CAPÍTULO 27

El sudor se escurría por el pelaje de su garañón, mientras el vizconde Trencavel conducía a sus hombres hacia Béziers, con la tormenta pisándoles los talones.

El sudor formaba espumarajos en las bridas de los caballos, y de las comisuras de sus quijadas colgaban hilos de baba. Tenían los flancos y el lomo veteados de sangre, allí donde las espuelas y la fusta los habían obligado a seguir su camino, incesantemente, a través de la noche. La luna plateada asomó detrás de unas nubes negras y desgarradas, que se movían a gran velocidad sobre el horizonte, iluminando la niebla blanca sobre los ollares de los caballos.

Pelletier cabalgaba al lado del vizconde, con los labios apretados. Las cosas habían salido mal en Montpellier. Teniendo en cuenta la animadversión existente entre el vizconde y su tío, el senescal no esperaba que fuera fácil persuadir a este de la conveniencia de una alianza, incluso a pesar de los lazos familiares y los compromisos de vasallaje que unían a los dos hombres. Aun así, había abrigado la esperanza de que el conde se aviniera a interceder en nombre de su sobrino.

Al final, ni siquiera lo recibió. Fue un insulto deliberado e inequívoco. Trencavel se vio obligado a una larga e impaciente espera a las puertas del campamento francés, hasta recibir la noticia de que le había sido concedida una audiencia.

Autorizado a asistir acompañado únicamente de Pelletier y de dos de sus chevaliers, el vizconde Trencavel fue conducido a la tienda de campaña del abad del Císter, donde les indicaron que debían despojarse de las armas. Así lo hicieron Una vez dentro, el vizconde no fue recibido por el abad, sino por dos legados papales.

Raymond-Roger prácticamente no tuvo ocasión de decir nada, mientras los dos legados lo reprendían por haber permitido que la herejía se extendiera sin freno por sus dominios. Criticaron su política de nombrar judíos para los altos cargos de las principales ciudades. Lo acusaron de cerrar los ojos ante la conducta pérfida y perniciosa de los obispos cátaros en sus territorios, y citaron varios ejemplos.

Por último, cuando hubieron terminado, los legados despidieron al vizconde Trencavel como si se tratara del amo de algún señorío insignificante y no del señor de una de las casas más poderosas del Mediodía. A Pelletier le hervía la sangre cada vez que lo recordaba.

Los espías del abad habían informado bien a los legados. Cada una de las acusaciones era infundada en cuanto a su interpretación, pero no en lo referente a los hechos, que eran ciertos y venían respaldados por el testimonio de testigos directos. Este aspecto, más aún que la calculada afrenta a su honor, convenció a Pelletier de que el vizconde Trencavel estaba llamado a ser el nuevo enemigo. La Hueste necesitaba a alguien contra quien luchar y, tras la capitulación del conde de Toulouse, no había otro candidato.

Habían abandonado de inmediato el campamento de las afueras de Montpellier. Contemplando la luna, Pelletier calculó que si mantenían el ritmo de la marcha, llegarían a Béziers al alba. El vizconde Trencavel quería avisar personalmente a los habitantes de la ciudad de que el ejército francés se encontraba a escasas quince leguas, con intenciones belicosas. La vía romana que discurría de Montpellier a Béziers se abría a su paso y no había modo de bloquearla.

Instaría a las autoridades de la ciudad a prepararse para el asedio y, al mismo tiempo, pediría refuerzos para apoyar a sus mesnadas en Carcasona. Cuanto más tiempo se demorara la Hueste en Béziers, más tiempo tendría él a su disposición para preparar las fortificaciones. Además, tenía intención de ofrecer refugio en Carcasona a los más amenazados por los franceses: los judíos, los pocos mercaderes sarracenos llegados de España y los bons homes. No lo hacía solamente por cumplir su deber como señor feudal. De hecho, gran parte de la administración y la organización de Béziers estaba en manos de diplomáticos y mercaderes judíos. Hubiera o no amenaza de guerra, no estaba dispuesto a prescindir de los servicios de personas tan valiosas y capacitadas.

La decisión de Trencavel facilitó la tarea de Pelletier. Apoyó la mano sobre la carta de Harif, que tenía oculta en la bolsa. Cuando llegaran a Béziers, sólo tendría que excusarse el tiempo suficiente para encontrar a Simeón.

Un sol pálido se levantaba sobre el río Orb, mientras los hombres, exhaustos, cabalgaban a través del gran puente sobre arcos de piedra.

Béziers se erguía orgullosa y elevada sobre ellos, majestuosa y aparentemente inexpugnable detrás de sus antiguas murallas. Las esbeltas torres de la catedral y de las grandes iglesias consagradas a María Magdalena, san Judas y la Virgen resplandecían a la luz del crepúsculo.

Pese al cansancio, Raymond-Roger Trencavel no había perdido su porte ni su natural autoridad, mientras azuzaba a su caballo para que subiera por la maraña de pasadizos y empinadas callejas serpenteantes que conducían a las puertas principales. El entrechocar de los cascos de los caballos sobre el empedrado iba arrancando del sueño a los pobladores de los tranquilos suburbios de extramuros.

Pelletier desmontó y llamó a la guardia para que les abriera las puertas y los dejara entrar. Al haberse difundido la noticia de que el vizconde Trencavel estaba en la ciudad, el gentío les impidió avanzar con rapidez, pero finalmente llegaron a la residencia del soberano.

Raymond-Roger saludó a este con genuino afecto. Era un viejo amigo y aliado, con talento para la diplomacia y la administración, y leal con la dinastía de los Trencavel. Pelletier aguardó mientras los dos hombres se saludaban según la usanza del Mediodía e intercambiaban regalos como muestra de su mutua estima. Tras completar las formalidades con inusual premura, Trencavel fue directo al grano. El soberano lo escuchaba con creciente preocupación. En cuanto el vizconde hubo finalizado su discurso, envió mensajeros para convocar a los cónsules de la ciudad a una reunión del Consejo.

Mientras hablaban, una mesa había sido dispuesta en medio de la sala, con pan, carne, queso, fruta y vino.

Messer —dijo el soberano—, será un honor para mí que aceptéis mi hospitalidad mientras esperamos.

Pelletier vio su oportunidad. Se adelantó discretamente y habló al oído del vizconde Trencavel.

Messer —le dijo—, ¿podéis prescindir de mí por un momento? Quisiera ver con mis propios ojos cómo se encuentran nuestros hombres; asegurarme de que tienen todo lo necesario, y comprobar que mantienen la boca cerrada y el ánimo firme.

Trencavel levantó la vista, con expresión de asombro.

—¿Ahora, Bertran?

—Si me lo permitís, messer.

—No me cabe la menor duda de que nuestros hombres están siendo bien atendidos —dijo, sonriendo a su anfitrión—. Deberías comer y descansar un poco.

—Os ruego aceptéis mis humildes disculpas, pero suplico una vez más vuestra venia para retirarme.

Raymond-Roger escrutó el rostro de Pelletier, en busca de una explicación que no halló.

—Muy bien —dijo finalmente, todavía intrigado—. Tienes una hora.

En las calles había gran bullicio, y se iban poblando cada vez más de curiosos a medida que se extendían los rumores. Una muchedumbre se estaba congregando en la plaza Mayor, delante de la catedral.

Pelletier conocía bien Béziers, pues la había visitado muchas veces con el vizconde Trencavel, pero iba a contracorriente y sólo su corpulencia y su autoridad lo salvaron de ser derribado por la marea de gente. Nada más llegar a la judería, empezó a preguntar a los transeúntes si conocían a Simeón, mientras apretaba con fuerza en el puño la carta de Harif. De pronto, sintió que le tironeaban de la manga. Bajó la vista y vio a una bonita niña de ojos y cabellos oscuros.

—Yo sé dónde vive —dijo la pequeña—. Sígame.

La niña lo condujo al barrio comercial, donde tenían sus negocios los prestamistas, y luego, a través de un dédalo de callejas aparentemente idénticas, atestadas de talleres y viviendas. Se detuvo delante de una puerta sin ningún rasgo distintivo.

El senescal miró a su alrededor hasta encontrar lo que buscaba: el emblema del encuadernador grabado sobre las iniciales de Simeón. Pelletier esbozó una sonrisa de alivio. Era la casa. Dio las gracias a la pequeña, le puso una moneda en la mano y la despidió. Después levantó la pesada aldaba de bronce y llamó a la puerta tres veces.

Hacía mucho tiempo, más de quince años. ¿Habría subsistido la corriente de afecto que tan fácilmente fluía entre ellos?

La puerta se entreabrió lo suficiente como para revelar a una mujer que lo miraba con expresión suspicaz. Sus ojos negros eran hostiles. Llevaba puesto un velo verde que le cubría el pelo y la mitad inferior del rostro, y lucía los tradicionales bombachos anchos y claros, ajustados al tobillo, que vestían las judías en Tierra Santa. Su larga casaca amarilla le llegaba a las rodillas.

—Quisiera hablar con Simeón —dijo él.

Ella sacudió la cabeza e intentó cerrar la puerta, pero él la mantuvo abierta, usando el pie a modo de cuña.

—Entrégale esto —dijo, aflojándose el anillo del pulgar y colocándolo en la mano de la mujer—. Dile que Bertran Pelletier está aquí.

Su suspiro de sorpresa fue audible. De inmediato, la mujer se apartó para dejarlo pasar. Pelletier la siguió a través de una pesada cortina roja, decorada con círculos dorados cosidos arriba y abajo en sendas orlas.

Esperatz —dijo ella, indicándole con un gesto que se quedara donde estaba.

Sus brazaletes y ajorcas tintinearon, mientras se alejaba por el largo pasillo hasta desaparecer.

Desde fuera, la casa parecía alta y estrecha; pero una vez dentro, Pelletier pudo comprobar que la impresión era engañosa. El pasillo central se ramificaba en salas y vestíbulos, a izquierda y derecha. Pese a la urgencia de su misión, el senescal contemplaba el ambiente con deleite. El suelo no era de madera, sino de baldosas azules y blancas, y preciosos tapices colgaban de las paredes. El ambiente le recordaba las elegantes y exóticas casas de Jerusalén. Habían pasado muchos años, pero los colores, las texturas y los olores de aquella tierra extraña todavía le hablaban.

—¡Por todo lo que hay de sagrado en este cansado y viejo mundo! ¡Bertran Pelletier!

El senescal se volvió hacia la voz y vio una figura menuda, enfundada en una larga sobretúnica violeta, que avanzaba presurosa en su dirección, con los brazos extendidos. Su corazón dio un brinco al ver a su viejo amigo. Sus ojos negros centelleaban con el brillo de siempre. Pelletier estuvo a punto de caer derribado por la fuerza del abrazo de Simeón, aunque le sacaba por lo menos la cabeza.

—¡Bertran, Bertran! —exclamó afectuosamente Simeón, con una voz profunda que retumbaba en el pasillo silencioso—. ¿Por qué has tardado tanto?

—¡Simeón, mi viejo amigo! —rió él, aferrándolo por el hombro, mientras recuperaba el aliento—. ¡Cuánto bien le hace a mi espíritu verte en tan buena forma! ¡Mírate! —añadió, tirando de la larga barba negra de su amigo, que siempre había sido su mayor motivo de vanidad—. Unas pocas canas aquí y allá, pero ¡mejor que nunca! ¿Te ha tratado bien la vida?

Simeón se encogió de hombros.

—Habría podido ser mejor, pero también peor —replicó, retrocediendo unos pasos—. ¿Y qué me dices de ti, Bertran? Un par de arrugas más en la cara, quizá, pero la misma fiereza en la mirada, ¡y esos hombros tan anchos! —Le dio un golpe en el pecho con la palma de la mano—. ¡Sigues fuerte como un buey!

Con un brazo sobre los hombros de Simeón, Pelletier se dejó conducir a una pequeña habitación al fondo de la casa, que daba a un patio de reducidas dimensiones. Había en ella dos grandes sofás cubiertos de cojines de seda rojos, violáceos y azules. En torno a la sala había varias mesas pequeñas de ébano, adornadas con delicados jarrones y bandejas llenas de bizcochitos de almendra.

—Ven, quítate las botas. Ester nos traerá el té. —Se apartó un poco y volvió a mirar a Pelletier de arriba abajo—. ¡Bertran Pelletier! —exclamó una vez más, sacudiendo la cabeza—. ¿Me puedo fiar de estos viejos ojos? ¿Después de tantos años de verdad estás aquí? ¿O eres un fantasma? ¿El producto de la imaginación de un viejo?

Pelletier no sonrió.

—Ojalá hubiese venido en circunstancias más propicias, Simeón.

Su amigo hizo un gesto de asentimiento.

—Claro, claro. Ven, Bertran, ven aquí. Siéntate.

—He venido con nuestro señor Trencavel, Simeón, para prevenir a Besièrs de que un ejército se acerca desde el norte. ¿Oyes las campanas, convocando al Consejo a las autoridades de la ciudad?

—Es difícil no oír vuestras campanas cristianas —replicó Simeón, alzando las cejas—, aunque habitualmente no tañen en beneficio nuestro.

—Esto afectará a los judíos tanto o más que a aquellos que llaman herejes, y tú lo sabes.

—Como siempre —dijo el otro serenamente—. ¿Es tan grande la Hueste como cuentan?

—Unos veinte mil hombres, tal vez más. No podemos enfrentarnos a ellos en combate abierto, Simeón, su ventaja numérica es demasiado aplastante. Si Besièrs pudiera retener aquí un tiempo al invasor, entonces al menos tendríamos la oportunidad de reunir un ejército en el oeste y preparar la defensa de Carcassona. Todos los que así lo deseen podrán refugiarse allí.

—Aquí he sido feliz. Esta ciudad me ha tratado… nos ha tratado bien.

—Besièrs ya no es segura. Ni para ti, ni para los libros.

—Lo sé. Aun así —suspiró—, lamentaré tener que irme.

—Si Dios quiere, no será por mucho tiempo. —Pelletier hizo una pausa, desconcertado por el imperturbable aplomo con que su amigo aceptaba la situación—. Es una guerra injusta, Simeón, predicada con mentiras y engaños. ¿Cómo puedes aceptarla tan fácilmente?

Simeón hizo un amplio gesto con las manos abiertas.

—¿Aceptarla, Bertran? ¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que diga? Uno de vuestros santos cristianos, Francisco, le rogó a Dios que le concediera la fuerza de aceptar lo que no podía cambiar. Lo que tenga que ser, será, lo quiera yo o no. De modo que sí, la acepto. Pero eso no significa que me guste, ni que no hubiese preferido que las cosas fueran diferentes.

Pelletier sacudió la cabeza.

—La ira no sirve de nada. Debes tener fe. La creencia en un significado superior, por encima de nuestras vidas y nuestro conocimiento, requiere un esfuerzo de fe. Todas las grandes religiones tienen sus propias historias, la Biblia, el Qur’an y la Torá, para encontrar sentido a estas insignificantes vidas nuestras. —Simeón hizo una pausa, con los ojos brillantes de malicia—. Pero los bons homes no intentan explicarse las acciones de los malvados. Su fe les enseña que esta no es la tierra de Dios, una creación perfecta, sino un mundo imperfecto y corrupto. No esperan que la bondad y el amor triunfen sobre la adversidad. Saben que en nuestra vida terrena nunca lo harán. —Sonrió—. Y aun así, Bertran, todavía te asombras cuando el Mal se te enfrenta cara a cara. Es raro, ¿no?

Pelletier levantó bruscamente la cabeza, como si hubiese sido descubierto. ¿Lo sabría Simeón? ¿Cómo era posible?

Simeón sorprendió su gesto, pero no volvió a hacer ninguna alusión al respecto.

—Mi fe, en cambio, me enseña que el mundo fue creado por Dios y es perfecto en todos sus detalles. Pero cuando los hombres se apartan de la palabra de los profetas, el equilibrio entre Dios y los hombres se altera, y entonces viene el castigo, tan cierto como que al día le sigue la noche.

Pelletier abrió la boca para hablar, pero cambió de idea.

—Esta guerra no es asunto nuestro, Bertran, a pesar de tus obligaciones con el vizconde Trencavel. Tú y yo tenemos un cometido más grande. Estamos unidos por nuestros votos. Eso es lo que debe guiar ahora nuestros pasos e informar nuestras decisiones —dijo, tendiendo una mano para apretarle un hombro a Pelletier—. Por eso, amigo mío, reserva tu ira y ten lista tu espada para las batallas que puedas ganar.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó—. ¿Alguien te ha dicho algo?

Simeón se echó a reír.

—¿Saber qué? ¿Que eres un seguidor de la nueva iglesia? No, no, nadie me ha dicho nada al respecto. Es una conversación que tendremos en algún momento en el futuro, si Dios quiere, pero ahora no. Aunque me gustaría mucho hablar contigo de teología, Bertran, ahora hay otros asuntos más acuciantes que debemos atender.

La llegada de la criada con una infusión caliente de menta y bizcochitos dulces interrumpió la conversación. Colocó la bandeja en la mesa, delante de ellos, antes de ir a sentarse en un banco bajo, en un rincón apartado de la sala.

—No te inquietes —dijo Simeón, notando la expresión preocupada de Pelletier al ver que su conversación iba a tener testigos—. Ester vino conmigo de Chartres. Solamente habla hebreo y un poco de francés. No entiende ni una palabra de tu lengua.

—Muy bien.

Pelletier sacó la carta de Harif y se la entregó a Simeón.

—Recibí una como esta en Shauvot, hace un mes —dijo cuando hubo terminado de leerla—. Me anunciaba tu llegada, aunque he de confesar que has tardado más de lo que esperaba.

Pelletier dobló la carta y la devolvió a su bolsa.

—Entonces, ¿los libros siguen en tu poder, Simeón? ¿Aquí, en esta casa? Debemos llevarlos a…

El estruendo de alguien aporreando con fuerza la puerta desgarró la tranquilidad de la habitación. De inmediato, Ester se puso de pie, con la alarma pintada en los ojos almendrados. A un signo de Simeón, salió en seguida al pasillo.

—¿Todavía tienes los libros? —repitió Pelletier, ahora con urgencia, repentinamente angustiado al ver la expresión en el rostro de Simeón—. ¿No se habrán perdido?

—No es que se hayan perdido, amigo mío… —empezó a decir, pero fueron interrumpidos por Ester.

—Maestro, hay una señora que pide que la dejen pasar.

Las palabras en hebreo salieron atropelladas de su boca, con demasiada rapidez para que el deshabituado oído de Pelletier pudiera comprenderlas.

—¿Qué señora?

Ester sacudió la cabeza.

—No lo sé, maestro. Dice que es menester que vea a su invitado, el senescal Pelletier.

Todos se volvieron al oír ruido de pasos en el pasillo, a sus espaldas.

—¿La has dejado sola? —preguntó Simeón, inquieto, poniéndose en pie con dificultad.

Pelletier también se levantó, mientras la mujer irrumpía en la habitación. El senescal parpadeó, sin acabar de dar crédito a sus ojos. Hasta el pensamiento de su misión desapareció de su mente cuando vio a Alaïs que se detenía bajo el dintel de la puerta. Tenía las mejillas encendidas y en sus vivaces ojos castaños se leía la disculpa y la determinación.

—Perdonadme esta intrusión —dijo, desplazando la mirada de Simeón a su padre y de su padre a Simeón—, pero pensé que vuestra criada no iba a dejarme pasar.

En dos zancadas, Pelletier atravesó la habitación y la estrechó entre sus brazos.

—No os enfadéis conmigo por haberos desobedecido —dijo ella, más tímidamente—, pero tenía que venir.

—Y esta encantadora dama es… —dijo Simeón.

Pelletier cogió a Alaïs de la mano y la condujo al centro de la habitación.

—¡Claro! Estoy olvidando las formas. Simeón, permíteme que te presente a mi hija Alaïs, aunque cómo y con qué medios ha llegado a Besièrs no podría decírtelo. —Alaïs hizo una leve inclinación con la cabeza—. Y este, Alaïs, es el más antiguo y querido de mis amigos, Simeón de Chartres, antes de la Ciudad Santa de Jerusalén.

La cara de Simeón se llenó de sonrisas.

—La hija de Bertran. Alaïs —le cogió las manos—, sed bienvenida.