Cuando Alaïs se despertó de nuevo, estaba acostada entre sábanas de hilo y no sobre la hierba. Oía un murmullo bajo y sordo, como un viento otoñal silbando entre los árboles. Su cuerpo le pareció curiosamente pesado y lastrado, como si no le perteneciera. Había soñado que Esclarmonda estaba allí con ella, poniéndole la mano fresca en la frente para ahuyentar la fiebre.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Sobre su cabeza vio el familiar dosel de su cama, con las cortinas de color azul oscuro apartadas y sujetas hacia un lado. La alcoba estaba sumida en la suave luz dorada del crepúsculo. El aire, aunque pesado y caluroso, ya prometía el frescor de la noche. Distinguió un leve perfume de hierbas recién quemadas. Romero y un aroma de lavanda.
También oyó voces de mujeres, roncas y sofocadas, en algún lugar cercano. Estaban susurrando, como para no despertarla. Las palabras crepitaban como la grasa cayendo de un espetón al fuego. Poco a poco, Alaïs volvió la cabeza sobre la almohada en dirección al ruido. Alziette, la poco agraciada esposa del jefe de caballerizos, y Ranier, una chismosa alborotadora y rencorosa, casada con un hombre tosco y aburrido, conocidas ambas por ser dos liantes, estaban sentadas junto a la chimenea vacía, como un par de cuervos viejos. Su hermana Oriane solía llamarlas para que le hicieran recados, pero Alaïs desconfiaba de ellas y no podía entender cómo habían entrado en sus habitaciones. Su padre jamás lo habría permitido.
Entonces recordó. Su padre no estaba en el castillo. Se había ido a Saint Gilles o a Montpellier, no lo recordaba bien. También Guilhelm.
—Entonces, ¿dónde estaban? —murmuró Ranier con voz sibilante, ávida de escándalos.
—En el huerto, bajando por el riachuelo, junto a los sauces —contestó Alziette—. La chica mayor de Mazelle los vio cuando salían para allá. Ladina como es, se fue directamente a decírselo a su madre. Entonces Mazelle salió corriendo al patio, retorciéndose las manos y gritando que era una vergüenza y que hubiese querido ser la última en contármelo.
—Siempre le ha tenido envidia a tu chica. Todas sus hijas están gordas como cerdas y tienen la cara llena de hoyos. Todas, por mucho que le duela. —Ranier acercó un poco más su cabeza a la de Alziette—. ¿Qué hiciste entonces?
—¿Qué podía hacer, aparte de ir a ver por mí misma? Los encontré nada más bajar. Tampoco es que se esforzaran mucho por esconderse. Agarré a Raolf por los pelos, esa pelambre marrón tan fea que tiene, y le di de puñetazos en las orejas. Mientras tanto, él se sujetaba el cinturón con una mano. Tenía la cara roja de vergüenza, por haber sido descubierto. Cuando me volví hacia Joana, el miserable se me escabulló y salió huyendo, sin mirar atrás ni una sola vez.
Ranier chasqueó la lengua a modo de reprobación.
—Mientras tanto, Joana no dejaba de chillar, hablando al mismo tiempo, diciendo que Raolf la adoraba y que quería casarse con ella. Oyéndola, se hubiese dicho que era la primera chica que se ha dejado engañar por unas cuantas palabras bonitas.
—¿No serán honestas las intenciones del mozo?
Alziette resopló.
—No está en situación de casarse —se quejó—. Tiene cinco hermanos mayores y sólo dos están casados. Su padre se pasa el día y la noche en la taberna. Hasta la última moneda que pasa por sus manos acaba en los bolsillos de Gastón.
Alaïs intentó cerrar los oídos al chismorreo de las mujeres. Eran como buitres consumiendo carroña.
—En cualquier caso —dijo Ranier insidiosamente—, no hay mal que por bien no venga. Si las circunstancias no te hubieran llevado allí, no la habrías encontrado a ella.
Alaïs se puso tensa, al sentir que ambas cabezas se volvían en su dirección.
—Así es —convino Alziette—, y espero recibir una recompensa cuando vuelva su padre.
Alaïs se quedó escuchando, pero no averiguó nada más. Las sombras se alargaron. Siguió durmiendo y despertando a ratos.
Finalmente, una de las doncellas favoritas de su hermana se presentó para sustituir a Alziette y Ranier. El ruido de la mujer arrastrando el camastro de madera agrietada, para sacarlo de debajo de la cama, despertó a Alaïs. Oyó un golpe sordo cuando la criada se tumbó sobre el jergón y el peso de su cuerpo expulsó el aire alojado entre la paja seca del relleno. Al cabo de un momento, los gruñidos, los trabajosos ronquidos, los silbidos y los resoplidos que llegaban de los pies de la cama le anunciaron que la mujer se había quedado dormida.
De pronto, Alaïs despertó por completo. Tenía la cabeza llena de las últimas instrucciones que le había dado su padre: poner a buen recaudo la tabla con el laberinto. Se incorporó hasta quedar sentada y miró entre las velas y los retales.
La tabla ya no estaba.
Con cuidado para no despertar a la doncella, Alaïs abrió la puerta de la mesilla de noche. La bisagra estaba rígida por falta de uso y rechinó al girar. Alaïs repasó con los dedos los bordes de la cama, por si la tabla se hubiera deslizado entre el colchón y el marco de madera. Tampoco estaba allí.
Nada.
No le gustaba la deriva que estaban tomando sus pensamientos. Su padre había rechazado la sugerencia de que hubiesen descubierto su identidad, pero ¿no se habría equivocado? «Han desaparecido el merel y la tabla».
Alaïs pasó las piernas por encima de la cama y recorrió de puntillas la habitación, hasta la silla donde solía sentarse para hacer sus labores. Necesitaba asegurarse. Su capa colgaba del respaldo. Alguien había intentado limpiarla, pero el fango cubría el rojo dobladillo y tapaba en algunos sitios los puntos del bordado. Olía como la plaza de armas o las cuadras, un olor acre y amargo. Sus manos salieron vacías, tal como esperaba. Su bolsa había desaparecido y, con ella, el merel.
Todo sucedía con excesiva rapidez. De pronto, las viejas sombras familiares le parecían amenazadoras. Sentía el peligro por todas partes, incluso en los ronquidos que le llegaban de los pies de la cama.
«¿Y si mis atacantes están todavía en el castillo? ¿Y si vuelven a buscarme?».
Alaïs se vistió rápidamente, recogió el candil y ajustó la llama. La idea de atravesar sola la plaza oscura la atemorizaba, pero no podía quedarse quieta en su habitación, simplemente esperando a que pasara algo.
Valor.
Alaïs atravesó corriendo la plaza de armas, hasta la torre Pinta, protegiendo con una mano la llama mortecina. Tenía que encontrar a François.
Entreabrió la puerta y lo llamó por su nombre en la oscuridad. No hubo respuesta. Se deslizó dentro de la habitación.
—François —volvió a susurrar.
La lámpara proyectaba un pálido resplandor amarillo, suficiente para ver que había alguien tumbado en el camastro al pie de la cama de su padre.
Tras apoyar la lámpara en el suelo, Alaïs se inclinó y lo tocó levemente en el hombro. En seguida retiró el brazo, como si se le hubieran quemado los dedos. Había notado algo raro.
—¿François?
Tampoco hubo respuesta. Alaïs agarró el borde irregular de la manta, contó hasta tres y la levantó.
Debajo había un montón de ropa y pieles viejas de carnero, todo ello cuidadosamente apilado para imitar los contornos de un hombre dormido. Sintió alivio, pero a la vez confusión y aturdimiento.
Fuera, en el pasillo, un ruido llamó su atención. Alaïs levantó la lámpara del suelo, apagó la llama y se escondió entre las sombras, detrás de la cama.
Oyó que la puerta se abría con un chirrido. El intruso vaciló, quizá al percibir el olor de la lámpara de aceite o al reparar en las mantas desordenadas, y desenvainó el puñal.
—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¡Sal para que te vea!
—¡François! —exclamó Alaïs con alivio, saliendo de detrás de las cortinas—. Soy yo. Puedes guardar el arma.
El hombre pareció mucho más sorprendido que ella.
—¡Perdonadme dòmna, no os había visto!
Ella lo estudió con interés. El criado respiraba agitadamente, como si hubiese estado corriendo.
—La culpa ha sido mía, pero ¿dónde estabas tú a estas horas? —preguntó ella.
—Yo…
Una mujer, supuso ella, aunque no comprendía por qué lo turbaba tanto que lo hubiesen descubierto. Sintió pena por él.
—A decir verdad, François, no tiene importancia. He venido porque eres la única persona en quien confío, para que me cuentes lo que me ha ocurrido.
El color se retiró de la cara del criado.
—Yo no sé nada, dòmna —se apresuró a decir con voz ahogada.
—¿Cómo es eso? Seguramente habrás oído algo. Algún rumor en las cocinas…
—Muy poco.
—Bueno, intentemos reconstruir juntos la historia —dijo ella, intrigada por su actitud—. Recuerdo que volvía de los aposentos de mi padre, después de que tú fueras a buscarme para que acudiera a verlo. Entonces me atacaron dos hombres. Me desperté en un huerto, cerca de un riachuelo. Era temprano, por la mañana. Cuando volví a despertarme, estaba en mi habitación.
—¿Reconoceríais a esos dos hombres, dòmna?
Alaïs lo miró con atención.
—No. Estaba oscuro y todo sucedió demasiado de prisa.
—¿Se llevaron algo?
Ella dudó.
—Nada de valor —dijo finalmente, incómoda con la mentira—. Después, por lo que sé, Alziette Baichère dio la noticia. La he oído presumiendo al respecto hace un momento, aunque no acabo de comprender qué hacía ella en mis habitaciones. ¿Por qué no estaba conmigo Rixenda? ¿O cualquiera de mis doncellas?
—Instrucciones de dòmna Oriane, dòmna. Se ha hecho cargo personalmente de vuestro cuidado.
—¿Y a nadie le ha parecido extraña tanta preocupación? —dijo ella. Era totalmente impropio de su carácter—. Mi hermana no destaca precisamente por esas… habilidades.
François asintió.
—Pero ¡insistió tanto, dòmna!
Alaïs sacudió la cabeza. Una lejana reminiscencia encendió un destello en su mente. El fugaz recuerdo de estar encerrada en un espacio reducido, pero no de madera, sino de piedra, y un hedor acre a orina de animales y a dejadez. Cuanto más se esforzaba por atrapar el recuerdo, más se le escabullía y se alejaba.
Volvió al asunto que la ocupaba.
—Supongo, François, que mi padre ya habrá salido hacia Montpelhièr.
El hombre hizo un gesto afirmativo.
—Hace dos días, dòmna.
—Entonces es miércoles —murmuró ella, estupefacta. Había perdido dos días—. Dime, François —añadió, frunciendo el ceño—, cuando se marcharon, ¿no se extrañó mi padre de que yo no saliera a despedirlos?
—Así fue, dòmna, pero… me prohibió que os despertara.
«Eso no tiene sentido».
—¿Y mi marido? ¿No dijo Guilhelm que yo no había regresado esa noche a nuestros aposentos?
—Creo que el chevalier Du Mas pasó la primera parte de la noche en la forja, dòmna, y que después asistió a la misa de bendición con el vizconde Trencavel, en la capilla. Parecía tan sorprendido por vuestra ausencia como el senescal Pelletier, y además…
Se hizo un silencio incómodo.
—Adelante. Di lo que estás pensando, François. No te culparé.
—Con todos mis respetos, dòmna, creo que el chevalier Du Mas no debía de querer revelarle a vuestro padre que ignoraba vuestro paradero.
En cuanto las palabras salieron de la boca del criado, Alaïs supo que tenía razón.
La animadversión entre su marido y su padre pasaba por su peor momento. Alaïs apretó los labios, para no delatar que pensaba lo mismo.
—Corrieron un riesgo muy grande —dijo ella, refiriéndose otra vez a sus captores—. Atacarme en el corazón del Château Comtal ya fue locura suficiente, pero multiplicar su crimen tomándome prisionera… ¿Cómo pudieron tener la menor esperanza de salirse con la suya?
Se interrumpió secamente, al darse cuenta de lo que acababa de decir.
—Todos estaban muy atareados, dòmna. No había toque de queda, y si bien la puerta del oeste estaba cerrada, la del este permaneció abierta toda la noche. No habrá sido difícil para dos hombres llevaros entre los dos, siempre que se cuidaran de ocultar vuestro rostro y vuestras ropas. Hay muchas damas… muchas mujeres, quiero decir… ya me entendéis…
Alaïs reprimió una sonrisa.
—Sí, François, te entiendo perfectamente.
La sonrisa se esfumó de su cara. Necesitaba pensar, decidir lo que iba a hacer a continuación. Estaba más confusa que nunca, y su ignorancia del porqué de lo ocurrido y de la manera en que había sucedido todo no hacía más que acrecentar su temor. «Es difícil actuar contra un enemigo sin rostro».
—Convendría hacer circular el rumor de que no recuerdo nada del ataque, François —dijo ella al cabo de un momento—. De ese modo, si mis atacantes están todavía en el castillo, no se sentirán amenazados.
La idea de hacer otra vez el mismo recorrido de vuelta por la plaza de armas le heló la sangre. Además, no soportaba la idea de dormir bajo la mirada de una criada de Oriane. Alaïs no tenía la menor duda de que la había enviado su hermana para espiarla.
—Pasaré aquí el resto de la noche —añadió.
Para su sorpresa, François pareció horrorizado.
—Pero, dòmna, no es apropiado para vos…
—Siento tener que echarte de tu cama —dijo ella, suavizando su orden con una sonrisa—, pero la compañera que tengo en mis aposentos no es de mi agrado.
Una expresión impasible y hermética descendió sobre el rostro del criado.
—Aun así, François —prosiguió ella—, te agradeceré que te quedes cerca, por si te necesito.
El hombre no le devolvió la sonrisa.
—Lo que vos digáis, dòmna.
Alaïs se lo quedó mirando un momento, pero se dijo que estaba sacando demasiadas conclusiones apresuradas. Le pidió que encendiera la lámpara y a continuación lo despidió.
En cuanto François se hubo marchado, Alaïs se acostó hecha un ovillo en la cama de su padre. Al quedarse sola otra vez, volvió a sentir el pesar por la ausencia de Guilhelm, como un sordo dolor físico. Intentó conjurar mentalmente la imagen de su rostro, sus ojos y el contorno de su mandíbula, pero sus rasgos desdibujados se negaron a concretarse. Alaïs sabía que su incapacidad para fijar la imagen de su marido era fruto de su ira. Una y otra vez intentó recordar que Guilhelm estaba cumpliendo con sus obligaciones de chevalier. No había error ni deslealtad en su conducta. De hecho, había actuado como era menester. En vísperas de tan importante misión, se debía ante todo a su señor y a quienes iban a hacer el viaje con él, y no a su esposa. Sin embargo, por mucho que Alaïs se lo repitiera, no conseguía acallar las voces en su mente. Lo que pudiera decir no cambiaba lo que sentía: que cuando había necesitado su protección, Guilhelm le había fallado. Por injusto que fuera su pensamiento, culpaba a Guilhelm.
Si su ausencia se hubiera descubierto con la primera luz del alba, quizá habrían atrapado a sus atacantes.
«Y mi padre no se habría marchado pensando mal de mí».