CAPÍTULO 22

Toulouse

MARTES 5 DE JULIO DE 2005

En Blagnac, el aeropuerto de Toulouse, el oficial de seguridad prestó más atención a las piernas de Marie-Cécile de l’Oradore que a los pasaportes de los otros pasajeros.

Las cabezas se iban volviendo tras ella, mientras recorría la extensión de austeras baldosas grises y blancas. Sus simétricos rizos negros, su traje sastre color rojo, su inmaculada camisa blanca, todo la señalaba como alguien importante, como una persona que no guardaba cola ni estaba dispuesta a que la hicieran esperar.

Su chofer habitual la estaba aguardando junto a la puerta de llegadas, destacando con su traje oscuro entre la multitud de parientes de pasajeros y entre los turistas con camiseta y pantalones cortos. Ella le sonrió y le preguntó por su familia mientras se dirigían al coche, aunque tenía la cabeza en otras cosas. Al encender el móvil, había un mensaje de Will, que ella borró en seguida.

Cuando el coche se incorporó suavemente al torrente de tráfico del cinturón de Toulouse, Marie-Cécile se permitió relajarse. La ceremonia de la noche anterior había sido más emocionante que nunca. Sabiendo que la cueva había sido localizada, se había sentido transfigurada, colmada por el ritual y seducida por el poder heredado de su abuelo. Cuando levantó las manos y recitó el conjuro, había sentido energía pura fluyendo por sus venas.

Incluso la tarea de silenciar a Tavernier, un iniciado que había demostrado ser poco fiable, se había consumado sin dificultad. A condición de que ninguno hablara —y ahora estaba segura de nadie lo haría—, no había nada de que preocuparse. Marie-Cécile no había perdido el tiempo dándole la oportunidad de defenderse. La transcripción de las conversaciones que había mantenido con una periodista era prueba suficiente, en lo que a ella concernía.

Sin embargo… Marie-Cécile cerró los ojos.

Había algunos detalles al respecto que la inquietaban: la forma en que la indiscreción de Tavernier había salido a la luz, el hecho de que las notas de la periodista fueran asombrosamente concisas y coherentes, y la desaparición de la propia periodista.

Lo que más le preocupaba era la coincidencia en el tiempo. No había razón para relacionar el hallazgo de la cueva en el pico de Soularac con una ejecución ya planeada —y posteriormente llevada a cabo— en Chartres, pero en su mente ambos hechos habían quedado vinculados.

El coche ralentizó la marcha. Abrió los ojos y vio que el conductor se había detenido para retirar el ticket de la autopista. Golpeó el cristal.

Pour le péage —dijo, entregándole un billete de cincuenta euros, enrollado entre sus bien manicurados dedos. No quería dejar rastros de papel.

Marie-Cécile tenía asuntos que atender en Avignonet, a unos treinta kilómetros al sureste de Toulouse. Saldría para Carcasona desde allí. Su reunión estaba prevista a las nueve en punto, pero tenía pensado llegar antes. El tiempo de su estancia en Carcasona dependía del hombre con quien iba a reunirse.

Cruzó las largas piernas y sonrió. No veía la hora de comprobar si estaba a la altura de su reputación.