CAPÍTULO 28

¿Me hablaréis ahora de vuestra amistad? —dijo Alaïs en cuanto se sentó en el sofá junto a su padre—. Ya se lo pedí antes una vez —añadió volviéndose hacia Simeón—, pero entonces no estaba dispuesto a confiar en mí.

Simeón era mayor de lo que ella había imaginado. Tenía la espalda encorvada y la cara surcada de arrugas: el mapa de una vida que había visto dolores y pérdidas, pero también grandes alegrías y risas. Sus cejas eran gruesas y espesas, y sus ojos de mirada luminosa revelaban una inteligencia brillante. Su pelo rizado era más bien gris, pero su larga barba, perfumada y ungida con aceites aromáticos, todavía era negra como ala de cuervo. Ahora comprendía que su padre hubiera confundido con su amigo al hombre del río.

Discretamente, Alaïs bajó la vista hasta las manos de Simeón y sintió un destello de satisfacción. Había supuesto bien. En el pulgar izquierdo llevaba un anillo idéntico al de su padre.

—Por favor, Bertran —estaba diciendo Simeón—, se ha ganado la historia. Después de todo, ¡ha cabalgado desde muy lejos para escucharla!

Alaïs sintió que su padre se quedaba inmóvil a su lado. Lo miró. Su boca era una línea apretada.

«Está enfadado, ahora que ha cobrado conciencia de lo que he hecho».

—¿No habrás venido desde Carcassona sin escolta? —preguntó él—. ¿No habrás cometido la estupidez de hacer sola el viaje? ¿No habrás corrido ese riesgo?

—Yo…

—Respóndeme.

—Parecía lo más razonable.

—¡Lo más razonable! —estalló él—. ¡De todas las…!

Simeón se echó a reír.

—¡Aún conservas el mismo temperamento, Bertran!

Alaïs reprimió una sonrisa, mientras apoyaba la mano sobre el brazo de su padre.

Paire —dijo paciente—, ya veis que estoy sana y salva. No ha pasado nada.

Pelletier observó las heridas en las manos de su hija, pero ella rápidamente se las cubrió con la capa.

—No ha pasado casi nada —añadió—. No ha sido nada. Un pequeño corte.

—¿Ibas armada?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Desde luego.

—Entonces, ¿dónde está tu…?

—No me pareció razonable deambular por las calles de Besièrs con ella encima —dijo Alaïs, mirándolo con ojos inocentes.

—Claro, claro —murmuró él entre dientes—. ¿Y dices que no te sobrevino ninguna desgracia? ¿No estás herida?

Consciente de su hombro contusionado, Alaïs miró a su padre a los ojos.

—No me ha pasado nada —mintió.

El senescal frunció el ceño, pero pareció algo más calmado.

—¿Cómo supiste que estábamos aquí?

—Me lo dijo Amiel de Coursan, el hijo del sènhor, que generosamente se ofreció para escoltarme.

Simeón asintió con la cabeza.

—Es muy admirado en estas comarcas.

—Has sido muy afortunada —dijo Pelletier, reacio todavía a abandonar el tema—. Afortunada y enormemente imprudente. Podrían haberte asesinado. Todavía no puedo creer que hayas…

—Ibas a contarle cómo nos conocimos, Bertran —intervino Simeón en tono ligero—. Las campanas han dejado de sonar, por lo que el Consejo ya habrá comenzado. Disponemos de un poco de tiempo.

Por un momento, Pelletier mantuvo la expresión severa, pero en seguida cayeron sus hombros y una expresión de resignación invadió su rostro.

—Muy bien, muy bien. Puesto que ambos lo deseáis.

Alaïs intercambió una mirada con Simeón.

—Lleva un anillo como el vuestro, paire.

Pelletier sonrió.

—Simeón fue reclutado por Harif en Tierra Santa, lo mismo que yo, pero cierto tiempo antes, y nuestras sendas no se cruzaron. Cuando la amenaza de Saladino y sus ejércitos se volvió acuciante, Harif envió a Simeón de regreso a su ciudad natal de Chartres. Yo seguí su camino unos meses después, llevando conmigo los tres pergaminos. El viaje me llevó más de un año, pero cuando finalmente llegué a Chartres, Simeón me estaba esperando, tal como Harif había prometido. —Los recuerdos lo hicieron sonreír—. ¡Cómo detesté el frío y la humedad de Chartres, después del calor y la luz de Jerusalén! ¡Era un lugar tan pálido y desolado! Pero Simeón y yo nos entendimos de maravilla desde el principio. Su labor consistía en encuadernar los pergaminos en tres volúmenes distintos. Mientras él trabajaba con los libros, yo llegué a admirar su erudición, su sabiduría y su buen humor.

—Oh, Bertran… —protestó Simeón entre dientes, aunque Alaïs se daba cuenta de que se sentía halagado por el cumplido.

—En cuanto a Simeón —prosiguió Pelletier—, tendrás que preguntarle tú misma lo que vio en un soldado sin cultura ni instrucción como tu padre. Yo no llego a comprenderlo.

—Estabas dispuesto a aprender, amigo mío, a escuchar —dijo Simeón suavemente—. Eso te diferenciaba de la mayoría de los de tu fe.

—Yo siempre supe que los libros debían ser separados —continuó Pelletier—. En cuanto Simeón hubo finalizado su tarea, recibí un mensaje de Harif anunciándome que tenía que regresar a mi ciudad natal, donde me esperaba un cargo de senescal en la corte del nuevo vizconde Trencavel. Ahora, cuando vuelvo la vista atrás con la perspectiva que dan los años, me parece extraordinario no haber preguntado nunca por el destino de los otros dos libros. Supuse que Simeón iba a quedarse con uno de ellos, aunque nunca lo supe con certeza. ¿Y el otro? Ni siquiera lo pregunté. Hoy me avergüenzo de mi falta de curiosidad, pero simplemente cogí el libro que me confiaron y emprendí el viaje al sur.

—No debes avergonzarte —dijo Simeón con suavidad—. Hiciste lo que se te pidió, con la conciencia limpia y el corazón firme.

—Antes de que tu aparición borrara de mi mente cualquier otro pensamiento, estábamos hablando de los libros, Alaïs.

Simeón se aclaró la garganta.

—Del libro —dijo—. Sólo tengo uno.

—¿Qué? —reaccionó vivamente Pelletier—. Pero, la carta de Harif… Leyéndola, supuse que ambos estaban en tu poder, o al menos que sabías dónde estaban los dos.

Simeón sacudió la cabeza.

—Antes, sí. Pero ya no, desde hace muchos años. El Libro de los números está aquí. En cuanto al otro, he de confesarte que esperaba que tú me trajeras noticias al respecto.

—Si tú no lo tienes, ¿quién entonces? —dijo con urgencia Pelletier—. Pensaba que te habías llevado los dos contigo cuando saliste de Chartres.

—Y así fue.

—Pero…

Alaïs apoyó su mano sobre el brazo de su padre.

—Dejad que Simeón se explique.

Por un momento pareció que Pelletier iba a perder los estribos, pero finalmente hizo un gesto de aquiescencia.

—De acuerdo —dijo con un gruñido—. Cuenta tu historia.

—¡Cuánto se parece a ti, amigo mío! —rió Simeón—. Poco después de que partieras de Chartres, recibí un mensaje del Navigatairé, anunciándome la llegada de un guardián que venía a llevarse el segundo libro, el Libro de las pociones, pero sin ninguna indicación acerca de la identidad del visitante. Me preparé para su llegada y constantemente lo estuve esperando. Pasó el tiempo, me hice viejo, pero no vino nadie. Después, en el año 1194 de los cristianos, poco después del terrible incendio que destruyó la catedral y gran parte de la ciudad de Chartres, se presentó finalmente un hombre, un cristiano, un caballero que se hizo llamar Philippe de Saint-Mauré.

—Su nombre me resulta familiar. Estuvo en Tierra Santa al mismo tiempo que yo, pero nunca coincidimos —dijo Pelletier—. ¿Por qué tardó tanto? —preguntó frunciendo el ceño.

—Eso mismo me pregunté yo entonces, amigo mío. Saint-Mauré me entregó un merel y lo hizo de la manera debida. Llevaba el anillo que con tanto orgullo llevamos tú y yo. No tenía motivos para dudar de él… y sin embargo —Simeón se encogió de hombros—, había en él algo falso. Sus ojos eran agudos como los de un zorro. No pude confiar en él. No me pareció el tipo de hombre que Harif habría escogido. No había honor en su porte. Por eso decidí ponerlo a prueba, a pesar de las prendas de buena fe que traía consigo.

—¿Cómo?

La pregunta había escapado de labios de Alaïs antes de que pudiera reprimirla.

—¡Alaïs! —la reconvino su padre.

—Déjala, Bertran. Fingí no entender. Me retorcí las manos con gesto humilde, le pedí disculpas, le aseguré que debía de estar confundiéndome con otra persona. Entonces desenvainó su espada.

—Lo cual confirmó tus sospechas de que no era quien pretendía ser…

—Me maldijo y me amenazó, pero vinieron mis sirvientes y tuvo que ceder por ser ellos más numerosos. No le quedó más remedio que retirarse —Simeón se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta convertirla en un suspiro—. En cuanto estuve seguro de que se había marchado, envolví los dos libros en un fardo de ropa vieja y busqué refugio en casa de una familia cristiana vecina, que confiaba que no me traicionaría. No sabía qué hacer. No estaba seguro de nada. ¿Sería aquel hombre un impostor? ¿O quizá un guardián auténtico, cuyo corazón se había oscurecido por la codicia o por la promesa de poder y riquezas? ¿Nos habría traicionado? Si lo primero era cierto, entonces aún era posible que el verdadero guardián llegara a Chartres y descubriera que yo ya no estaba. Si era cierto lo segundo, sentí que era mi deber averiguar todo lo que me fuera posible. Ni siquiera ahora sé si elegí con tino.

—Hicisteis lo que os pareció correcto —dijo Alaïs, sin prestar atención a la callada advertencia de su padre de permanecer en silencio—. No se puede actuar mejor.

—Correcto o equivocado, lo cierto es que permanecí en la ciudad dos días más. Entonces hallaron el cuerpo mutilado de un hombre flotando en el río Eure. Le habían arrancado los ojos y la lengua. Corrió el rumor de que era un caballero al servicio del hijo mayor de Charles d’Evreux, cuyas tierras no se encuentran lejos de Chartres.

—Philippe de Saint-Mauré.

Simeón hizo un gesto afirmativo.

—Acusaron del asesinato a los judíos y en seguida empezaron las represalias. Yo era un chivo expiatorio muy conveniente. Se rumoreaba que me estaban buscando. Se decía que varios testigos lo habían visto llamando a mi puerta, testigos dispuestos a jurar que habíamos discutido e intercambiado golpes. Entonces me decidí. Quizá ese Saint-Mauré era quien decía ser. Quizá era un hombre honesto, o quizá no. Pero ya no importaba. Había muerto, según deduje, por lo que había averiguado acerca de la Trilogía del Laberinto. Su muerte y la manera en que le había sobrevenido me convencieron de que había otros implicados, de que el secreto del Grial había sido traicionado.

—¿Cómo escapasteis? —preguntó Alaïs.

—Mis criados ya se habían marchado y yo esperaba que estuvieran a salvo. Me escondí hasta la mañana siguiente. En cuanto abrieron las puertas de la ciudad, con las barbas bien afeitadas, me escabullí disfrazado de anciana. Ester me acompañó.

—Entonces, ¿no estabas allí cuando construyeron el laberinto de piedra en la nueva catedral? —dijo Pelletier. A su hija le sorprendió ver que sonreía, como si se tratara de una antigua broma entre ambos—. ¡No lo has visto!

—¿De qué habláis? —quiso saber ella.

Simeón se echó a reír, dirigiéndose únicamente a Pelletier.

—No, pero creo que está cumpliendo bien su cometido. Son muchos los que llegan atraídos por ese anillo de piedra muerta. Miran y buscan, sin comprender que bajo sus pies yace sólo un falso secreto.

—¿Qué es ese laberinto? —insistió Alaïs.

Pero tampoco esa vez le prestaron atención.

—Yo te habría acogido en Carcassona. Te habría dado un techo, protección. ¿Por qué no viniste en mi busca?

—Créeme, Bertran, que nada me hubiera gustado más. Pero olvidas cuan diferente es el norte de estas tolerantes tierras del Pays d’Òc. No podía viajar libremente, amigo mío. La vida era dura para los judíos en esa época. Regía el toque de queda y cada poco tiempo nos atacaban y saqueaban nuestros comercios. —Hizo una pausa para respirar—. Además, nunca me habría perdonado conducirlos hasta ti, fueran quienes fuesen. Cuando huí de Chartres aquella mañana, no pensé en dirigirme a ningún lugar concreto. Me pareció que lo más seguro y razonable era desaparecer hasta que se calmara el alboroto. Al final, el incendio me quitó todo lo demás de la cabeza.

—¿Cómo llegasteis a Besièrs? —preguntó Alaïs, resuelta a participar otra vez en la conversación—. ¿Os envió Harif?

Simeón sacudió la cabeza.

—No fue fruto de una decisión, Alaïs, sino del azar y la buena suerte. Primero viajé a la Champaña, donde pasé el invierno. En primavera, cuando se fundió la nieve, emprendí el camino al sur. Tuve la suerte de coincidir con un grupo de judíos ingleses, que huían de la persecución en su país. Se dirigían a Besièrs. Me pareció un destino tan bueno como cualquier otro. La ciudad tenía fama de tolerante; había judíos en cargos de confianza y autoridad, y se nos respetaba por nuestros conocimientos y habilidades. Por la proximidad a Carcassona, pensé que estaría fácilmente disponible si Harif me necesitaba. —Se volvió hacia Bertran—. Sólo Dios sabe lo mucho que me costó saberte a pocos días de distancia y no ir nunca en tu busca, pero la cautela y la sensatez dictaron que así debía ser. —Se echó hacia adelante en su asiento, con sus vivaces ojos negros chispeando—. Ya entonces —añadió—, había versos y trovas circulando por las cortes del norte. En Champaña, juglares y trovadores hablaban en sus cantos de una copa mágica, de un elixir de la vida, todo demasiado próximo a la verdad como para ignorarlo. —Pelletier asintió. Él también había oído esas canciones—. Por eso, sopesándolo todo, era más seguro que yo me mantuviera al margen. Nunca me habría perdonado acabar llevándolos a tu puerta, amigo mío.

Pelletier dejó escapar un largo suspiro.

—Me temo, Simeón, que a pesar de nuestros esfuerzos hemos sido traicionados, aunque carezco de pruebas firmes e irrevocables al respecto. Hay gente que sabe de la conexión entre nosotros, estoy convencido de ello, aunque no sabría decir si además conocen la naturaleza de nuestro vínculo.

—¿Ha sucedido algo que te haga pensar así?

—Hace poco más de una semana, Alaïs halló el cadáver de un hombre flotando en el río Aude, un judío. Lo habían degollado y le habían cortado el pulgar izquierdo. No le robaron nada. Sin que hubiera ninguna razón para ello, pensé en ti. Pensé que lo habrían confundido contigo. —Hizo una pausa—. Antes de eso, hubo otros indicios. Le confié parte de mi responsabilidad a Alaïs, por si me pasaba algo y no podía regresar a Carcassona.

«Ahora es el momento de decirle por qué has venido».

—Padre, desde que os…

Pelletier levantó una mano, para impedirle que interrumpiera la conversación.

—Simeón, ¿ha habido alguna cosa que te haya hecho pensar que tu paradero ha sido descubierto, ya sea por los que te fueron a buscar en Chartres o por otros?

Simeón negó con la cabeza.

—Últimamente, no. Han pasado más de veinte años desde que vine al sur y, en todo este tiempo, puedo asegurarte que no ha pasado un día sin que temiera sentir el tacto de un cuchillo en el cuello. Pero si te refieres a algo fuera de lo común, no.

Alaïs ya no pudo quedarse callada.

—Padre, lo que tengo que decir guarda relación con este asunto. Es preciso que os cuente lo que sucedió desde que os marchasteis de Carcassona. ¡Por favor!

Cuando Alaïs finalizó su relación de los hechos, la cara de su padre se había vuelto escarlata. La joven temió que fuera a perder los estribos. El senescal no se dejó tranquilizar por Alaïs ni por Simeón.

—¡La Trilogía ha sido descubierta! —exclamó—. ¡No cabe duda alguna al respecto!

—Cálmate, Bertran —le dijo Simeón con firmeza—. Tu cólera sólo sirve para ensombrecer tu juicio.

Alaïs se volvió hacia la ventana, al notar que el bullicio de la calle iba en aumento. También Pelletier, al cabo de un instante de vacilación, levantó la cabeza.

—Vuelven a tocar las campanas —dijo finalmente—. Tengo que regresar a la casa del soberano. El vizconde Trencavel me espera. —Se puso de pie—. Debo pensar más detenidamente en lo que has contado, Alaïs, y reflexionar sobre lo que ha de hacerse. De momento, debemos concentrar nuestros esfuerzos en la partida. —Se volvió hacia su amigo—. Tú vendrás con nosotros, Simeón.

Mientras Pelletier hablaba, Simeón abría un cofre de madera primorosamente labrada, que se encontraba al otro lado de la habitación. Alaïs se acercó. La tapa estaba forrada por dentro con terciopelo púrpura, drapeado en pliegues profundos, como las cortinas en torno a una cama.

Simeón sacudió la cabeza.

—No iré con vosotros. Seguiré a mi pueblo. Por eso, para mayor seguridad, deberíais llevaros esto.

Alaïs vio que Simeón deslizaba la mano por el fondo del cofre. Se oyó un chasquido y entonces, de la base, salió un pequeño cajón. Cuando Simeón se incorporó, Alaïs vio que en la mano sostenía un objeto envuelto en cuero.

Los dos hombres cruzaron una mirada, y entonces Pelletier aceptó el libro que le tendía Simeón y lo ocultó bajo su capa.

—En su carta, Harif menciona a una hermana en Carcassona —dijo Simeón.

Pelletier hizo un gesto afirmativo.

—Una amiga de la Noublesso, según mi interpretación de sus palabras. Me resisto a creer que quiera decir algo más que eso.

—Una mujer fue quien vino a pedirme el segundo libro, Bertran —dijo Simeón con voz serena—. Como tú, he de confesar que en su momento supuse que se trataría de una enviada y nada más, pero a la luz de tu carta…

Pelletier desechó la idea con un gesto de la mano.

—No, no puedo creer que Harif designe guardián a una mujer, sean cuales sean las circunstancias. No correría semejante riesgo.

Alaïs estuvo a punto de decir algo, pero se mordió la lengua.

Simeón se encogió de hombros.

—Deberíamos considerar la posibilidad.

—Muy bien, ¿qué clase de mujer era? —replicó con impaciencia Pelletier—. ¿Alguien de quien razonablemente pueda esperarse que se haga cargo de la custodia de un objeto tan valioso?

Simeón sacudió la cabeza.

—A decir verdad, no. No era de alta cuna, pero tampoco de los estamentos más bajos. Había pasado ya la edad de concebir, pero vino acompañada de un niño. Iba de camino a Carcassona, pasando por Servían, su ciudad natal.

Alaïs dio un respingo.

—Bien poca información tenemos —se quejó Bertran—. ¿No te dijo su nombre?

—No, ni tampoco se lo pregunté, ya que traía una carta de Harif. Le di pan, queso y fruta para el viaje, y se marchó.

Para entonces, habían llegado a la puerta de la calle.

—No me gusta la idea de dejaros —dijo bruscamente Alaïs, temiendo de pronto por él.

Simeón sonrió.

—No me pasará nada, pequeña. Ester preparará las cosas que quiero llevarme a Carcassona. Viajaré anónimamente con la multitud. Será más seguro para todos nosotros.

Pelletier hizo un gesto afirmativo.

—El barrio judío está junto al río, al este de Carcassona, junto al suburbio de Sant-Vicens. Mándame un mensaje cuando llegues

—Así lo haré.

Los dos hombres se abrazaron y Pelletier salió a la calle, que para entonces estaba atestada de gente. Alaïs se disponía a seguirlo, pero Simeón le apoyó una mano en el brazo para retenerla.

—Eres muy valerosa, Alaïs. Has cumplido con tenacidad y firmeza tus obligaciones con tu padre y también con la Noublesso. Pero vigílalo. Su temperamento puede perderlo, y se acercan tiempos difíciles, decisiones difíciles.

Mirando por encima del hombro, Alaïs bajó la voz para que su padre no la oyera.

—¿De qué trata el segundo libro que esa mujer se llevó a Carcassona, el libro que aún queda por encontrar?

—Es el Libro de las pociones —replicó él—. Una lista de hierbas y plantas. A tu padre le fue confiado el Libro de las palabras, y a mí, el Libro de los números.

«A cada uno, su habilidad».

—¿Supongo que eso te dice lo que querías saber? —dijo Simeón, con una mirada cargada de intención bajo las pobladas cejas—. ¿Quizá has confirmado una suposición?

Ella sonrió.

Benlèu. «Quizá».

Alaïs le dio un beso y echó a correr, para dar alcance a su padre.

«Comida para el viaje. Quizá también una tabla».

Alaïs decidió guardarse para sí sus suposiciones hasta estar segura, aunque para entonces estaba prácticamente convencida de que sabía dónde encontrar el libro. La miríada de conexiones que unía sus vidas, como una tela de araña, se volvió de pronto meridianamente clara: todas las pequeñas pistas e indicios que no habían visto, porque no habían mirado.