mala noticia, volvió a su habitación. Sabía que no era coincidencia. Su mirada se posó en la carta que había escrito. Hizo ademán de cogerla, pensando que aún era posible frenar la inevitable cadena de acontecimientos, mientras estuviera a tiempo.

Pero en seguida desistió. Sin embargo, quemar la carta habría reducido a la nada todo aquello por lo que había luchado, todo cuanto había padecido.

Tenía que seguir la senda hasta el final.

Baillard cayó de rodillas y se puso a rezar. Las viejas palabras le sonaron rígidas en los labios, pero no tardaron en fluir con facilidad, como antes, conectándolo con todos los que las habían pronunciado en el pasado.

El claxon de un coche que sonaba en la calle lo devolvió al presente. Sintiéndose entumecido y cansado, le costó ponerse de pie. Deslizó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta, descolgó la prenda del gancho de la puerta y fue a decirle a Jeanne que había que salir.

Authié estacionó su vehículo en uno de los grandes y anónimos aparcamientos municipales frente a la puerta de Narbona. Por todas partes había enjambres de extranjeros, armados con cámaras y guías turísticas. Todo le parecía despreciable: la explotación de la historia y la descerebrada comercialización de su pasado para entretenimiento de japoneses, norteamericanos e ingleses. Aborrecía las murallas restauradas y el falso revestimiento de pizarra gris de las torres, envoltorio de un pasado imaginado para imbéciles e impíos.

Braissart lo estaba esperando, tal como habían acordado, y le informó rápidamente de lo averiguado. La casa estaba vacía y era fácil acceder por detrás, atravesando los patios traseros. Según los vecinos, un coche de policía había recogido a madame Giraud haría unos quince minutos. Un hombre mayor iba con ella.

—¿Quién?

—Lo han visto antes por aquí, pero nadie sabe su nombre.

Tras despedir a Braissart, Authié siguió bajando la ladera. La casa estaba a unas tres cuartas partes del camino cuesta abajo, a mano izquierda. La puerta estaba atrancada y los postigos, cerrados, pero aún se percibía un aire de presencia humana reciente.

Pasó de largo hasta el final de la calle, giró a la izquierda por la Rué de Barbarcane y la Place de Saint-Gimer. A las puertas de las casas había algunos vecinos sentados, mirando los coches aparcados en la plaza. Un grupo de niños con bicicletas, con el pecho descubierto y morenos por el sol, holgazaneaban en la escalera de la iglesia. Authié no les prestó atención. Siguió andando a paso rápido, por el acceso asfaltado que discurría por detrás de las primeras casas y jardines de la Rué de la Gaffe. Después subió por la derecha, para seguir por un estrecho camino de tierra que serpenteaba a través de las laderas cubiertas de hierba, al pie de las murallas de la Cité.

Muy pronto tuvo a la vista la fachada trasera de la casa de madame Giraud. Los muros estaban pintados del mismo amarillo oscuro que el frente. Una pequeña cancela de madera sin atrancar conducía al patio embaldosado. Higos como péndulos, casi negros de tan maduros, colgaban de un árbol generoso que hurtaba de la vista de los vecinos la mayor parte del patio. Las baldosas de barro cocido tenían manchas violetas allí donde habían caído y estallado los higos.

Las puerta-ventanas traseras estaban enmarcadas en un porche de madera cubierto de hiedra. Mirando a través de ellas, Authié vio que, aunque la llave estaba puesta en la cerradura, las puertas tenían los dos pasadores cerrados, el de arriba y el de abajo. Como no quería dejar rastros, siguió investigando, en busca de otra manera de entrar.

Junto a las puerta-ventanas estaba la pequeña ventana de la cocina, que había quedado abierta por la parte superior. Authié se puso los guantes de goma, deslizó el brazo a través del hueco y manipuló el anticuado sistema de cierre hasta liberarlo. Estaba rígido y los goznes chirriaron como quejándose al abrirse. Cuando el hueco fue lo suficientemente grande, metió un dedo y liberó la parte inferior de la ventana.

Un agradable aroma a pan y aceitunas lo recibió cuando se encaramó y entró en la fresca cocina con despensa. Una rejilla de alambre protegía la tabla de quesos. En las repisas se alineaban botellas y frascos de conservas en vinagre, mermeladas y mostaza. Sobre la mesa había una tabla de picar y un paño blanco de cocina que cubría unos pocos mendrugos de una baguette del día anterior. En un colador, dentro de la pila, unos albaricoques que esperaban a ser lavados, y en el escurridor, dos vasos boca abajo.

Authié prosiguió hacia el salón, en uno de cuyos rincones había un buró con una vieja máquina de escribir eléctrica. Movió el interruptor y el aparato cobró vida. Introdujo un folio y pulsó un par de teclas. Las letras aparecieron en una nítida fila negra sobre el papel. Apartó la máquina de escribir y se puso a revisar los archivadores que había detrás. Jeanne Giraud era una mujer ordenada y todo estaba claramente etiquetado y clasificado: las facturas, en la primera sección; la correspondencia personal, en la segunda; los recibos de la pensión y las pólizas de seguros, en la tercera, y los documentos varios, en la cuarta.

Nada de eso suscitó el interés de Authié, que concentró su atención en los cajones. En los dos primeros encontró el material habitual de papelería: bolígrafos, clips, sobres, sellos y paquetes de folios blancos de formato A4. El último cajón estaba cerrado con llave. Deslizó con cuidado y habilidad la hoja de un abrecartas por el espacio entre el cajón y el marco del buró e hizo ceder el cerrojo.

Dentro había una sola cosa: un pequeño sobre almohadillado, lo suficientemente grande como para contener un anillo, pero no el libro. Estaba franqueado en Ariège, a las dieciocho veinte del 4 de julio de 2005.

Authié introdujo los dedos. Estaba vacío, a excepción de una copia del recibo firmado, que confirmaba que madame Giraud había recibido el paquete a las ocho y veinte. Coincidía con el resguardo que le había dado Domingo.

Authié se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

No era una prueba incontrovertible de que Biau hubiera cogido el anillo y se lo hubiese enviado a su abuela, pero apuntaba en ese sentido. Authié siguió buscando el objeto. Tras completar el registro de la planta baja, siguió en el piso de arriba. La puerta del dormitorio que daba al fondo estaba justo delante de la escalera. Era a todas luces la habitación de madame Giraud: luminosa, limpia y femenina. Authié revisó el armario y los cajones de la cómoda, recorriendo con dedos expertos la ropa interior y las prendas de calle, que eran pocas pero de buena calidad. Todo estaba pulcramente doblado y ordenado, y olía vagamente a agua de rosas.

En el tocador, delante del espejo, había un cofre joyero, en cuyo interior convivían dos o tres broches, un collar de perlas amarilleadas y una pulsera de oro, mezclados con varios pares de pendientes y un crucifijo de plata. Los anillos de boda y de pedida estaban rígidamente insertos en el raído terciopelo rojo, como si rara vez hubiesen salido de allí.

El dormitorio que daba al frente, por contraste, le pareció sobrio y despojado, casi vacío, a excepción de una cama individual y un escritorio junto a la ventana, con una lámpara encima. Le gustó. Le recordaba las austeras celdas de la abadía.

Había signos de ocupación reciente. En la mesilla de noche había un vaso de agua a medio beber junto a un libro de poesía occitana de Rene Nelli, con los bordes desgastados. Authié se acercó al escritorio, donde encontró un portaplumas con plumín, un frasco de tinta y una pila de hojas de papel grueso. También había un trozo de papel secante, casi sin usar.

Le costó dar crédito a lo que estaba viendo. Alguien había estado en esa mesa escribiéndole una carta a Alice Tanner. El nombre resultaba perfectamente legible en el papel secante.

Authié dio la vuelta a este e intentó descifrar la firma, apenas visible, al pie del texto. La escritura era anticuada y algunas letras se confundían con otras, pero al final consiguió formar el esqueleto de un nombre.

Dobló el áspero papel y se lo guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta. Cuando se volvió para abandonar la habitación, su mirada se vio atraída por algo tirado en el suelo, atrapado entre el panel y el marco de la puerta. Lo recogió. Era el fragmento de un billete de tren, sólo de ida, con fecha de ese mismo día. El destino, Carcasona, se leía con claridad, pero faltaba el nombre de la estación de origen.

El sonido de las campanas de Saint-Gimer dando la hora le recordó que no le quedaba mucho tiempo para marcharse. Tras un último vistazo para comprobar que todo estaba tal como lo había encontrado, se fue por donde había entrado.

Veinte minutos después, estaba sentado en el balcón de su apartamento en el muelle de Paicherou, contemplando la fortaleza medieval al otro lado del río. En la mesa, delante de él, había una botella de Château Villerambert Moureau y dos copas. Sobre sus rodillas, una carpeta con la información que su secretaria había logrado reunir en la última hora sobre Jeanne Giraud. La otra carpeta contenía el informe preliminar del forense acerca de los cuerpos hallados en la cueva.

Tras reflexionar unos instantes, Authié sacó varias hojas del informe sobre madame Giraud. Después volvió a cerrar el sobre, se sirvió una copa de vino y se dispuso a esperar a la persona que iba a visitarlo.