CAPÍTULO 25

Toulouse

Alice se despertó con un dolor de cabeza monumental. Por un momento, no tuvo ni idea de dónde se encontraba. Entreabrió los párpados y, por el rabillo del ojo, vio la botella vacía sobre la mesilla de noche. «Te está bien empleado».

Rodó hacia un costado y cogió el reloj.

Las once menos cuarto.

Con un gruñido, volvió a dejarse caer sobre la almohada. Tenía la boca rancia como el cenicero de un pub y en la lengua el sabor agrio del whisky.

«Necesito una aspirina. Agua».

Entró trastabillando en el baño y se miró al espejo. Se veía tan mal como se sentía. Su frente era un moteado caleidoscopio de magulladuras verdes, violáceas y amarillas. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos. Conservaba una lejana memoria de haber soñado con bosques y ramas invernales quebradizas por la helada. ¿Había visto el laberinto reproducido sobre un trozo de tela dorada? No podía recordarlo.

Su viaje desde Foix, la noche anterior, también parecía envuelto en una nube. Ni siquiera podía recordar por qué se había dirigido a Toulouse y no a Carcasona, como habría sido lo más lógico. Dejó escapar un gruñido. Foix, Carcasona, Toulouse. No pensaba moverse, pasara lo que pasase, hasta sentirse mejor. Se recostó en la cama y esperó a que los analgésicos hicieran efecto.

Veinte minutos después, seguía sintiéndose mal, pero el doloroso latido detrás de los ojos se había convertido en una simple jaqueca. Se quedó bajo el chorro de la ducha hasta que el agua empezó a salir fría. Sus pensamientos volvieron a Shelagh y al resto del equipo. Se preguntó qué estarían haciendo en ese momento. Habitualmente, el equipo subía al yacimiento a las ocho en punto y se quedaba allí hasta que caía la noche. Vivían y respiraban excavación. No podía imaginar cómo iba a hacer ninguno de ellos para arreglárselas sin su rutina diaria.

Envuelta en la diminuta y raída toalla del hotel, Alice miró si tenía mensajes en el móvil. Nada todavía. La noche anterior esa ausencia la había entristecido, hoy la fastidiaba. Más de una vez, durante sus diez años de amistad, Shelagh se había sumido en rencorosos silencios que habían durado semanas. En cada ocasión le había tocado a Alice arreglar las cosas, y ahora se daba cuenta de que estaba dolida.

«Que sea ella la que corra esta vez».

Tras repasar el contenido de su neceser, Alice encontró un viejo tubo de crema correctora, raramente usada, que empleó para tapar los peores cardenales. Después se puso perfilador de ojos y un toque de pintalabios. Se secó el pelo con los dedos y por último eligió la más cómoda de sus faldas y una blusa azul nueva sin mangas. Guardó todo lo demás y, antes de salir a explorar Toulouse, bajó a la recepción para comunicar que se marchaba del hotel.

Todavía se sentía mal, pero no era nada que el aire fresco y una buena dosis de cafeína no pudieran curar.

Tras colocar las maletas en el coche, Alice pensó que sería mejor simplemente caminar y ver hacia dónde la llevaban sus pasos. El aire acondicionado de su coche no funcionaba muy bien, por lo que decidió esperar a que bajara la temperatura, antes de partir hacia Carcasona.

Paseando a la sombra de los plátanos, mirando la ropa y los perfumes de los escaparates, volvió a sentirse ella misma. Estaba avergonzada por la forma en que había reaccionado la noche anterior. Totalmente paranoica, completamente exagerada. Por la mañana, la idea de que alguien la estuviera persiguiendo le pareció absurda.

Sus dedos buscaron el número de teléfono que llevaba en el bolsillo. «Sin embargo, esto no lo has imaginado». Alice apartó el pensamiento. Iba a ser positiva, tenía que mirar adelante. Disfrutaría al máximo su estancia en Toulouse.

Recorrió las callejas y pasajes serpenteantes de la ciudad vieja, dejando que sus pies la guiaran. Las ornamentadas fachadas de ladrillo y piedra rosa eran sobrias y elegantes. Los nombres en los rótulos de las calles, en las fuentes y monumentos proclamaban la larga y gloriosa historia de Toulouse: generales, santos medievales, poetas del siglo XVIII y luchadores por la libertad del siglo XX, todo el noble pasado de la ciudad, desde la época romana hasta el presente.

Alice entró en la catedral de Saint-Étienne, en parte para refugiarse del sol. Le gustaban la tranquilidad y la paz de las catedrales y las iglesias, herencia de los viajes que había hecho con sus padres cuando niña, de modo que pasó una agradable media hora vagando por el templo, leyendo sin prestar mucha atención los carteles de los muros y contemplando las vidrieras.

Al notar que empezaba a sentir hambre, decidió terminar con un breve recorrido por los claustros y salir en busca de algún lugar donde almorzar. No había dado más que unos cuantos pasos, cuando oyó un llanto infantil. Se volvió para mirar, pero no había nadie. Sintiendo un vago malestar, siguió andando. Los sollozos parecieron aumentar de volumen. Entonces oyó a alguien murmurar. Una voz de hombre, muy cerca, susurrándole al oído.

Héréticque, héréticque

Alice se volvió.

—¿Sí? Allô? Il y a quelqu’un?

Allí no había nadie. Como un rumor de fondo maligno, la palabra se repetía una y otra vez dentro de su cabeza.

Héréticque, héréticque

Se tapó los oídos con las manos. De los pilares y los muros de piedra gris, parecían estar surgiendo rostros. Bocas torturadas y manos retorcidas tendidas pidiendo ayuda, sobresalían de cada rincón oculto.

Entonces Alice vislumbró una silueta al frente, casi fuera del alcance de su vista. Era una mujer con un vestido verde de falda larga y capa roja, que entraba y salía de las sombras. En la mano llevaba una cesta de mimbre. Alice le gritó para llamar su atención, justo en el instante en que tres hombres, tres monjes, salían de detrás de una columna. La mujer dio un alarido cuando la atraparon y no dejó de debatirse mientras la arrastraban para llevársela.

Alice intentó llamarlos, pero de su boca no salió ningún sonido. Sin embargo, la mujer sí pareció oírla, porque se volvió y la miró directamente a los ojos. Para entonces, los monjes la habían rodeado y extendían a su alrededor sus voluminosas mangas, como alas negras.

—¡Dejadla! —gritó Alice, mientras echaba a correr hacia ellos. Pero cuanto más avanzaba, más distantes se volvían las figuras, hasta que finalmente desaparecieron por completo. Era como si se hubieran disuelto en las paredes del claustro.

Desconcertada, Alice recorrió la piedra con las manos. Se volvió a izquierda y derecha, en busca de una explicación, pero el espacio estaba completamente vacío. Finalmente, fue presa del pánico. Corrió hacia la salida que daba a la calle, convencida de que los hombres de hábitos negros la perseguirían y también se abalanzarían sobre ella.

Fuera, todo estaba igual que antes.

«Todo está bien. Tú estás bien». Respirando pesadamente, Alice apoyó la espalda contra la pared. Mientras intentaba controlarse, se dio cuenta de que ya no era terror la emoción que sentía, sino tristeza. No necesitaba un libro de historia para saber que algo terrible había sucedido en aquel lugar. Había allí una atmósfera de sufrimiento, cicatrices que ni el hormigón ni la piedra podían disimular. Los fantasmas contaban su propia historia. Cuando se llevó una mano a la cara, descubrió que estaba llorando.

En cuanto sus piernas tuvieron fuerzas para sostenerla, se encaminó de vuelta al centro de la ciudad. Estaba resuelta a poner tanta distancia como fuera posible entre ella y Saint-Étienne. No podía explicar lo que le estaba sucediendo, pero no iba a rendirse.

Tranquilizada por el ritmo normal de la vida diaria a su alrededor, Alice se encontró en una pequeña plazoleta peatonal. En la esquina que tenía a su derecha, había una cervecería bajo un toldo rosa fuerte, una terraza con varias hileras de relucientes sillas plateadas y mesas redondas.

Alice ocupó la única mesa libre y de inmediato hizo su pedido, intentando por todos los medios serenarse. Después de beberse de un trago un par de vasos de agua, se recostó en la silla y trató de disfrutar de la caricia del sol sobre su cara. Se sirvió una copa de vino rosado, le añadió unos cubitos de hielo y bebió un sorbo. No era propio de ella horrorizarse con tanta facilidad.

«Pero emocionalmente estás bastante tocada».

Llevaba todo el año viviendo a toda máquina. Se había separado de su novio de toda la vida. La relación llevaba años haciendo aguas y para ella era un alivio estar libre, pero no por eso le resultaba menos penosa la ruptura. Sentía castigado el orgullo y herido el corazón. Para olvidarlo, había trabajado y se había divertido con demasiado ahínco. Cualquier cosa, antes que pararse a pensar en lo que había ido mal. Se suponía que las dos semanas en el sur de Francia iban a servirle para recargar baterías y reponerse.

Alice hizo una mueca. «Menudas vacaciones».

La llegada de un camarero interrumpió su introspección. La tortilla era perfecta, amarilla y blanda por dentro, con generosos tropezones de champiñón y mucho perejil. Alice comió con voraz concentración. Sólo cuando estaba rebañando con el pan los últimos hilillos de aceite de oliva, empezó a preguntarse qué iba a hacer el resto de la tarde.

Cuando le trajeron el café, ya lo sabía.

La biblioteca de Toulouse era un vasto edificio cuadrado de piedra. Alice le enseñó su tarjeta de lectora de la Biblioteca Británica a la distraída bibliotecaria que encontró detrás de un mostrador y esta la dejó pasar. Después de perderse un par de veces por las escaleras, llegó a la extensa sección de historia general. A ambos lados del pasillo central, había largas y lustrosas mesas de madera, con una espina dorsal de lámparas de lectura en el centro. Había pocas sillas ocupadas, a esa hora de una calurosa tarde de julio.

En el extremo opuesto, ocupando todo el ancho de la sala, estaba lo que Alice buscaba: una fila de terminales de ordenador. Se inscribió en el mostrador de recepción, donde le dieron una contraseña y le asignaron un terminal.

Nada más conectarse, tecleó la palabra «laberinto» en la ventana del buscador. La barra verde de carga al pie de la pantalla no tardó en llenarse. En lugar de confiar en su memoria, estaba segura de que encontraría un laberinto como el suyo en algún lugar, entre los cientos de sitios enumerados. Era algo tan obvio que no podía creer que no se le hubiera ocurrido antes.

Ante todo, las diferencias entre un laberinto tradicional y su recuerdo de la imagen labrada en la pared de la cueva y en el anillo eran evidentes. Los laberintos clásicos estaban formados por círculos concéntricos con intrincadas conexiones entre sí, que conducían hacia el centro, en círculos decrecientes; pero ella estaba bastante segura de que el laberinto del pico de Soularac era una combinación de vías sin salida y líneas rectas, que volvían sobre sí mismas y no conducían a ninguna parte. Era más bien una maraña.

Los verdaderos orígenes antiguos del símbolo del laberinto y de las mitologías asociadas eran complejos y difíciles de rastrear. Los primeros dibujos tenían al parecer más de 3000 años. Se habían descubierto símbolos de laberintos tallados en madera, en la roca de las montañas, en ladrillos y en piedra, así como tejidos en tapices o integrados en el medio natural como laberintos de setos o arbustos.

Los primeros laberintos europeos databan de la Edad del Bronce y de comienzos de la Edad del Hierro, entre 1200 y 500 a. J. C. y habían sido descubiertos alrededor de los antiguos centros comerciales del Mediterráneo. Relieves datados entre 900 y 500 a. J. C. habían sido hallados en Val Camonica, en el norte de Italia, así como en Pontevedra, en Galicia, y en el extremo noroccidental de la península Ibérica, en el cabo de Finisterre. Alice miró fijamente la ilustración. Se asemejaba más a lo que había visto en la cueva que cualquiera de las figuras vistas hasta entonces. Inclinó a un lado la cabeza. Se parecía mucho, pero no era igual.

Era razonable pensar que el símbolo hubiera viajado desde el este con los mercaderes y comerciantes de Egipto y la periferia del Imperio romano, adaptándose y modificándose por la interacción con otras culturas. También era razonable pensar que el laberinto, un símbolo evidentemente precristiano, hubiera sido adoptado por la Iglesia. Tanto la bizantina como la romana habían absorbido símbolos y mitos mucho más antiguos y los habían incorporado a su ortodoxia religiosa.

Había varias webs dedicadas al laberinto más famoso de todos: el de Cnossos, en la isla de Creta, donde, según la leyenda, el mítico Minotauro, mitad toro y mitad hombre, se hallaba prisionero. Alice no les prestó atención, pues el instinto le decía que esa línea de investigación no iba a dar frutos. El único punto interesante era la alusión a los diseños laberínticos minoicos de 1550 a. J. C., hallados en las excavaciones de la antigua ciudad de Avaris, en Egipto, así como en los templos de Kom Ombo, en Egipto, y en Sevilla.

Alice archivó la información en algún rincón de su mente.

A partir de los siglos XII y XIII, el símbolo del laberinto aparecía regularmente en manuscritos medievales copiados a mano, que circulaban por los monasterios y las cortes de Europa. Los diferentes escribas embellecían y desarrollaban las ilustraciones, creando imágenes propias y características de cada uno de ellos.

En la primera mitad de la Edad Media, un laberinto matemáticamente perfecto de once circuitos, doce muros y cuatro ejes llegó a ser el más popular. Alice vio la reproducción de un laberinto labrado en un muro de la iglesia de San Pantaleón, del siglo XIII, en Arcera, en el norte de España, y de otro sólo un poco más antiguo, perteneciente a la catedral de Lucca, en Toscana. Después hizo clic para abrir un mapa que mostraba la distribución de los laberintos en las iglesias, capillas y catedrales europeas.

«Es extraordinario».

Alice no daba crédito a sus ojos. Había más laberintos en Francia que en Italia, Bélgica, Alemania, España, Inglaterra e Irlanda juntas. Los había en Amiens, Saint-Quentin, Arras, Saint-Omer, Caen y Bayeux, en el norte de Francia; en Poitiers, Orleans, Sens y Auxerre, en el centro; en Toulouse y Mirepoix, en el suroeste, y la lista continuaba.

El más famoso de los laberintos sobre pavimento se encontraba en el norte de Francia, en medio de la nave central de la principal y más impresionante de las catedrales góticas, la de Chartres.

Alice golpeó con una mano la mesa, lo cual provocó que varias cabezas se levantaran a su alrededor con gesto desaprobador. ¡Claro! ¿Cómo había sido tan tonta? El municipio de Chartres estaba hermanado con su ciudad natal de Chichester, en la costa meridional de Inglaterra. De hecho, su primer viaje al extranjero había sido una excursión escolar a Chartres, cuando contaba once años. Tenía vagos recuerdos de que había llovido todo el tiempo y de estar de pie, envuelta en un impermeable, mojada y con frío, bajo unas bóvedas y unas columnas impresionantes. Pero no recordaba el laberinto.

No había ningún laberinto en la catedral de Chichester, pero la ciudad también estaba hermanada con Rávena, en Italia. Alice recorrió con el dedo la pantalla, hasta encontrar lo que estaba buscando. En el suelo de mármol de la iglesia de San Vítale, en Rávena, había un laberinto. Según el epígrafe, era sólo la cuarta parte de grande que el laberinto de Chartres y databa de un período muy anterior en la historia, quizá incluso del siglo V, pero ahí estaba.

Alice terminó de copiar y pegar la información que le interesaba en un documento de texto y pulsó imprimir. Mientas tanto, tecleó «catedral Chartres Francia» en la ventana del buscador.

Aunque ya en el siglo VIII había habido algún tipo de construcción en el lugar, Alice averiguó que la actual catedral de Chartres databa del siglo XIII. Desde entonces, diversas creencias y teorías esotéricas se habían asociado al edificio. Había rumores de que bajo sus bóvedas y sus elaboradas columnas de piedra se escondía un secreto de suma importancia. Pese a los ingentes esfuerzos de la Iglesia católica, las leyendas y mitos se mantenían.

Nadie sabía quién había mandado construir el laberinto ni con qué fines.

Alice seleccionó los párrafos que le interesaban y cerró la aplicación.

La última página terminó de imprimirse y la máquina guardó silencio. A su alrededor, la gente empezaba a recoger sus cosas. La bibliotecaria de expresión agria cruzó con ella una mirada y se señaló el reloj.

Alice asintió, reunió sus papeles y se puso a la cola delante de mostrador, para pagar. La fila avanzaba con lentitud. Los rayos del sol de la tarde se colaban por las altas ventanas, formando escaleras de luz donde bailaban partículas de polvo.

La mujer que iba delante de Alice llevaba los brazos cargados de libros para pedir en préstamo y parecía tener una pregunta acerca de cada uno de ellos. Alice dejó que sus pensamientos se concentraran en la inquietud que la había estado preocupando toda la tarde. ¿Sería posible que en los cientos de imágenes que había visto, en los cientos de miles de palabras, no hubiera una sola coincidencia exacta con el laberinto labrado en la roca, en el pico de Soularac?

«Posible, pero no probable».

El hombre que tenía detrás estaba demasiado cerca de ella, como cuando alguien en el metro intenta leer el periódico por encima del hombro de otro pasajero. Alice se volvió y lo miró a la cara. El hombre retrocedió un paso. Su rostro le resultaba vagamente familiar.

Oui, merci —dijo ella, cuando llegó al mostrador y pagó las páginas que había impreso. Casi treinta en total.

Cuando salió a la escalinata de la biblioteca, las campanas de Saint-Étienne estaban dando las siete. Había estado dentro más tiempo del que creía.

Ansiosa por ponerse en camino, volvió a toda prisa al lugar donde había aparcado el coche, al otro lado del río. Iba tan absorta en sus pensamientos que no reparó en el hombre de la cola, que la seguía por el puente manteniéndose a una distancia prudencial. Tampoco notó que sacaba un teléfono del bolsillo y hacía una llamada, mientras ella se incorporaba con su coche al lento río del tráfico.