Alaïs se despertó cuando el alba se filtraba en la habitación. Por un momento no consiguió recordar qué hacía en los aposentos de su padre. Desperezándose para desprenderse del sueño, se sentó en la cama y esperó, hasta que el recuerdo de la víspera regresó vivido e intenso
En algún momento durante las largas horas entre la medianoche y el alba, había tomado una decisión. Pese a lo entrecortado de su sueño nocturno, tenía la mente clara como un torrente de montaña. No podía quedarse sentada, esperando pasivamente el regreso de su padre. No tenía manera de juzgar las consecuencias de cada día de demora. Cuando él le habló de su deber sagrado con la Noublesso de los Seres y el secreto que sus integrantes custodiaban, le hizo saber más allá de toda duda que su honor y su orgullo dependían de su capacidad para cumplir los votos pronunciados. Ella tenía el deber de buscarlo, contarle lo sucedido y volver a poner el asunto en sus manos.
«Mejor actuar que quedarse impasible».
Alaïs se acercó a la ventana y abrió los postigos para dejar entrar el aire de la mañana. A lo lejos, la Montaigne Noire reverberaba en tonos violáceos a la luz creciente del alba, sempiterna e intemporal. El espectáculo de las montañas fortaleció su resolución. El mundo la estaba llamando para que se uniera a él.
Una mujer viajando sola correría riesgos. Su padre lo habría tildado de temeridad. Pero era una excelente amazona, rápida e intuitiva, y confiaba en su capacidad para huir cabalgando de cualquier grupo de asaltadores de caminos o bandoleros. Además, hasta donde tenía noticias, no se conocían ataques de bandoleros en las tierras del vizconde Trencavel.
Alaïs se llevó la mano a la herida de la nuca, testimonio de que alguien había intentado hacerle daño. Si le había llegado la hora, entonces prefería plantar cara a la muerte con la espada en la mano a quedarse sentada, esperando a que sus enemigos volvieran a atacar.
Cuando Alaïs recogió de la mesa la lámpara apagada, vio casualmente su reflejo en el vidrio veteado de negro. Estaba pálida, con la piel del color del suero de la leche, y los ojos velados por la fatiga. Pero había en su expresión una determinación que antes no poseía.
Alaïs hubiese deseado no tener que volver a su habitación, pero no le quedaba más remedio. Después de pasar con cuidado por encima de François, atravesó la plaza de armas y volvió a la zona de castillo donde se encontraban sus aposentos. No había nadie.
Guiranda, la taimada sombra de Oriane, dormía en el suelo junto a la puerta de su señora, con su bonito y enfurruñado rostro sumido en el sueño, cuando Alaïs pasó de puntillas a su lado.
El silencio que encontró al entrar en su habitación le indicó que la otra criada ya no estaba. Presumiblemente se habría despertado y, al descubrir su ausencia, se habría marchado.
Alaïs puso manos a la obra, sin perder un minuto. El éxito de su plan dependía de su habilidad para lograr que todos creyeran que se sentía demasiado débil como para alejarse del castillo. Nadie de la casa debía saber que se dirigía a Montpellier.
Sacó de su guardarropa el más ligero de sus vestidos de caza, de un marrón rojizo similar al pelaje de las ardillas, con mangas añadidas de un pálido gris piedra, amplias bajo los brazos y terminadas en punta. Se ciñó un fino cinturón de piel, del que colgó su cuchillo y su bolsa, la que usaba cuando salía a cazar en invierno.
Se calzó las botas de caza, que le llegaban justo hasta debajo de las rodillas; se ajustó los lazos de piel en torno a la caña de las botas, para sujetar un segundo puñal; cerró las hebillas, y se puso una sencilla capa marrón con capucha y sin adornos.
Cuando estuvo vestida, cogió del cofre joyero varias gemas y algunas joyas, entre ellas su collar de aventurina y su anillo de turquesa con gargantilla a juego. Podían serle de utilidad como moneda de cambio o para comprar el derecho a transitar o a refugiarse en algún sitio, sobre todo cuando hubiera dejado atrás las fronteras de las tierras del vizconde Trencavel.
Por último, satisfecha al comprobar que no olvidaba nada, sacó la espada de su escondite detrás de la cama, donde había permanecido intacta desde su boda. Alaïs la empuñó firmemente con la mano derecha y la levantó, calibrando la hoja sobre la palma. Seguía recta y equilibrada, pese a la falta de uso. Dibujó en el aire la figura de un ocho, recordando el peso y el carácter del arma. Sonrió. La sentía cómoda en su mano.
Alaïs entró subrepticiamente en la cocina y le pidió a Jaume pan de cebada, higos, pescado salado, un trozo de queso y una jarra de vino. El hombre le dio mucho más de lo que necesitaba, como siempre hacía. Una vez más, Alaïs agradeció su generosidad.
Después despertó a su doncella, Rixenda, y le susurró un mensaje para dòmna Agnès: debía decirle que Alaïs se sentía mejor y que pensaba reunirse con las señoras de la casa, después de tercias. Rixenda pareció sorprendida, pero no hizo ningún comentario. Sabía que a Alaïs le disgustaba esa parte de sus deberes y que solía excusar su presencia siempre que podía. Se sentía enjaulada en compañía de las mujeres y la aburría la charla insustancial durante las labores de bordado. Sin embargo, ese día, aquella sería la prueba perfecta de que tenía pensado regresar al castillo.
Alaïs esperaba que no repararan en su ausencia hasta más tarde. Si tenía suerte, sólo cuando la campana de la capilla tocara a vísperas se percatarían de que no había vuelto y darían la voz de alarma.
«Y para entonces hará mucho tiempo que me habré ido».
—Rixenda, no te presentes ante dòmna Agnès hasta que haya desayunado —le indicó—. Espera a que los primeros rayos del sol lleguen al muro del oeste de la plaza, ¿de acuerdo? Òc ben? Hasta entonces, a todo el que venga en mi busca, aunque se trate del criado de mi padre, puedes decirle que he salido a cabalgar al campo, del otro lado de Sant Miquel.
Las caballerizas estaban en la esquina nororiental de la plaza de armas, entre la torre de las Casernas y la torre del Mayor. Varios caballos piafaron, levantaron las orejas al oírla acercarse y relincharon suavemente, con la esperanza de que viniera a darles heno. Alaïs se detuvo en la primera cuadra y acarició el ancho testuz de su vieja yegua gris, que tenía el tupé y la crin estriados de pelos blancos.
—Hoy no, vieja amiga —dijo—. No podría pedirte tanto.
Su otra montura estaba en la cuadra vecina. Era una yegua árabe de seis años, Tatou, regalo sorpresa de su padre el día de su boda. Era alazana, del color de las bellotas en invierno, con la cola y la crin blancas y calzada en los cuatro remos. Alta hasta los hombros de Alaïs, tenía la cara achatada de los corceles de su raza, huesos densos, dorso firme y temperamento apacible. Más importante aún, era resistente y muy veloz.
Para alivio de Alaïs, la única persona presente en los establos era Amiel, el hijo del herrero, adormilado sobre el heno en el rincón más alejado de las cuadras. En cuanto la vio, se puso en pie apresuradamente, avergonzado por haber sido sorprendido durmiendo.
Alaïs interrumpió sus disculpas.
Amiel examinó los cascos y las herraduras de la yegua, para asegurarse de que el animal estaba en condiciones de salir; le puso una manta y, a instancias de Alaïs, una silla de viaje en lugar de los arreos de caza que pensaba ponerle. Alaïs sentía una opresión en el pecho. El menor sonido procedente de la plaza la hacía sobresaltarse, y se volvía cada vez que oía una voz.
Sólo cuando el mozo hubo terminado, Alaïs sacó la espada de debajo de la capa.
—La hoja está desafilada —dijo.
Sus miradas se encontraron. Sin decir palabra, Amiel cogió la espada y la llevó al yunque en la forja. El fuego estaba encendido, alimentado día y noche por una sucesión de niños que apenas alcanzaban el tamaño suficiente para transportar los pesados y puntiagudos haces de leña de un extremo a otro de la fragua.
Alaïs vio las chispas que salían despedidas de la piedra y observó la tensión en los hombros de Amiel, cada vez que el muchacho dejaba caer el martillo sobre la hoja, para afilarla, aplanarla y reequilibrarla.
—Es una buena espada, dòmna Alaïs —dijo el mozo con naturalidad—. Os será muy útil, aunque… ruego a Dios que no tengáis que usarla.
—Eu autressí —sonrió ella. «Yo también».
La ayudó a montar y la condujo a través de la plaza. Alaïs sintió que se le desbocaba el corazón, por temor a que la vieran en el último momento y su plan fracasara.
Pero no había nadie y pronto llegaron a la puerta del este.
—Que Dios os proteja, dòmna Alaïs —susurró Amiel, mientras la joven depositaba una moneda en su mano. Los guardias abrieron las puertas y Alaïs dirigió a Tatou, con el corazón palpitante, a través del puente y más allá, por las calles matinales de Carcasona. Había superado el primer obstáculo.
Nada más dejar atrás la puerta de Narbona, Alaïs aflojó las riendas de Tatou.
«Libertat.».
Cabalgando hacia el sol naciente, Alaïs se sintió en armonía con el mundo. El pelo se le apartó de la cara y el viento le devolvió el color a las mejillas. Mientras Tatou galopaba por la llanura, ella se preguntó si eso sería lo que sentiría el alma cuando abandonaba el cuerpo al partir para sus cuatro días de viaje hacia el cielo. ¿Tendría esa misma sensación de la gracia de Dios, esa trascendencia, ese desprendimiento de toda bajeza, de todo lo físico, hasta que sólo quedara el espíritu?
Alaïs sonrió. Los parfaits predicaban que llegaría el día en que todas las almas se salvarían y todas las preguntas recibirían respuesta en el cielo. Pero de momento, estaba dispuesta a esperar. Había demasiado que hacer en el mundo para que ella pensara en dejarlo.
Arrastrando su sombra tras de sí, todos los pensamientos de Oriane y de la casa, y todos los temores se desvanecieron. Era libre. A sus espaldas, las paredes y torres color arena de la Cité se fueron volviendo cada vez más pequeñas, hasta desaparecer por completo.