Carcassona
MARTES 5 DE JULIO DE 2005
Alice sintió que se le levantaba el ánimo mientras se alejaba de Toulouse.
La carretera seguía una línea recta a través de un fértil paisaje verde y marrón de sembrados. De vez en cuando veía campos de girasoles, con las caras inclinadas al sol del atardecer. Durante gran parte del viaje, las vías del tren de alta velocidad discurrían paralelas a la carretera. Después de las montañas y los ondulados valles del Ariège, que habían sido su primer contacto con esa parte de Francia, el paisaje le pareció más manso.
Había pueblecitos arracimados en lo alto de las colinas, casas aisladas con postigos en las ventanas y pequeñas torres cuyas campanas se dibujaban sobre el cielo rosa del crepúsculo. Leía los nombres de los pueblos a medida que los iba dejando atrás —Avignonet, Castelnaudary, Saint-Papoul, Bram, Mirepoix—, haciéndolos rodar sobre la lengua como si fueran vino. En su imagen mental, todos prometían un secreto de calles empedradas e historia sepultada entre pálidos muros de piedra.
Alice atravesó el departamento del Aude. Un cartel marrón indicativo de patrimonio anunciaba: Vous êtes en Pays Cathare. Sonrió. País cátaro. Rápidamente estaba aprendiendo que la región se definía tanto por su pasado como por su presente. No sólo Foix, sino Toulouse, Béziers y Carcasona, todas las grandes ciudades del suroeste, vivían aún a la sombra de sucesos ocurridos casi ochocientos años atrás. Libros, recuerdos, postales, vídeos y toda una industria turística se habían desarrollado sobre esa base. Como las sombras del anochecer que se alargaban hacia el oeste, los carteles parecían conducirla hacia Carcasona.
A las nueve, Alice había pagado el peaje y estaba siguiendo las señales hacia el centro de la ciudad. Se sentía nerviosa y excitada, extrañamente aprensiva, mientras se orientaba a través de grises suburbios industriales y polígonos comerciales. Estaba cerca, podía sentirlo.
Cuando los semáforos se pusieron verdes, Alice prosiguió su marcha, arrastrada por la corriente del tráfico, a través de puentes y rotondas, hasta que de pronto estuvo otra vez en campo abierto: matorrales a lo largo del cinturón de la ciudad, malas hierbas y árboles retorcidos, que el viento había hecho asumir un porte horizontal.
Pero al llegar a lo más alto de la colina, la vio.
La Cité medieval dominaba el paisaje. Era mucho más impresionante de lo que Alice había imaginado, mucho más sustancial y completa. A la distancia a que se encontraba, con las violáceas montañas nítidamente recortadas a lo lejos, parecía un reino mágico flotando en el cielo.
De inmediato se enamoró del lugar.
Se detuvo a un lado de la carretera y bajó del coche. Había dos conjuntos de murallas, un anillo interior y otro exterior. Podía distinguir la catedral y el castillo. Una torre simétrica de planta rectangular, muy alta y delgada, destacaba sobre todo lo demás.
La Cité estaba en la cima de una colina cubierta de hierba, cuyas laderas descendían hacia unas calles llenas de rojos tejados. En el llano, al pie del monte, había viñedos, campos de higueras y olivos, e hileras de tomateras cargadas de tomates maduros.
Sin decidirse a acercarse un poco más por temor a romper el hechizo, Alice vio la puesta de sol, que despojó de su color a todas las cosas. Se estremeció, sintiendo el aire del anochecer repentinamente frío sobre sus brazos desnudos.
Su memoria le brindó las palabras que necesitaba. «Llegaremos al punto de partida y por primera vez conoceremos el lugar».
Por primera vez, Alice comprendió exactamente lo que quiso decir Eliot.