Mientras volvían atravesando la ciudad a toda prisa, pudieron ver que el éxodo ya había comenzado.
Judíos y sarracenos se desplazaban hacia las puertas principales, algunos a pie y otros en carros vencidos bajo el peso de sus pertenencias: libros, mapas y muebles. Los prestamistas llevaban caballos ensillados y transportaban cestas, baúles, balanzas y rollos de pergamino. Alaïs advirtió que entre la multitud también había algunas familias cristianas.
El patio del palacio del soberano había perdido todo su color bajo el sol despiadado de la mañana. Cuando franquearon las puertas, Alaïs vio la expresión de alivio en la cara de su padre al comprobar que la reunión del Consejo aún no había terminado.
—¿Sabe alguien más que estás aquí?
Alaïs se detuvo en seco, asustada al percatarse de que no había pensado en Guilhelm ni por un momento.
—No. Fui directamente a buscaros.
Le resultó irritante el destello de satisfacción en el rostro de su padre mientras este hacía un gesto afirmativo con la cabeza.
—Espera aquí —dijo él—. Informaré al vizconde Trencavel de tu presencia y le pediré permiso para que te sumes a nuestro grupo. También habría que decírselo a tu marido.
Alaïs se quedó mirándolo, mientras él desaparecía en la penumbra de las salas. Sin nada más que hacer, se volvió y se puso a observar a su alrededor. Había animales descansando a la sombra, con el pelaje aplastado contra los fríos y pálidos muros, ajenos a las vicisitudes de los hombres. Pese a su propia experiencia y a las historias que Amiel de Coursan le había referido, allí, en la tranquilidad del palacio, le costaba creer que la amenaza fuera tan inminente como decían.
Detrás de ella, se abrieron de par en par las puertas y una oleada de hombres invadió la escalinata y el patio. Alaïs apretó la espalda contra una columna para evitar que la arrastrara la corriente.
La plaza de armas estalló en gritos, instrucciones y órdenes dictadas y obedecidas, y hubo una marea de escuderos corriendo a buscar los caballos de sus amos. En un abrir y cerrar de ojos, el palacio dejó de ser la sede de la administración, para transformarse en el corazón del ejército.
En medio de la conmoción, Alaïs oyó que alguien la llamaba por su nombre. Era Guilhelm. El corazón se le desbocó. Se volvió, esforzándose por descubrir de dónde venía su voz.
—¡Alaïs! —exclamó él incrédulo—. ¿Cómo es posible? ¿Qué haces aquí?
Ya podía verlo, avanzando a grandes zancadas entre la multitud, abriéndose una senda, hasta levantarla entre sus brazos y estrecharla con tanta fuerza que ella sintió como si fuera a extraerle hasta el último aliento del cuerpo. Por un instante, su imagen y su olor borraron de su mente todo lo demás. Lo olvidó todo, lo perdonó todo. Se sentía casi tímida, cautivada por el evidente placer y el deleite que sentía él al verla. Alaïs cerró los ojos e imaginó que ambos estaban solos, mágicamente de regreso en el Château Comtal, como si las tribulaciones de los últimos días no hubiesen sido más que una pesadilla.
—¡Cuánto te he echado de menos! —dijo Guilhelm, besándole el cuello y las manos. Alaïs intentó zafarse de su abrazo.
—Mon còr, ¿qué es esto?
—Nada —replicó ella rápidamente.
Guilhelm levantó su capa y vio la contusión violentamente morada en su hombro.
—¿Nada? ¡Por Sainte Foy! ¿Cómo, en nombre de…?
—Me caí —dijo ella—. El hombro se llevó la peor parte. Parece peor de lo que es. No te inquietes, por favor.
Guilhelm parecía ahora confuso, indeciso entre la preocupación y la duda.
—¿Así es como llenas tus horas cuando no estoy? —dijo, con la sombra de una sospecha en la mirada. Después retrocedió un paso—. ¿Por qué has venido, Alaïs?
Ella titubeó.
—Para traer un mensaje a mi padre.
En el instante mismo en que las palabras salían de sus labios, Alaïs se dio cuenta de que se había equivocado. Su intenso placer se transmutó de inmediato en angustia. Su frente se ensombreció.
—¿Qué mensaje?
Se le quedó la mente en blanco. ¿Qué habría dicho su padre? ¿Qué posible excusa podía dar?
—Yo…
—¿Qué mensaje, Alaïs?
Ella contuvo el aliento. Deseaba más que nada en el mundo que reinara la confianza entre ambos, pero le había dado su palabra a su padre.
—Esposo mío, perdóname, pero no puedo decirlo. Es algo que sólo él podía escuchar.
—¿No puedes o no quieres decirlo?
—No puedo, Guilhelm —dijo ella con dolor—. Me gustaría mucho que las cosas fuesen diferentes.
—¿Ha enviado él por ti? —preguntó Guilhelm con furia—. ¿Te ha mandado llamar sin mi autorización?
—No, nadie me ha mandado llamar —dijo ella llorando—. Vine por voluntad propia.
—Pero aun así, te niegas a decirme por qué.
—Te lo imploro, Guilhelm. No me pidas que rompa la promesa que le hice a mi padre. Por favor. Intenta comprenderlo.
Él la agarró de los brazos y la zarandeó.
—¿No vas a decírmelo? ¿No? —Dejó escapar una seca y amarga carcajada—. ¡Y pensar que yo te creía mía! ¡Qué ingenuo he sido!
Alaïs intentó impedir que se marchara, pero su marido ya se alejaba a grandes zancadas entre la muchedumbre.
—¡Guilhelm! ¡Espera!
—¿Qué sucede?
Cuando la joven se dio la vuelta, vio a su padre, que había llegado y estaba tras ella.
—Se ha disgustado por mi negativa a confiarle lo que sé.
—¿Le has dicho que yo te he prohibido hablar al respecto?
—Lo he intentado, pero no está dispuesto a escucharme.
Pelletier hizo una mueca de desdén.
—No tiene derecho a pedirte que rompas una promesa.
Alaïs se mantuvo firme, sintiendo que la ira crecía en su interior.
—Con todo respeto, paire, tiene todo el derecho. Es mi marido. Merece mi obediencia y mi lealtad.
—No le estás siendo desleal —replicó Pelletier con impaciencia—. Su disgusto pasará. No es el momento ni el lugar para enfadarse.
—Él es muy sensible. Las ofensas lo afectan muy profundamente.
—Como a todos —repuso su padre—. A todos nos afectan profundamente las afrentas, pero no dejamos que las emociones gobiernen nuestro juicio. ¡Alaïs, por favor! Apártalo de tu mente. Guilhelm está aquí para servir a su señor, no para discutir con su mujer. En cuanto estemos de vuelta en Carcassona, estoy seguro de que todo se resolverá entre vosotros dos. —Pelletier depositó un beso en la cabeza de su hija—. Déjalo correr —añadió—. Y ahora, ve a buscar a Tatou. Debes prepararte para la partida.
Lentamente, ella se volvió y siguió a su padre a las cuadras.
—Tenéis que hablar con Oriane sobre su papel en esto, paire. Estoy convencida de que sabe algo de lo que me ha sucedido.
Pelletier hizo un gesto vago con una mano.
—Juzgas mal a tu hermana, créeme. Hace demasiado tiempo que entre vosotras dos hay discordia, y yo no he hecho nada por ponerle freno, creyéndola pasajera.
—Perdonadme, paire, pero no creo que conozcáis su auténtico carácter.
Pelletier pasó por alto el comentario de su hija.
—Juzgas a Oriane con excesiva severidad, Alaïs. Yo, por mi parte, creo que si se hizo cargo de tus cuidados, fue con la mejor de las intenciones. ¿Te has molestado al menos en preguntárselo?
Por toda respuesta, Alaïs se ruborizó.
—¿Lo ves? Tu expresión me dice que no lo has hecho. —Hizo una nueva pausa—. Es tu hermana, Alaïs. Tienes que ser más amable con ella.
La injusticia del comentario encendió la cólera que anidaba en su pecho.
—¡No soy yo la que…!
—Muy bien. Si finalmente tengo oportunidad de hacerlo, hablaré con Oriane —dijo él con firmeza, dejando claro que el tema quedaba zanjado.
A Alaïs se le encendieron las mejillas, pero se contuvo y no dijo nada. Siempre se había sabido la hija preferida y, como tal, comprendía que la falta de afecto de su padre hacia Oriane suscitaba en él una mala conciencia que le impedía ver sus fallos. De ella, en cambio, siempre esperaba más.
Frustrada, Alaïs lo siguió.
—¿Intentaréis buscar a los que se llevaron el merel? ¿Haréis…?
—Ya basta, Alaïs. No podemos hacer nada más hasta que regresemos a Carcassona. Ahora, pidamos a Dios celeridad y buena suerte para llegar cuanto antes a casa. —Pelletier se detuvo y miró a su alrededor—. Y quiera el Altísimo que Besièrs tenga fuerza suficiente como para retenerlos aquí.