Carcasona
Poco después de las diez, el hombre conocido como Audric Baillard salió de la estación de la SNCF en Carcasona y se encaminó hacia el centro. Delgado y menudo, con su traje claro producía la impresión de una persona distinguida aunque algo anticuada. Caminaba de prisa, empuñando un largo bastón como un báculo entre sus dedos flacos. Su sombrero panamá le protegía los ojos del resplandor del sol.
Atravesó el Canal du Midi y pasó ante el magnífico hotel Terminus, con sus ostentosos espejos de estilo art déco y sus sinuosas rejas de hierro forjado. Carcasona había cambiado mucho. Veía pruebas de ello por todas partes mientras recorría la calle peatonal que atraviesa el corazón de la Basse Ville. Nuevas tiendas de ropa, pastelerías, librerías y joyerías. Se respiraban aires de prosperidad. La ciudad volvía a ser un destino. Un lugar en el centro de los acontecimientos.
Las blancas baldosas de la Place Carnot brillaban al sol. Eso era nuevo. La espléndida fuente decimonónica había sido restaurada y el agua manaba cristalina. Por toda la plaza había terrazas con mesas y sillas de colores vivos. Baillard volvió la vista hacia el bar Félix y sonrió al ver sus familiares toldos desgastados, a la sombra de las limas. Algunas cosas, por lo menos, no habían cambiado.
Subió por una estrecha y animada calle secundaria que conducía al Pont Vieux. Los rótulos marrones que aludían a la categoría mundial de la Cité, la ciudadela medieval fortificada, eran otra señal de que Carcasona había dejado de ser un lugar que simplemente «merecía un rodeo», según la guía Michelin, para convertirse en destino turístico internacional, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.
Salió a un espacio abierto y allí estaba. La Ciutat. Baillard sintió, como siempre, la aguda sensación de estar regresando al hogar, aunque ya no era el lugar que había conocido.
Habían instalado una decorativa valla delante del Pont Vieux, para impedir el acceso de vehículos. En otra época había sido preciso aplastarse contra la pared para eludir el torrente de caravanas, remolques, camiones y motocicletas que se abrían paso resoplando por el estrecho puente, cuyas piedras mostraban las cicatrices de décadas de contaminación. Ahora el parapeto estaba limpio. Tal vez incluso demasiado limpio. Pero sobre la castigada piedra, Jesús colgaba aún de su cruz como un muñeco de trapo, en el centro del puente, marcando el límite entre la Bastide de Saint-Louis y la antigua ciudadela fortificada.
Baillard sacó un pañuelo amarillo del bolsillo superior y se enjugó cuidadosamente la cara y la frente, bajo el ala del sombrero. Las orillas del río, muy por debajo de él, se veían cuidadas y cubiertas de vegetación, con senderos de color arena serpenteando entre los árboles y los arbustos. En la ribera septentrional, entre amplias extensiones de hierba, había primorosos parterres rebosantes de grandes flores exóticas. También se podía ver a señoras bien vestidas, sentadas en bancos metálicos a la sombra de los árboles, contemplando el agua y charlando, mientras sus perrillos jadeaban pacientemente a su lado o intentaban morder los talones del ocasional deportista que pasaba haciendo jogging.
El Pont Vieux conducía directamente al Quartier de la Trivalle, que había dejado de ser un suburbio gris, para convertirse en la puerta de entrada a la Cité medieval. Habían instalado barandillas de hierro negro a intervalos a lo largo de las aceras, para evitar que aparcaran los coches. Flores de intensos tonos naranja, violeta y carmesí desbordaban de las jardineras, como melenas derramándose por la espalda de una joven. Mesas y sillas cromadas resplandecían en las terrazas de los cafés y unas ornamentales farolas con cubierta de cobre habían desplazado a las otras más prosaicas que antes alumbraban las calles. Hasta los viejos canalones de hierro y plástico, que goteaban y se resquebrajaban con la fuerza de los chubascos y el calor, habían sido reemplazados por elegantes desagües metálicos, con extremos semejantes a bocas de coléricos peces.
La panadería y la tienda de ultramarinos habían sobrevivido, lo mismo que el Hôtel du Pont Vieux, pero la carnicería había pasado a vender antigüedades y la mercería se había transformado en emporio del New Age y ofrecía una selección de cristales, naipes de tarot y libros sobre la iluminación espiritual.
¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que había estado allí? Había perdido la cuenta.
Al girar a la derecha por la Rué de la Gaffe, Baillard advirtió más signos del insidioso aburguesamiento del lugar. La calle, apenas del ancho suficiente para dejar pasar un coche, era poco más que un pasaje, pero en una de sus esquinas había una galería de arte, La Maison du Chevalier, con dos grandes ventanas de arco, cuyos barrotes metálicos recordaban las puertas de los castillos en las escenografías de Hollywood. Había seis escudos de madera pintada sobre el muro y un aro metálico junto a la puerta, para que los clientes ataran a sus perros allí donde antes ataban a los caballos.
Había varias puertas recién pintadas. Los números de los portales estaban escritos sobre baldosas blancas con bordes azules y amarillos, entre orlas de flores diminutas. De vez en cuando algún mochilero, cargado de planos y botellas de agua, se paraba a preguntar en vacilante francés por el camino a la Cité, pero aparte de eso había poco movimiento.
Jeanne Giraud vivía en una casa pequeña, que daba la espalda a las verdes y empinadas laderas al pie de las murallas medievales. En su tramo de calle había menos fincas rehabilitadas y algunas estaban en ruinas o abandonadas. Dos viejos, un hombre y una mujer, estaban sentados en la acera, en sillas sacadas de la cocina. Baillard se levantó el sombrero y les deseó buenos días al pasar por su lado. Conocía de vista a varios de los vecinos de Jeanne y a lo largo de los años había llegado a saludar a algunos con un breve gesto de la cabeza.
Jeanne estaba sentada a la sombra, delante de su portal, esperando su llegada. Tenía el aspecto pulcro y eficiente de siempre, con una sencilla blusa de manga larga y una falda recta de color oscuro. Llevaba el pelo recogido en un moño, en la base de la nuca. Parecía la maestra de escuela que había sido hasta su jubilación, veinte años antes. En todos los años que hacía que la conocía, nunca la había visto de otra manera que no fuera perfectamente arreglada para un encuentro formal.
Audric sonrió, recordando la curiosidad de ella en los primeros tiempos y sus incesantes preguntas. ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía durante los largos meses en que no se veían? ¿Adónde iba?
Viajaba, le había dicho él. Investigaba y reunía material para sus libros, visitaba a amigos.
¿Qué amigos?, le había preguntado ella.
Colegas, gente con la que había estudiado y compartido experiencias. Le había hablado de su amistad con Grace.
Al poco tiempo le había confiado que tenía su casa en un pueblo de los Pirineos, cerca de Montségur. Pero le había revelado muy poco más acerca de su vida y, con el paso de los decenios, ella había dejado de preguntar.
Jeanne era una investigadora intuitiva y metódica, además de diligente, minuciosa y nada sentimental, todo lo cual resultaba invalorable. Hacía aproximadamente treinta años que colaboraba con él en todos sus libros, sobre todo en el último, aún inconcluso: la biografía de una familia cátara, en la Carcasona del siglo XIII.
Para Jeanne, había sido una labor detectivesca. Para Audric, un acto de amor.
Jeanne levantó una mano cuando lo vio llegar.
—Audric —sonrió—. ¡Cuánto tiempo!
Él cogió sus manos entre las suyas.
—Bonjorn.
Ella retrocedió un paso para mirarlo de arriba abajo.
—Tienes buen aspecto.
—Tè tanben —respondió él. «Tú también».
—No has tardado mucho en llegar.
—El tren ha sido puntual.
Jeanne pareció escandalizada.
—¡No habrás venido andando desde la estación!
—No está tan lejos —sonrió él—. Reconozco que quería ver cuánto ha cambiado Carcasona desde la última vez que estuve aquí.
Baillard la siguió al fresco interior de la casita. Las baldosas marrones y ocres del suelo y las paredes conferían al conjunto un aspecto sombrío y anticuado. En el centro de la sala había una pequeña mesa ovalada, con las deslucidas patas asomando por debajo de un mantel de hule amarillo y azul. En un rincón se veía una mesa de escritorio, con una vieja máquina de escribir encima, junto a una puerta de doble hoja que daba a un balcón.
Jeanne salió de la cocina llevando una bandeja con una jarra de agua, una cubitera con hielo, un plato con panecillos de especias, un cuenco de aceitunas verdes amargas y un platillo para dejar los huesos. Apoyó con cuidado la bandeja sobre la mesa y tendió una mano hacia la estrecha repisa de madera que rodeaba toda la habitación, a la altura del hombro. Allí encontró una botella de guignolet, licor amargo de cerezas que, como él bien sabía, ella sólo guardaba para sus raras visitas.
El hielo crujió y tintineó en los vasos, mientras el brillante licor rojo se derramaba sobre los cubitos. Por un instante permanecieron sentados en amistoso silencio, como tantas veces habían hecho en el pasado. De vez en cuando se filtraba desde la Cité algún fragmento de explicación, enunciado en varios idiomas, mientras el tren turístico realizaba su periódico circuito por las murallas.
Audric dejó con cuidado su vaso sobre la mesa.
—Y bien —dijo—, cuéntame lo sucedido.
Jeanne acercó su silla a la mesa.
—Mi nieto Yves trabaja como sabes en la Pólice Judiciaire, département de l’Ariège, y vive en el mismo Foix. Ayer lo llamaron de una excavación arqueológica en los montes Sabarthès, cerca del pico de Soularac, donde habían sido hallados dos esqueletos. A Yves le sorprendió que sus superiores trataran el lugar del hallazgo como posible escenario de un crimen, cuando era evidente que los cuerpos llevaban allí mucho tiempo. —Hizo una pausa—. Yves no interrogó directamente a la mujer que encontró los cadáveres, pero estuvo presente en el interrogatorio. Mi nieto conoce a grandes rasgos el trabajo que he estado haciendo para ti, lo suficiente como para comprender que el descubrimiento de esa cueva podía ser interesante.
Audric contuvo el aliento. Durante muchos años había intentado imaginar cómo se sentiría en ese momento. Nunca había perdido la esperanza de averiguar finalmente, algún día, la verdad sobre aquellas últimas horas.
Pero fueron pasando los decenios. Fue testigo del interminable ciclo de las estaciones: el verde de la primavera disolviéndose en el oro del verano, la tostada paleta del otoño perdiéndose bajo el blanco austero del invierno, y las primeras aguas del deshielo bajando en primavera por los torrentes de las montañas.
No había tenido ninguna noticia. ¿Y ahora?
—¿Entró Yves personalmente en la cueva? —preguntó.
Jeanne asintió.
—¿Qué vio?
—Había un altar y, detrás, grabado en la roca, el símbolo de un laberinto.
—¿Y los cuerpos? ¿Dónde estaban?
—En una tumba, que en realidad no era mucho más que un pequeño desnivel en el suelo, frente al altar. Varios objetos yacían entre los cuerpos, pero había demasiada gente para que Yves pudiera acercarse lo suficiente y mirar bien.
—¿Cuántos eran?
—Dos. Dos esqueletos.
—Pero eso… —Se interrumpió—. No importa. Continúa por favor, Jeanne.
—Debajo de… de ellos, recogió esto.
Jeanne empujó un objeto pequeño a través de la mesa.
Audric no se movió. Después de tanto tiempo, temía tocarlo.
—Yves me llamó desde la estafeta de Foix ayer por la tarde. La línea era mala y no se oía bien, pero dijo que había cogido el anillo porque no se fiaba de la gente que lo estaba buscando. Parecía preocupado. —Jeanne hizo una pausa—. No, Audric, parecía asustado. No estaban haciendo bien las cosas. No estaban siguiendo los procedimientos habituales. Había toda clase de gente en el lugar que no hubiese debido estar allí. Me hablaba susurrando, como si temiera que lo oyeran.
—¿Quiénes saben que él ha entrado en la cueva?
—No lo sé. Los otros agentes. Su superior. Probablemente habrá otros.
Baillard contempló el anillo sobre la mesa y después tendió la mano y lo cogió. Sujetándolo entre el pulgar y el índice, lo inclinó a la luz. El delicado motivo del laberinto, labrado en la cara inferior, era claramente visible.
—¿Es su anillo? —preguntó Jeanne.
Audric no se atrevió a contestar. Se estaba preguntando por el azar que había puesto el anillo en sus manos. Se preguntaba si de verdad había sido un azar.
—¿Mencionó Yves adónde han llevado los esqueletos?
La anciana sacudió la cabeza.
—¿Podrías preguntarle? Y, si es posible, pídele que haga una lista de todos los que estaban ayer allí, cuando abrieron la cueva.
—Se lo pediré. Estoy segura de que nos ayudará, si puede.
Baillard se deslizó el anillo en el pulgar.
—Transmite a Yves mi agradecimiento. Debe de haberle costado mucho coger esto. Ni siquiera imagina la importancia que puede tener a la postre su rapidez de reflejos —dijo sonriendo—. ¿Ha dicho qué otra cosa se ha descubierto junto a los cuerpos?
—Un puñal, una bolsa pequeña de piel sin nada dentro, una lámpara sobre…
—Vuèg? —exclamó con incredulidad—. «¿Vacía?» ¡Imposible!
—El inspector Noubel, el oficial al mando, le insistió aparentemente a la mujer sobre ese punto. Yves dijo que ella no cedió. Dijo que no había tocado nada, excepto el anillo.
—¿Y a tu nieto le pareció de fiar?
—No me lo dijo.
—Sí… Tiene que habérselo llevado otra persona —murmuró entre dientes, frunciendo el ceño en gesto reflexivo—. ¿Qué te ha dicho Yves de esa mujer?
—Muy poco. Es inglesa, tiene veintitantos años y no es arqueóloga, sino voluntaria. Estaba en Foix por invitación de una amiga, que era la segunda persona al frente de la excavación.
—¿Te ha dicho su nombre?
—Taylor, creo que dijo. —Arrugó el entrecejo—. No, Taylor no. Quizá Tanner. Sí, eso es. Alice Tanner.
El tiempo pareció detenerse.
¿Será cierto? Su nombre despertaba ecos en el interior de su cabeza.
—Es vertat? —repitió en un suspiro.
¿Se habría llevado el libro? ¿Lo habría reconocido? No, no. Se contuvo. No tenía sentido. Si se había llevado el libro, ¿por qué no el anillo?
Baillard apoyó las manos planas sobre la mesa, para que le dejaran de temblar, y buscó con la mirada los ojos de Jeanne.
—¿Crees que podrías preguntarle a Yves si tiene una dirección? Si sabe dónde encontrar a donaisela…
Se interrumpió, incapaz de continuar.
—Puedo preguntarle —respondió ella, y en seguida añadió—: ¿Te sientes bien, Audric?
—Cansado —replicó él, intentando sonreír—. Nada más.
—Esperaba verte algo más… alegre. Esto es, o al menos podría ser, la culminación de todos tus años de trabajo.
—Hay mucho que asimilar.
—Pareces más conmocionado que entusiasmado con la noticia.
Baillard imaginó el aspecto que debía de tener: los ojos demasiado brillantes, la cara demasiado pálida, las manos temblorosas.
—Estoy entusiasmado —dijo—. Y sobre todo agradecido a Yves, y a ti también, desde luego, pero… —Hizo una profunda inspiración—. ¿Crees que podrías llamar a Yves ahora? ¿Podría hablar yo con él directamente? ¿Tal vez quedar para vernos?
Jeanne se levantó de la mesa y fue hasta el vestíbulo, donde el teléfono estaba sobre una mesita, al pie de la escalera.
A través de la ventana, Baillard se puso a contemplar las laderas que subían hasta las murallas de la Cité. Una imagen de ella cantando, mientras trabajaba, se abrió paso en su mente, una visión de la luz que caía en franjas luminosas entre las ramas de los árboles, proyectando un difuminado resplandor sobre el agua. A su alrededor se desplegaban los sonidos y los olores de la primavera, sobre pequeñas notas de color dispersas en el sotobosque: azules, rosas y amarillos, la tierra generosa y profunda, el aroma embriagador de los arbustos de boj a ambos lados de la senda rocosa. La promesa del calor y de los días de verano que aún tenían que llegar.
Se sobresaltó cuando la voz de Jeanne lo hizo regresar de los suaves colores del pasado.
—No contesta —dijo.