Noubel no entró en la cueva. En lugar de eso, se quedó esperando fuera, a la sombra gris de la cornisa rocosa, con el rostro enrojecido.
«Sabe que algo no va bien», pensó Alice. De vez en cuando, el inspector dirigía algún comentario al agente de guardia y fumaba cigarrillo tras cigarrillo, encendiendo el último con la colilla del anterior. Alice escuchaba música para ayudarse a pasar el tiempo Las canciones de Nickelback estallaban en su cabeza, borrando todos los demás sonidos.
Al cabo de quince minutos, el hombre del traje volvió a aparecer. Noubel y el agente parecieron crecer cinco o seis centímetros. Alice se quitó los auriculares y devolvió la silla al sitio donde estaba antes de sacarla a la entrada de la tienda.
Observó cómo los dos hombres bajaban juntos desde la cueva.
—Empezaba a creer que se había olvidado de mí, inspector —dijo en cuanto este pudo oírla.
Noubel murmuró una disculpa, pero eludió su mirada.
—Doctora Tanner, je vous présente monsieur Authié.
De cerca, la primera impresión de Alice de que el hombre tenía presencia y carisma se vio reforzada. Pero sus ojos grises eran fríos y clínicos. De inmediato, sintió que se ponía en guardia. Reprimiendo su antipatía, le tendió la mano. Tras un instante de vacilación, Authié se la estrechó. Sus dedos eran fríos y su tacto, inmaterial. Se le puso la carne de gallina.
Lo soltó tan rápidamente como pudo.
—¿Entramos? —dijo él.
—¿Usted también es de la Pólice Judiciaire, monsieur Authié?
El fantasma de una respuesta pareció brillar en sus ojos, pero no dijo nada. Alice aguardó, preguntándose si sería posible que no la hubiese oído. Noubel se movió, incómodo con el silencio.
—Monsieur Authié es de la mairie, del ayuntamiento. De Carcasona.
—¿De veras?
Le pareció sorprendente que Carcasona perteneciera a la misma jurisdicción que Foix.
Authié se apropió de la silla de Alice, obligándola a sentarse de espaldas a la entrada. Desconfiaba de él, sentía que debía obrar con cautela.
Su sonrisa era la ensayada sonrisa de los políticos: oportuna, atenta y superficial. Sin los ojos.
—Tengo una o dos preguntas para usted, doctora Tanner.
—No creo que pueda decirle nada más. Ya le he contado al inspector todo lo que recuerdo.
—El inspector Noubel me ha hecho un cumplido resumen de su declaración, pero aun así necesito que la repita. Hay discrepancias, ciertos puntos de su historia que requieren aclaración. Puede que haya olvidado algunos detalles, aspectos que antes quizá le hayan parecido carentes de importancia.
Alice se mordió la lengua.
—Se lo he contado todo al inspector —insistió obstinadamente.
Authié apretó las yemas de los dedos de ambas manos, haciendo oídos sordos a sus objeciones. No sonrió.
—Empecemos por el momento en que entró en la cámara subterránea, doctora Tanner. Paso a paso.
La elección de las palabras sobresaltó a Alice. ¿Paso a paso? ¿La estaba poniendo a prueba? Su rostro no revelaba nada. Los ojos de ella se posaron en una cruz dorada que él llevaba al cuello, antes de volver a sus ojos grises, que la seguían mirando fijamente.
Consciente de que no tenía otra opción, empezó de nuevo la historia. Al principio, Authié la escuchó con intenso y reconcentrado silencio. Después comenzó el interrogatorio. «Está intentando acorralarme».
—¿Eran legibles las palabras inscritas en lo alto de los peldaños, doctora Tanner? ¿Se tomó el tiempo de leerlas?
—La mayor parte de las letras estaban borradas por el roce —dijo ella en tono desafiante, como retándolo a contradecirla. Al ver que no lo hacía, sintió un estallido de satisfacción—. Bajé hasta el nivel inferior, hacia el altar. Entonces vi los cadáveres.
—¿Los tocó?
—No.
El hombre dejó escapar un sonido leve, como de descreimiento, y entonces metió la mano en el bolsillo interior de la americana.
—¿Es suyo esto? —dijo, abriendo la mano para revelar un mechero azul de plástico.
Alice estiró la mano para cogerlo, pero él retiró el brazo.
—¿Me lo da, por favor?
—¿Es suyo, doctora Tanner?
—Sí.
El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a metérselo en el bolsillo.
—Sostiene que no tocó los cuerpos, pero antes le dijo al inspector Noubel que sí lo había hecho.
Alice se ruborizó.
—Fue un accidente. Le di con el pie a uno de los cráneos, pero no puede decirse que los tocara.
—Doctora Tanner, todo será más sencillo si se limita a responder a mis preguntas.
La misma voz, fría y severa.
—No veo qué…
—¿Qué aspecto tenían? —cortó él con sequedad.
Alice notó que a Noubel le disgustaba su tono intimidatorio, pero no hizo nada por detenerlo. Con el estómago encogido por el nerviosismo, la joven siguió contestando lo mejor que pudo.
—¿Y qué vio entre los cuerpos?
—Una daga, una especie de cuchillo. También una bolsa pequeña, de cuero, creo. —«No te dejes amedrentar»—. Pero no lo sé con certeza, porque no la toqué.
Authié entrecerró los ojos.
—¿Miró dentro de la bolsa?
—Ya le he dicho que no he tocado nada.
—Excepto el anillo.
De pronto, se inclinó hacia delante, como una serpiente preparada para atacar.
—Y eso es lo que me parece misterioso, doctora Tanner. No entiendo que el anillo le interesara tanto como para pararse a recogerlo y que sin embargo no tocara nada de lo demás. ¿Comprende mi confusión?
La mirada de Alice se cruzó con la suya.
—Simplemente, me llamó la atención. Eso es todo.
—¿En la negrura casi absoluta de la cueva se fijó usted en ese objeto diminuto? —preguntó él con una sonrisa sarcástica—. ¿Cómo era de grande? ¿Del tamaño de una moneda de un euro, por ejemplo? ¿Un poco más? ¿Un poco menos?
«No le digas nada».
—Le hubiese creído capaz de calcular sus dimensiones por sí mismo —replicó ella fríamente.
Él sonrió. Con sensación de zozobra, Alice se dio cuenta de que acababa de seguirle el juego.
—Ojalá pudiera, doctora Tanner —dijo él suavemente—. Pero ahí esta el quid del asunto. No hay ningún anillo.
Alice se contrajo cuando Authié colocó sus manos sobre la silla de ella y puso su cara pálida y huesuda muy cerca de la suya.
—¿Qué ha hecho con el anillo, Alice? —le susurró.
«No te dejes amedrentar. No has hecho nada malo».
—Le he contado con toda exactitud lo sucedido —contestó, luchando para no dejar traslucir el miedo en su voz—. El anillo se deslizó de mi mano cuando se me cayó el mechero. Sí no está allí ahora, es porque alguien lo habrá cogido. Y no he sido yo —añadió, lanzando una mirada rápida a Noubel—. Si lo hubiese cogido yo, ¿para qué iba a mencionarlo?
—Nadie más que usted dice haber visto ese misterioso anillo —prosiguió él, sin hacerle caso—, lo cual nos deja dos posibilidades: o bien se equivoca al contar lo que ha visto, o bien lo ha cogido usted.
El inspector Noubel finalmente intervino.
—Señor Authié, no creo que…
—A usted no le pagan para que crea o deje de creer —dijo en tono cortante, sin mirar siquiera al inspector. Noubel enrojeció. Authié siguió mirando fijamente a Alice—. No hago más que exponer los hechos.
Alice sintió que estaba librando una batalla cuyas reglas no le había explicado nadie. Estaba diciendo la verdad, pero no veía el modo de convencerlo.
—Muchísima gente ha entrado en la cueva después que yo —dijo con obstinación—. Los forenses, la policía, el inspector Noubel, usted —añadió con mirada desafiante—. Usted ha estado allí dentro mucho rato.
Noubel contuvo el aliento.
—Shelagh O’Donnell puede confirmar lo que le digo acerca del anillo —insistió Alice—. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?
—Ya lo he hecho —replicó él con la misma media sonrisa—. Dice que no sabe nada del anillo.
—Pero ¡si se lo he contado! —exclamó Alice—. Ella misma estuvo mirando.
—¿Me está diciendo que la doctora O’Donnell ha examinado la tumba? —preguntó él secamente.
El miedo impedía a Alice pensar con serenidad. Su mente había arrojado la toalla. Ya no recordaba lo que le había dicho a Noubel ni lo que le había ocultado.
—¿Fue la doctora O’Donnell quien la autorizó a trabajar allí arriba?
—No, no sucedió de ese modo —respondió ella, sintiendo crecer el pánico.
—Entonces, ¿hizo ella algo para impedir que trabajara usted en esa parte de la montaña?
—No es tan sencillo.
Authié volvió a recostarse en su silla.
—En ese caso —dijo—, me temo que no me deja otra opción.
—¿Otra opción que qué?
La mirada de él se posó como un dardo sobre la mochila. Alice se lanzó para cogerla, pero fue demasiado lenta. Authié llegó antes y se la arrojó al inspector Noubel.
—¡No tiene absolutamente ningún derecho! —gritó—. No puede hacer una cosa así, ¿verdad? —preguntó, volviéndose hacia el inspector—. ¿Por qué no hace algo?
—¿Por qué se opone, si no tiene nada que ocultar? —dijo Authié.
—¡Es una cuestión de principios! ¡Usted no puede registrar mis cosas!
—Monsieur Authié, je ne suis pas sur…
—Limítese a hacer lo que le dicen, Noubel.
Alice intentó coger la mochila. El brazo de Authié se disparó como una catapulta y la cogió por la muñeca. El contacto físico la trastornó tanto que se quedó congelada.
Empezaron a temblarle las piernas, no sabía si de rabia o de miedo.
Sacudió el brazo para soltarse de Authié y volvió a recostarse en la silla, respirando pesadamente en tanto Noubel registraba los bolsillos de la mochila.
—Continuez. Dépêchez-vous.
Alice miraba, mientras el inspector pasaba a la sección principal de la bolsa. Sabía que en cuestión de segundos Noubel encontraría su bloc de dibujo. La mirada del inspector se cruzó brevemente con la suya. «Él también detesta todo esto». Por desgracia, también Authié se había percatado del leve titubeo de Noubel.
—¿Qué ocurre, inspector?
—Pas de bague.
—¿Qué ha encontrado? —dijo Authié, tendiendo la mano. Con renuencia, Noubel le entregó el bloc. Authié pasó rápidamente las hojas, con expresión condescendiente. De pronto, su mirada se concentró y, por un instante, Alice percibió auténtico asombro en sus ojos, antes de que volvieran a caer los párpados.
Authié cerró el bloc con un gesto seco.
—Merci de votre… collaboration, docteur Tanner —dijo.
Alice se puso de pie.
—Mis dibujos, por favor —dijo, intentando controlar la voz.
—Le serán devueltos oportunamente —contestó él, guardándose el bloc en el bolsillo—. También la mochila. El inspector Noubel le dará un recibo y hará que mecanografíen su declaración, para que usted la firme.
El repentino y abrupto fin de la entrevista la pilló por sorpresa. Cuando consiguió recomponerse, Authié ya había salido de la tienda, llevándose consigo sus pertenencias.
—¿Por qué no se lo impide? —dijo ella, volviéndose a Noubel—. ¡No creerá que voy a permitir una cosa así!
La expresión del inspector se endureció.
—Le devolveré su mochila, doctora Tanner. Le aconsejo que siga con sus vacaciones y olvide todo esto.
—¡De ninguna manera voy a permitir una cosa así! —gritó ella, pero Noubel ya se había marchado, dejándola sola en medio de la tienda, sin saber muy bien qué demonios acababa de suceder.
Por un momento, no supo qué hacer. Estaba tan furiosa consigo misma como con Authié, por haberse dejado intimidar tan fácilmente. «Él es diferente». Ninguna otra persona le había provocado una reacción tan fuerte en toda su vida.
Poco a poco, la conmoción se disipó. Sintió la tentación de presentarse en ese mismo instante ante el doctor Brayling o incluso ante Shelagh, para protestar por la actitud de Authié. Quería hacer algo, pero descartó la idea. Teniendo en cuenta que se había convertido en persona non grata, nadie estaría de su parte.
Se vio obligada a contentarse con redactar mentalmente una carta de protesta, mientras repasaba lo sucedido e intentaba encontrarle sentido. Poco después, otro agente de policía le llevó su declaración para que la firmara. La leyó con detenimiento, pero era una relación exacta de todo lo sucedido, de modo que garabateó su firma al pie del texto sin la menor vacilación.
Los Pirineos estaban bañados en una suave luz rojiza, cuando finalmente sacaron los huesos de la cueva.
Todos guardaron silencio, mientras la macabra procesión bajaba la ladera hacia el aparcamiento, donde la fila de coches blancos y azules de la policía los estaba esperando. Una mujer se persignó a su paso.
Alice se reunió con todos los demás, para ver cómo la policía cargaba el vehículo fúnebre. Nadie hablaba. Se cerraron las puertas y acto seguido la furgoneta arrancó y aceleró, saliendo del aparcamiento en medio de una lluvia de grava y polvo. La mayoría de sus compañeros se fueron de inmediato a recoger sus pertenencias, vigilados por dos oficiales que tenían órdenes de precintar el lugar en cuanto todos se hubiesen marchado. Alice se quedó un momento rezagada para no encontrarse con nadie, porque sabía que la amabilidad iba a resultarle todavía más difícil de soportar que la hostilidad.
Desde su perspectiva privilegiada en lo alto de la colina, vio la solemne caravana zigzaguear valle abajo y volverse cada vez más diminuta, hasta no ser más que una pequeña mancha en el horizonte.
A su alrededor había caído el silencio sobre el campamento. Comprendió que no podía demorarse mucho más y estaba a punto de irse también, cuando se percató de que Authié aún estaba allí. Se acercó un poco más al borde de la cornisa, para ver cómo el hombre depositaba cuidadosamente su americana en el asiento trasero de su coche gris metalizado, de aspecto ostentoso. Cerró la puerta de un golpe y sacó del bolsillo un teléfono. Alice pudo distinguir el suave golpeteo de sus dedos sobre el techo del automóvil, mientras esperaba la conexión.
Cuando habló, su mensaje fue breve y directo al grano.
—Ce n’est plus là —fue todo lo que dijo. «Ya no está allí».