CAPÍTULO 20

En una granja desierta, en las afueras de Aniane, en las llanas y feraces tierras del oeste de Montpellier, un anciano parfait cátaro y sus ocho credentes, sus fieles, aguardaban agazapados en el rincón de un granero, detrás de un montón de viejos arneses para bueyes y mulas.

Uno de los hombres estaba malherido. Colgajos de carne rosa y gris se desplegaban en torno a los blancos huesos astillados de lo que había sido su cara. Uno de los ojos había sido desalojado de su órbita por la fuerza del golpe que le había destrozado la mejilla. La sangre empezaba a coagularse en torno al hueco. Cuando la casa donde se habían congregado para orar fue atacada por un pequeño grupo de militares desgajado del grueso del ejército francés, sus amigos se habían resistido a abandonarlo.

Pero la presencia del herido había ralentizado su marcha y neutralizado la ventaja que les confería su mejor conocimiento del terreno. Los cruzados los habían perseguido todo el día. La noche no los había protegido y ahora se encontraban acorralados. Los cátaros podían oír los gritos de los soldados en el patio y también el sonido del fuego prendiendo en la madera seca. Estaban encendiendo una hoguera.

El parfait sabía que se acercaba su fin. No podían esperar piedad de hombres como aquellos, impulsados por el odio, la ignorancia y el fanatismo. Nunca había habido un ejército como aquel en suelo cristiano. El parfait no lo habría creído si no lo hubiese visto con sus propios ojos. Había viajado hacia el sur, siguiendo en paralelo el avance de la Hueste. Había visto las barcazas enormes que bajaban flotando por el Ródano, cargadas de material y suministros, así como de cofres de madera cerrados con bandas de acero, que contenían valiosas reliquias sagradas para el buen fin de la expedición. Los cascos de los miles de caballos con sus jinetes, cabalgando junto al río, levantaban una gigantesca tolvanera que envolvía a toda la Hueste.

Desde el principio, la gente había cerrado a cal y canto las puertas de sus pueblos y ciudades, y había observado al ejército desde detrás de las murallas, rezando para que siguiera su camino sin detenerse. Circulaban rumores de creciente violencia y horror. Se hablaba de granjas quemadas y de campesinos que habían sufrido las represalias de los soldados al tratar de impedirles que saquearan sus tierras. Fieles cátaros acusados de herejía habían sido ejecutados en la hoguera en Puylaroque. Toda la comunidad judía de Montélimar —hombres, mujeres y niños— había sido pasada por las armas y sus cabezas sangrantes habían sido plantadas en picas fuera de las murallas de la ciudad, para pasto de los cuervos.

En Saint-Paul de Trois Châteaux, un parfait había sido crucificado por una pequeña banda de asaltantes gascones. Lo habían atado a una improvisada cruz, fabricada con dos maderos atados con sogas, y le habían clavado las manos a martillazos. Desgarrado por el peso de su propio cuerpo, no se retractó ni abjuró de su fe. Al final, aburridos por la lentitud de la agonía, los soldados lo destriparon y lo dejaron pudrirse.

Esos y otros actos de barbarie fueron desmentidos por el abad de Cîteaux y los barones franceses, o bien atribuidos a unos pocos renegados. Pero acurrucado en la oscuridad, el parfait sabía que las palabras de los señores, los clérigos y los legados papales no les servían de nada allí donde estaban. Podía oler el ansia de sangre en el aliento de los hombres que los habían acorralado en aquel pequeño rincón de esa creación diabólica que era el mundo.

Reconocía el Mal.

Lo único que podía hacer era intentar salvar las almas de sus fieles, para que pudieran contemplar el rostro de Dios. Su tránsito de este mundo al otro no iba a ser nada llevadero.

El herido todavía estaba consciente. Gemía suavemente, pero una quietud definitiva se había adueñado de él y su piel se había teñido con el gris de la muerte. El parfait impuso sus manos sobre la cabeza del hombre, le administró los últimos sacramentos de su religión y dijo unas palabras de consolament.

Los otros fieles unieron las manos en un círculo y comenzaron a rezar.

—Padre santo, Dios de la justicia y las almas buenas, Tú que no te dejas engañar, que nunca mientes ni dudas, permítenos saber…

Los soldados ya la habían emprendido a patadas con la puerta, entre risotadas y exabruptos. En poco tiempo, los encontrarían. La menor de las mujeres, que tenía apenas catorce años, se echó a llorar. Las lágrimas rodaban desesperadamente y en silencio por sus mejillas.

—… permítenos saber lo que Tú sabes y amar lo que Tú amas, porque nosotros no somos de este mundo y este mundo no es para nosotros, y tememos encontrar aquí la muerte, en los dominios de un dios extraño.

El parfait levantó la voz cuando la viga horizontal que mantenía cerrada la puerta saltó partida en dos. Astillas agudas como puntas de flecha se proyectaron por el granero cuando los hombres irrumpieron en él. A la luz del resplandor anaranjado del fuego que ardía en el patio, vio sus ojos vidriosos e inhumanos. Contó diez hombres, cada uno con su espada.

Su mirada se fijó después en el capitán, que entró detrás. Un hombre alto, de tez pálida y ojos inexpresivos, tan sereno y controlado como vehementes e indisciplinados eran sus hombres. Tenía un aire de cruel autoridad, el de un hombre acostumbrado a ser obedecido.

Siguiendo sus órdenes, los soldados sacaron a rastras a los fugitivos de su escondite. El capitán levantó el brazo y hundió la espada en el pecho del parfait. Por un instante, sostuvo su mirada. Los ojos del francés, grises como el pedernal, rebosaban desprecio. Alzó el brazo por segunda vez e hincó el acero en lo alto del cráneo del viejo, salpicando la paja de pulpa roja y sesos grises.

Asesinado el sacerdote, se desató el pánico. Los otros intentaron huir, pero el suelo estaba resbaladizo de sangre. Un soldado agarró a una mujer por el pelo y le clavó una estocada en la espalda. El padre de la víctima intentó apartarlo, pero el hombre se dio la vuelta y le abrió el vientre de un tajo. Los ojos del desdichado se abrieron de conmocionado asombro, mientras el soldado revolvía el acero en la herida y empujaba con el pie a su víctima para extraerle el arma.

El soldado más joven vomitó sobre la paja.

Al cabo de unos minutos, todos los hombres estaban muertos y sus cuerpos yacían dispersos por el granero. El capitán ordenó a los soldados que se llevaran fuera a las dos mujeres mayores. Se quedó a la chica y también al muchacho que había vomitado. El chico tenía que endurecerse.

Ella retrocedió, con el miedo aleteando en sus ojos. Él capitán sonrió. No tenía prisa y la joven no podía huir. Dio unas vueltas a su alrededor, como un lobo contemplando a su presa, y entonces, sin previo aviso, atacó. De un solo movimiento, la agarró por el cuello, le golpeó la cabeza contra la pared y le desgarró el vestido. La chica gritó con fuerza, dando patadas y manotazos desesperados al vacío. Él le dio un puñetazo en la cara, notando con satisfacción el tacto de los huesos astillados.

Las piernas de ella cedieron. Cayó de rodillas, dejando un rastro de sangre sobre la madera. El hombre se inclinó y le agarró la túnica, desgarrándola de arriba abajo de un solo gesto. Ella gimió, mientras él le apartaba la tela, descubriendo su cuerpo.

—No debemos permitir que se apareen y traigan otros como ellos al mundo —dijo con frialdad, al tiempo que desenvainaba el puñal.

No tenía intención de contaminar su carne tocando a la hereje. Empuñando el arma, hundió cuanto pudo la hoja en las entrañas de la chica. Con todo el odio que le inspiraban los de su clase, clavó el cuchillo en su vientre una y otra vez, hasta tener ante sí su cuerpo tendido e inmóvil. Como acto final de profanación, le dio la vuelta y, con dos rápidos movimientos del cuchillo, le grabó el signo de la cruz en la espalda desnuda. Perlas de sangre, como rubíes, brotaron sobre la piel blanca.

—Espero que esto sirva de lección para cualquier otro de estos que pase por aquí —dijo serenamente—. Ahora remátala.

Después de limpiar la hoja del arma en el vestido desgarrado de la joven, se puso de pie.

El chico estaba sollozando. Tenía la ropa manchada de vómito y sangre. Intentó hacer lo que su capitán le ordenaba, pero con demasiada lentitud.

El hombre cogió al muchacho por el cuello.

—He dicho que la remates. Rápido. Si no quieres acabar como ellos.

Le dio un puntapié en la base de la espalda, dejándole en la gonela una huella de sangre, polvo y fango. Un soldado de estómago delicado no le servía para nada.

La improvisada hoguera en mitad del patio ardía ferozmente, avivada por el cálido viento nocturno que soplaba desde el Mediterráneo.

Los soldados se mantenían retirados, con las manos sobre la cara para protegerse del calor. Sus caballos, atados a la cancela, piafaban agitados. Tenían el hedor de la muerte en los ollares y eso los ponía nerviosos.

A las mujeres las habían desnudado y las habían obligado a arrodillarse en el suelo, delante de sus captores, con los pies atados y las manos fuertemente amarradas a la espalda. La expresión de sus rostros y los arañazos en su pecho y hombros testimoniaban lo que acababan de soportar, pero permanecían en silencio. Una de ellas lanzó una apagada exclamación cuando les arrojaron delante el cadáver de la muchacha.

El capitán se dirigió hacia la pira. Ya estaba aburrido; no veía el momento de marcharse. Matar herejes no era lo que lo había llevado a unirse a la cruzada. La brutal incursión era un regalo para sus hombres. Había que mantenerlos ocupados para que no bajaran la guardia y evitar que se enfrentaran entre sí.

El cielo nocturno estaba lleno de estrellas blancas alrededor de la luna llena. Se dio cuenta de que debía de ser pasada la medianoche, quizá más tarde. Había contado con estar de vuelta mucho antes, por si llegaba algún aviso.

—¿Las echamos a la hoguera, señor?

Con un único y repentino gesto, desenvainó la espada y cercenó de un mandoble la cabeza de la mujer que tenía más cerca. La sangre empezó a manar de una vena del cuello, salpicándole a él las piernas y los pies. El cráneo cayó al suelo con un golpe sordo. De un puntapié, el hombre derribó en el polvo el cuerpo que aún se retorcía.

—Matad al resto de estas perras herejes y después quemad los cuerpos, y también el granero. Ya nos hemos demorado demasiado.