CAPÍTULO 24

Chartres

En la cocina de la Rué du Cheval Blanc, en Chartres, Will Franklin se bebió la leche directamente de la botella de plástico, para intentar matar de su aliento el olor a brandy rancio.

El ama de llaves había dejado la mesa puesta desde muy temprano por la mañana, antes de marcharse en su día libre. La cafetera italiana estaba sobre la cocina. Will dedujo que sería para François-Baptiste, ya que habitualmente la criada no se tomaba tantas molestias por él cuando Marie-Cécile no estaba en casa. Supuso que François-Baptiste también dormiría hasta tarde, porque todo estaba intacto, sin una cucharilla ni un cuchillo fuera de su sitio. Dos cuencos, dos platos y dos tazas con sus platillos. Cuatro variedades de mermelada y un bote de miel, junto a una fuente grande. Bajo el paño blanco que cubría la fuente, Will encontró melocotones, nectarinas y melón, y algunas manzanas.

No tenía apetito. La noche anterior, para matar el tiempo hasta el regreso de Marie-Cécile, había bebido primero una copa, después otra y después una tercera. Cuando ella llegó, era pasada la medianoche; para entonces, Will se había emborrachado hasta el aturdimiento. Marie-Cécile se encontraba en estado de salvaje excitación, ansiosa por compensar la discusión que habían tenido. No se durmieron hasta el alba.

Los dedos de Will apretaron con fuerza el papel que tenía en la mano. Marie-Cécile ni siquiera se había molestado en escribirle personalmente la nota. Una vez más, había encargado al ama de llaves que fuera ella quien le informara de su salida de la ciudad por negocios, de la que esperaba estar de vuelta antes del fin de semana.

Will y Marie-Cécile se habían conocido en la fiesta de inauguración de una galería de arte en Chartres, la primavera anterior, a través de amigos de unos amigos de los padres de él. Will iniciaba un viaje sabático de seis meses por Europa, y Marie-Cécile era una de las propietarias de la galería. Ella lo abordó a él, y no él a ella. Atraído y halagado por la atención, Will se encontró contándole la historia de su vida, mientras compartían una botella de champán. Habían salido juntos de la galería y desde entonces seguían juntos.

«Técnicamente juntos», pensó Will con amargura. Abrió el grifo y se salpicó la cara con agua fría. La había llamado esa mañana, sin saber muy bien qué iba a decirle, pero su teléfono estaba apagado. Estaba harto de esa fluctuación constante, de no saber nunca cuál era su situación.

Will miró por la ventana el jardincillo del fondo. Como todo lo de aquella casa, era perfecto en su diseño y precisión. No había nada que respetara los designios de la naturaleza. Guijarros gris claro; jardineras altas de barro cocido con limoneros y naranjos a lo largo de la pared del fondo, orientada al sur y, en la ventana, hileras de geranios rojos con los pétalos hinchados por el sol. Cubriendo la pequeña reja de hierro forjado, sobre el muro, había una hiedra centenaria. Todo hablaba de permanencia. Todo seguiría allí mucho después de que Will se hubiese marchado.

Se sentía como alguien que hubiese despertado de un sueño para descubrir que el mundo real no era como lo había imaginado. Lo más sensato habría sido salvar lo que aún conservaba y seguir adelante por su cuenta, sin rencores. Por muy desilusionado que estuviera con la relación, Marie-Cécile había sido generosa y amable con él y —tenía que admitirlo— había cumplido su parte del trato. Su decepción era fruto de unas expectativas poco realistas. No era culpa de ella. Marie-Cécile no había roto ninguna promesa.

Sólo entonces reparó Will en la ironía de haber decidido pasar los últimos tres meses en una casa exactamente igual a la suya, de la que había intentado escapar con su viaje a Europa. Diferencias culturales aparte, el ambiente le recordaba la atmósfera de la casa de sus padres en América, elegante y selecta, diseñada más como escaparate social que como un hogar. Entonces, lo mismo que ahora, Will pasaba gran parte del tiempo solo, vagando de una habitación inmaculada a la siguiente.

El viaje era su oportunidad de decidir lo que quería hacer con su vida. En un principio, su plan había sido recorrer Francia y España, reuniendo ideas e inspiración para sus escritos, pero desde que había llegado a Chartres prácticamente no había escrito ni una sola frase. Sus temas eran la rebeldía, la ira y la angustia, la non sancta trinidad de la vida norteamericana. En casa de sus padres encontraba mil cosas contra las cuales rebelarse. Allí se había quedado sin nada que decir. El único tema que ocupaba su mente era Marie-Cécile y era el único tema que no le estaba permitido tocar.

Se terminó la leche y tiró la botella al cubo de la basura. Echó otro vistazo a la mesa y decidió salir a desayunar fuera. La idea de hablar de intrascendencias con François-Baptiste le revolvía el estómago.

Recorrió el pasillo. El vestíbulo de la entrada, de techos altos, estaba en silencio, excepto por el puntual tictac del ornamentado reloj de péndulo.

A la derecha de la escalera, una puerta estrecha daba paso a las amplias bodegas de la casa. Will descolgó su chaqueta vaquera del pomo de la escalera, y se disponía ya a atravesar el vestíbulo cuando advirtió que uno de los tapices estaba torcido. Era un desvío mínimo, pero en la perfecta simetría del resto de la estancia, llamaba la atención.

Tendió la mano para enderezarlo, pero titubeó. Se veía una delgada franja de luz en la pared, detrás de los lustrosos paneles de madera. Levantó la vista hacia la ventana que había sobre la puerta y la escalera, aun sabiendo que a esa hora del día no daba el sol en esa parte de la casa.

La luz parecía provenir de detrás de la madera oscura que cubría la pared. Intrigado, separó el tapiz de la misma. Disimulada entre los paneles, había una puerta pequeña, cuyos bordes coincidían con los de aquellos. Tenía un diminuto pestillo de latón, hundido en la madera oscura, y un tirador circular plano, semejante al de las puertas de las pistas de squash. Todo muy discreto.

Will probó con el pestillo. Estaba bien engrasado y cedió sin dificultad. Con un suave chirrido, la puerta se abrió ante él, liberando un sutil olor a espacios subterráneos y sótanos escondidos. Apoyando las manos sobre el canto de la puerta, se asomó al interior y descubrió de inmediato la fuente de la luz: una solitaria bombilla blanca, en lo alto de un empinado tramo de escalera, que descendía hacia la oscuridad.

Justo al lado de la puerta, encontró dos interruptores. Uno de ellos correspondía a la bombilla encendida, y el otro, a una hilera de lámparas amarillas más tenues, suspendidas de unas alcayatas metálicas hincadas en la piedra, sobre la pared de la izquierda, que seguían todo el recorrido de la escalera hasta abajo. A ambos lados, una cuerda azul trenzada, pasada a través de unos aros metálicos negros, hacía las veces de pasamanos.

Will bajó el primer escalón. El techo era bajo, una mezcla de ladrillos viejos y piedra, a no más de cinco centímetros de su cabeza. El espacio era estrecho, pero el aire estaba limpio y fresco. No daba la sensación de un lugar olvidado.

Cuanto más bajaba, más frío hacía. Veinte peldaños y aún quedaban más. Pero el ambiente no estaba húmedo y, aunque no se veían extractores ni ninguna otra forma de ventilación, parecía haber una corriente de aire fresco procedente de algún sitio.

Al llegar abajo, Will se encontró en un pequeño vestíbulo. No había nada en las paredes, ningún signo, sólo la escalera a sus espaldas y una puerta delante, que ocupaba todo el ancho y la altura del pasillo. La iluminación eléctrica proyectaba sobre el ambiente un enfermizo resplandor amarillo.

A Will se le disparó la adrenalina al acercarse a la puerta.

La voluminosa llave antigua de la cerradura giró con facilidad. Cuando hubo franqueado la entrada, la atmósfera cambió de inmediato. Un pasillo cuyo suelo ya no era de hormigón, sino que estaba cubierto con una espesa alfombra color burdeos que se tragaba el sonido de sus pasos. La iluminación funcional había sido sustituida por ornamentados candelabros metálicos. Las paredes eran de la misma combinación de ladrillo y piedra que antes, pero estaban decoradas con tapices, imágenes de caballeros medievales, doncellas de piel de porcelana y sacerdotes con capirotes y túnicas blancas, inclinada la cabeza y extendidos los brazos.

También se distinguía en el aire una insinuación de algo más: incienso, un aroma pesado y dulzón que le recordaba las olvidadas Navidades y las Pascuas de su infancia.

Will miró por encima del hombro. La visión de la escalera que conducía de regreso a la casa, del otro lado de la puerta abierta, lo tranquilizó. El breve pasillo terminaba en una gruesa cortina de terciopelo que colgaba de una barra negra de hierro. Estaba cubierta de símbolos bordados en oro, una mezcla de jeroglíficos egipcios, indicaciones astrológicas y signos del zodíaco.

Extendió una mano y apartó la cortina.

Detrás había otra puerta, claramente mucho más antigua que la anterior. Fabricada con la misma madera oscura de los paneles del vestíbulo, tenía el marco decorado con volutas y otros motivos, pero la puerta en sí misma era totalmente lisa, marcada únicamente por orificios de carcoma, no más grandes que la cabeza de un alfiler. No había ningún picaporte a la vista, ni tampoco una cerradura, ni modo alguno de abrirla.

Coronaba el dintel un elaborado relieve tallado en piedra, no en madera. Will deslizó los dedos por encima de este, en busca de algún tipo de mecanismo. Tenía que haber alguna manera de abrir. Recorrió uno de los lados de la puerta desde el suelo hasta arriba, después la parte superior y a continuación el otro lado, hasta que finalmente dio con lo que buscaba: una pequeña muesca justo por encima del nivel del suelo.

Se agachó y apretó con todas sus fuerzas. Oyó un chasquido neto y sonoro, como el de una canica cayendo sobre un suelo de baldosas. El mecanismo cedió y la puerta se abrió.

Will se incorporó, con la respiración algo acelerada y las palmas húmedas. Se le había erizado el vello de la nuca y de los brazos. En un par de minutos —se dijo— saldría de allí. Sólo quería echar un vistazo rápido. Nada más. Apoyó firmemente la mano en la puerta y empujó.

En el interior reinaba la más completa oscuridad, aunque de inmediato percibió que se encontraba en un espacio más amplio, quizá una bodega. El olor a incienso quemado era allí mucho más intenso.

Will buscó a tientas un interruptor en la pared, pero no encontró nada. Cayó en la cuenta de que si descorría la cortina del pasillo, entraría algo de luz, de modo que ató el pesado terciopelo en un voluminoso nudo y se volvió para hacer frente a lo que le esperaba delante, fuera lo que fuese.

Lo primero que vio fue su propia sombra, alargada y escuálida, proyectada a través del umbral. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la parda penumbra, distinguió finalmente lo que había más adelante, en la oscuridad.

Se encontraba en el extremo de una larga cámara rectangular. El techo era alto y abovedado. Monásticos bancos de madera, como los de un refectorio, se alineaban junto a las dos paredes más largas en toda su longitud y se prolongaban hasta más allá de donde alcanzaba su vista. Arriba, donde las paredes se encontraban con el techo, había un friso que repetía un motivo de palabras y símbolos. Parecían los mismos símbolos egipcios que había visto fuera, en la cortina.

Will se secó las manos en los vaqueros. Justo delante, en el centro de la cámara, se veía un impresionante cofre de piedra, como un sarcófago. Lo rodeó por completo deslizando la mano sobre su superficie al caminar. Parecía liso, a excepción de un gran motivo circular en el centro. Se inclinó hacia adelante para ver mejor y repasó las líneas con los dedos. Era una especie de motivo de círculos decrecientes, como los anillos de Saturno.

Cuando sus ojos se habituaron un poco más a la penumbra, pudo distinguir que sobre cada uno de los lados había una letra tallada en la piedra: E a la cabeza, N y S sobre los lados más largos, una frente a otra, y O al pie. ¿Los puntos cardinales?

Después reparó en un pequeño bloque de piedra, de unos treinta centímetros de altura, colocado en la base del cofre, en línea con la letra E. Tenía una curva poco profunda en el centro, como el bloque de un verdugo.

El suelo a su alrededor parecía más oscuro que el resto. Estaba húmedo, como si lo hubieran fregado poco antes. Will se agachó y pasó los dedos por la marca. Desinfectante y algo más, un olor agrio, como a óxido. Había algo pegado a una de las esquinas de piedra. Will lo desprendió con las uñas.

Era un trozo de tela de hilo o algodón, deshilachado en los bordes, como si hubiese quedado enganchado en un clavo y se hubiese desgarrado. En los cantos tenía pequeñas manchas marrones. Como de sangre seca.

Will dejó caer la tela y echó a correr, dando un portazo y desanudando la cortina antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Salió a toda carrera por el pasillo, atravesó las dos puertas y subió en tromba la estrecha y empinada escalera, saltando los peldaños de dos en dos, hasta que estuvo en el vestíbulo de la casa.

Se dobló por la cintura, con las manos apoyadas en las rodillas, e intentó recuperar el aliento. Después, al comprender que pasara lo que pasase no podía arriesgarse a que nadie llegara y descubriera que había estado allá abajo, metió una mano y apagó las luces. Con dedos temblorosos, cerró el pestillo de la puerta y devolvió el tapiz a su sitio, hasta que ya nada fue visible desde fuera.

Por un instante, se quedó parado donde estaba. El reloj de péndulo le indicó que no habían pasado más de veinte minutos.

Will se miró las manos, volviéndolas de un lado y del otro, como si no fueran suyas. Frotó la yema del índice con la del pulgar y olió. Era sangre.