Chartres
La gran catedral gótica de Nuestra Señora de Chartres se erguía por encima del mosaico de tejados, aguilones y casas de entramado de madera y piedra caliza que componen el centro histórico de la ciudad. Al pie del compacto laberinto de calles estrechas y curvas, a la sombra de los edificios, el río Eure discurría aún a la tamizada luz del sol de la tarde.
Los turistas se empujaban unos a otros para entrar por el portal oeste de la catedral. Los hombres empuñaban sus cámaras de vídeo como armas, registrando más que percibiendo el brillante caleidoscopio de color que se derramaba de las tres ventanas ojivales, por encima de la puerta Real.
Hasta el siglo XVIII, los nueve accesos que llevan a la catedral se podían clausurar en época de peligro. Las puertas habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero la actitud mental persistía. Chartres era todavía una ciudad partida en dos mitades, la antigua y la nueva. Las calles más selectas eran las de la parte norte del claustro, donde antiguamente se levantaba el palacio episcopal. Los edificios de piedra clara miraban imperiosamente hacia la catedral, imbuidos de una atmósfera varias veces centenaria de influencia y poder eclesiásticos.
La casa de la familia De l’Oradore dominaba la Rué du Cheval Blanc. Había sobrevivido a la revolución y a la ocupación, y se mantenía como sólido testimonio de las viejas fortunas. Su aldaba y su buzón de bronce resplandecían, y los arbustos ornamentales de los tiestos colocados a ambos lados de los peldaños, delante de la doble puerta, estaban perfectamente podados.
La puerta delantera daba paso a un vestíbulo impresionante. El suelo era de lustrosa madera oscura y un pesado jarrón de cristal, con lirios blancos recién cortados, destacaba sobre una mesa ovalada en el centro. Las vitrinas dispuestas en torno a las esquinas, conectadas todas a un discreto sistema de alarmas, contenían una valiosa colección de piezas egipcias, adquiridas por la familia De l’Oradore tras el regreso triunfal de Napoleón de sus campañas norteafricanas, a comienzos del siglo XIX. Era una de las principales colecciones privadas de arte egipcio.
La actual cabeza de familia, Marie-Cécile de l’Oradore, comerciaba con antigüedades de todos los períodos, pero compartía las preferencias de su difunto abuelo por el pasado medieval. Dos importantes tapices franceses colgaban de la pared artesonada frente a la puerta delantera, ambos adquiridos después de que la señora recibiera su herencia, cinco años antes. Las piezas más valiosas de la familia —cuadros, joyas y manuscritos— estaban a buen recaudo en la caja fuerte, fuera de la vista de los curiosos.
En el dormitorio principal del primer piso de la casa, que dominaba la Rué du Cheval Blanc, Will Franklin, actual amante de Marie-Cécile, yacía boca arriba bajo el dosel de la cama, con la sábana subida hasta la cintura.
Tenía los brazos flexionados debajo de la cabeza. Su pelo castaño claro, veteado de rubio por sus veranos de infancia transcurridos en Martha’s Vineyard, encuadraba un rostro cautivador, con una sonrisa de niñito perdido.
Marie-Cécile, por su parte, estaba sentada con las largas piernas cruzadas, en una ornamentada butaca Luis XIV, junto al fuego. El fulgor marfileño de su camisola de seda reverberaba sobre el azul profundo del tapizado de terciopelo.
Tenía el perfil característico de la familia De l’Oradore —una pálida y aguileña belleza—, pero sus labios eran rotundos y sensuales, y unas oscuras y generosas pestañas enmarcaban sus ojos verdes de gata. Los rizos negros, dominados por un corte perfecto, rozaban unos hombros bien cincelados.
—Esta habitación es fantástica —dijo Will—. El escenario perfecto para ti. Elegante, lujosa y sutil.
Los diminutos diamantes de los pendientes centellearon cuando ella se inclinó para apagar el cigarrillo.
—Originalmente era el cuarto de mi abuelo.
Su inglés era perfecto, con una levísima reverberación de acento francés que él aún encontraba excitante. Marie-Cécile se puso de pie y atravesó la habitación hacia él, sin hacer ruido sobre la espesa alfombra azul claro.
Will sonrió expectante, mientras aspiraba el singular olor que la caracterizaba: sexo, Chanel y una insinuación de Gauloises.
—Vuélvete —dijo ella, describiendo en el aire un movimiento giratorio con un dedo—. Date la vuelta.
Will obedeció. Marie-Cécile empezó a masajearle el cuello y los anchos hombros. Él sentía que su cuerpo se estiraba y relajaba al contacto de sus manos. Ninguno de los dos prestó atención al ruido de la puerta delantera que se abría y se cerraba en el piso de abajo. Él ni siquiera percibió las voces en el vestíbulo, ni los pasos que subían de dos en dos los peldaños y recorrían a grandes zancadas el pasillo.
Hubo un par de golpes secos en la puerta del dormitorio.
—Maman!
Will se puso tenso.
—Nada. Es mi hijo —dijo ella—. Oui? Qu’est-ce que c’est?
—Maman! Je veux parler avec toi.
Will levantó la cabeza.
—Creí que no lo esperabas hasta mañana.
—Y no lo esperaba.
—Maman! —repitió François-Baptiste—. C’est important.
—Si molesto… —dijo Will, incómodo.
Marie-Cécile siguió masajeándole los hombros.
—Él ya sabe que no tiene que importunarme. Hablaré con él más tarde.
Levantó la voz:
—Pas maintenant, François-Baptiste. —Y a continuación añadió en inglés, para que Will la entendiera, mientras deslizaba las manos por su espalda—: Ahora no es… buen momento.
Will rodó para ponerse boca arriba y se sentó, incómodo con la situación. Hacía tres meses que conocía a Marie-Cécile y nunca había visto a su hijo. François-Baptiste había estado primero en la universidad y después de vacaciones, con unos amigos. Sólo entonces se le ocurrió pensar que quizá todo había sido idea de Marie-Cécile.
—¿No vas a hablar con él?
—Si eso te hace feliz… —replicó ella, bajando de la cama. Entreabrió la puerta. Hubo un sofocado diálogo, que Will no pudo oír, tras lo cual sus pasos se alejaron por el pasillo, pisando con fuerza. Ella hizo girar la llave en la cerradura y se volvió hacia él.
—¿Mejor así? —dijo con suavidad.
Lentamente, regresó a su lado, mirándolo por entre sus largas pestañas oscuras. Había algo deliberado en sus movimientos, como una actuación, pero Will sintió que su cuerpo reaccionaba igual.
Ella lo empujó contra la cama y montó a horcajadas sobre él, rodeándole los hombros con sus brazos esbeltos. Sus afiladas uñas dejaron tenues arañazos en la piel de su amante, que sentía las rodillas de ella oprimiéndole los flancos. Will tendió las manos y recorrió con los dedos los brazos lisos y firmes de ella, mientras sentía el roce de sus pechos a través de la seda. Los finos tirantes de la camisola resbalaron fácilmente por sus bien formados hombros.
Sonó el teléfono móvil sobre la mesilla. Will no le hizo caso. Deslizando la delicada prenda por el esbelto cuerpo de ella, se la bajó hasta la cintura.
—Ya volverán a llamar si es importante.
Marie-Cécile echó una mirada al número que había aparecido en la pantalla. De inmediato, su expresión cambió.
—Tengo que contestar —dijo.
Will intentó impedirlo, pero ella lo apartó con impaciencia.
—Ahora no.
Cubriéndose, se fue hacia la ventana.
—Oui, j’écoute.
Will oyó la crepitación de una mala línea.
—Trouve-le alors! —dijo ella, antes de cortar la conexión. Con el rostro encendido de ira, Marie-Cécile cogió un cigarrillo y lo encendió. Las manos le temblaban.
—¿Algún problema?
Al principio, Will pensó que no lo había oído. Parecía incluso que se hubiera olvidado de que él estaba en la habitación. Después, se volvió y lo miró.
—Ha surgido algo —dijo ella.
Will se quedó expectante, hasta comprender que no habría más explicaciones y que ella estaba esperando que se marchara.
—Lo siento —añadió Marie-Cécile en tono conciliador—. Preferiría quedarme contigo, mais…
Contrariado, Will se levantó y se puso los vaqueros.
—¿Nos veremos para la cena?
Ella hizo una mueca.
—Tengo un compromiso. De negocios, ¿recuerdas? —Se encogió de hombros—. Más tarde, oui?
—¿Qué hora es «más tarde»? ¿Las diez? ¿Las doce?
Ella se acercó y entrelazó sus dedos con los de él.
—Lo siento.
Will intentó soltarse, pero ella no lo dejó.
—Siempre haces lo mismo. Nunca sé lo que está pasando.
Ella se le acercó un poco más, hasta hacerle sentir los senos apretados contra su pecho a través de la fina seda. Pese al enfado, él sintió que su cuerpo reaccionaba.
—Son sólo negocios —murmuró ella—. No hay ninguna razón para estar celoso.
—No estoy celoso. —Había perdido la cuenta de las veces que habían tenido la misma conversación—. Es sólo que…
—Ce soir —dijo ella, soltándolo—. Ahora tengo que arreglarme.
Sin darle tiempo a oponer ninguna objeción, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí.
Cuando Marie-Cécile salió de la ducha, sintió alivio al ver que Will se había marchado. No la habría sorprendido encontrarlo todavía tumbado en la cama, con su expresión de niñito perdido.
Sus requerimientos empezaban a irritarla. Cada vez le exigía más tiempo y le pedía más atención de la que ella estaba dispuesta a darle. No parecía entender la naturaleza de su relación. Marie-Cécile iba a tener que hacer algo al respecto.
Apartó a Will de su mente. Miró a su alrededor. La criada había estado allí y había ordenado la habitación. Sus cosas estaban listas y bien dispuestas sobre la cama. Sus zapatillas doradas, hechas a mano, aguardaban al lado, en el suelo.
Encendió otro cigarrillo que sacó de la pitillera. Fumaba demasiado, pero esa noche estaba nerviosa. Golpeó el extremo del filtro contra la tapa de la pitillera, antes de encenderlo. Era otro gesto más heredado de su abuelo, como tantas otras cosas.
Marie-Cécile se acercó al espejo y dejó que el albornoz de seda blanca le resbalara de los hombros y cayera al suelo, alrededor de sus pies.
Inclinó la cabeza a un lado y contempló con mirada crítica la imagen del espejo: el cuerpo estilizado y esbelto, de una palidez anticuada, los pechos altos y generosos, la piel sin mácula… Dejó vagar la mano por los pezones oscuros y después más abajo, trazando los contornos de las caderas y el vientre plano. Tenía quizá algunas líneas más alrededor de los ojos y la boca, pero aparte de eso, estaba poco marcada por el tiempo.
El reloj de bronce dorado sobre la repisa de la chimenea comenzó a dar la hora justa, recordándole que debía empezar sus preparativos. Tendió la mano y cogió de la percha la diáfana túnica, larga hasta el suelo. Alta en la espalda y con un profundo cuello en pico en la parte de delante, había sido confeccionada a su medida.
Marie-Cécile cerró los broches sobre sus hombros angulosos, se ajustó las finas tiras doradas y se sentó delante del tocador. Se cepilló el pelo, retorciendo los rizos entre los dedos, hasta hacer brillar su cabellera como el azabache pulido. Adoraba ese momento de metamorfosis, cuando dejaba de ser ella y se convertía en la Navigatairé. El proceso la conectaba, a través del tiempo, con todos los que habían desempeñado la misma función antes que ella.
Sonrió. Sólo su abuelo hubiese podido entender cómo se sentía en ese momento. Eufórica, exaltada, invencible. Esa noche no, pero la vez siguiente se encontraría allí donde habían estado sus antepasados. Él no, sin embargo. Era doloroso saber lo cerca que había estado la cueva del lugar donde se habían llevado a cabo las excavaciones de su abuelo cincuenta años antes. Él había estado en lo cierto todo el tiempo. Sólo unos pocos kilómetros más al este y habría sido su abuelo, y no ella, la persona destinada a cambiar el curso de la historia.
Marie-Cécile había heredado el negocio de la familia De l’Oradore a la muerte de su abuelo, cinco años antes. Era un papel para el que la había estado preparando desde que tenía memoria. Su padre, hijo único de su abuelo, había sido una gran decepción para él. Marie-Cécile lo sabía desde muy pequeña. A los seis años, su abuelo había tomado a su cargo su educación: social, académica y filosófica. Era un apasionado de las cosas buenas de la vida y tenía una sensibilidad excepcional para el color y la maestría artesanal. En mobiliario, tapizados, confección, cuadros y libros, su buen gusto era impecable. Todo lo que ella valoraba de sí misma lo había aprendido de él.
También le había enseñado lo que era el poder, cómo usarlo y cómo conservarlo. A los dieciocho años, cuando consideró que estaba preparada, su abuelo había desheredado formalmente a su propio hijo y la había nombrado su heredera universal.
Una sola contrariedad se había interpuesto en su relación: su imprevisto e indeseado embarazo. Pese a su dedicación a la búsqueda del antiguo secreto del Grial, la fe católica de su abuelo era sólida y ortodoxa, y jamás hubiese permitido el nacimiento de un niño fuera del vínculo del matrimonio La posibilidad del aborto ni siquiera se planteaba, ni tampoco la de dar al niño en adopción. Sólo cuando su abuelo comprendió que la maternidad no había alterado su determinación, y que en todo caso había acentuado su ambición y su carácter despiadado, le permitió que volviera a formar parte de su vida.
Inhaló profundamente el cigarrillo, recibiendo agradecida el humo ardiente que se arremolinaba en su garganta y sus pulmones, sobrecogida por la intensidad de los recuerdos. Habían pasado casi veinte años y el recuerdo de su exilio la llenaba aún de fría desesperación. Su excomunión, lo había llamado él.
Era una buena descripción. Para ella, había sido como estar muerta.
Marie-Cécile sacudió la cabeza para deshacerse de los pensamientos tristes. No quería que nada perturbara su estado de ánimo. No podía permitir que nada ensombreciera esa noche. No quería errores.
Se volvió hacia el espejo. Primero se aplicó una base clara y a continuación unos polvos faciales dorados que reflejaban la luz. Después, se perfiló los párpados y las cejas con un grueso lápiz de kohl, que acentuaba sus pestañas oscuras y sus negras pupilas y, acto seguido, se aplicó una sombra verde de ojos, iridiscente como la cola de un pavo real. Para los labios, eligió un brillo metálico cobrizo con reflejos dorados, y besó un pañuelo de papel para sellar el color. Por último, pulverizó una neblina de perfume en el aire y dejó que cayera como si fuera bruma sobre la superficie de su piel.
Había tres estuches alineados sobre la mesa del tocador, los tres de piel roja y bisagras metálicas, lustrosos y relucientes. Cada joya ceremonial tenía cientos de años, pero había sido confeccionada imitando otras piezas miles de años más antiguas. En el primer estuche había un tocado de oro, una especie de tiara culminada en punta en el centro; en el segundo, dos amuletos de oro en forma de serpientes, con refulgentes esmeraldas talladas a modo de ojos, y en el tercero, un collar, una cinta de oro macizo, con el símbolo suspendido del centro. Las esplendentes superficies reverberaban con un imaginario recuerdo del polvo y el calor del antiguo Egipto.
Cuando estuvo lista, Marie-Cécile se acercó a la ventana. A sus pies, las calles de Chartres se extendían como una postal, con las tiendas, los coches y los restaurantes de todos los días, acurrucados a la sombra de la gran catedral gótica. Pronto, de esas mismas casas saldrían los hombres y mujeres elegidos para participar en el ritual de esa noche.
Cerró los ojos ante el familiar contorno de la ciudad y el horizonte cada vez más oscuro. Ya no veía la torre ni las grises tracerías. En lugar de eso, con los ojos de la mente, vio el mundo entero como un mapa resplandeciente, extendido ante ella.
Por fin a su alcance.