CAPÍTULO 12

El termómetro rozaba los treinta y tres grados a la sombra. Eran casi las tres de la tarde. Sentada bajo el toldo de lona, Alice sorbía obediente una Orangina que le habían puesto entre las manos. Las burbujas tibias le crepitaban en la garganta, mientras el azúcar entraba aceleradamente en su torrente sanguíneo. Había un olor intenso a vendajes, apósitos y antisépticos.

El corte en el interior del codo había sido desinfectado y vendado. Le habían aplicado un blanco vendaje nuevo en la muñeca, hinchada como una pelota de tenis, y le habían desinfectado los pequeños cortes y abrasiones que le cubrían las rodillas y las espinillas.

«Tú te lo has buscado».

Se contempló en el pequeño espejo que colgaba del mástil de la tienda. Una carita en forma de corazón, con inteligentes ojos castaños, le devolvió la mirada. Debajo de las pecas y la piel bronceada, estaba pálida. Tenía un aspecto lamentable, con el pelo lleno de polvo y manchas de sangre seca en el delantero de la camiseta.

Lo único que quería era volver a su hotel, en Foix, quitarse la mugrienta ropa y darse una larga ducha de agua fría. Después bajaría a la plaza, pediría una botella de vino y no se movería durante el resto del día.

«Y no pensaría en lo sucedido».

No parecía muy probable que pudiera hacerlo.

La policía había llegado media hora antes. En el aparcamiento, al pie de la ladera, una fila de vehículos oficiales azules y blancos aparecía alineada junto a los deteriorados Citroën y Renault de los arqueólogos. Era como una invasión.

Alice había supuesto que primero se ocuparían de ella, pero aparte de preguntarle si había sido quien había hallado los esqueletos y de anunciarle que la interrogarían a su debido tiempo, la habían dejado sola. No se le acercaba nadie. Alice lo comprendía. Ella era la culpable de todo el ruido, el caos y la confusión. No era mucho lo que podía hacer al respecto. De Shelagh no había ni rastro.

La presencia de la policía había cambiado el carácter del campamento. Parecía haber docenas de agentes, todos con camisas azul claro, botas negras hasta las rodillas y pistolas en las caderas, concentrados como un enjambre de avispas sobre la ladera de la montaña, levantando una polvareda y gritándose instrucciones en un francés demasiado rápido y cerrado para que ella pudiera entenderlo.

De inmediato acordonaron la cueva, extendiendo una tira de cinta plástica a través de la entrada. El ruido de sus actividades reverberaba en el aire quieto de la montaña. Alice podía oír el zumbido del rebobinado automático de las cámaras de fotos, compitiendo con el canto de las cigarras.

Unas voces transportadas por la brisa le llegaron flotando desde el aparcamiento. Alice se volvió y vio al doctor Brayling subiendo la escalera, en compañía de Shelagh y del corpulento oficial de policía que parecía estar al mando.

—Obviamente, esos esqueletos no pueden pertenecer a las dos personas que están buscando —insistió el doctor Brayling—. Esos huesos tienen claramente cientos de años. Cuando se lo notifiqué a las autoridades, ni por un momento pensé que este iba a ser el resultado —añadió, haciendo un amplio gesto con las manos—. ¿Tiene idea del daño que están causando sus hombres? Le aseguro que no estoy nada conforme.

Alice estudió al inspector, un hombre de mediana edad, bajo, moreno y pesado, con más barriga que pelo. Estaba sin aliento y era evidente que el calor lo hacía sufrir mucho. Apretaba un pañuelo flácido, que usaba para enjugarse el sudor de la cara y el cuello con muy escasos resultados. Incluso a distancia, Alice distinguía los círculos de sudor bajo sus axilas y en los puños de su camisa.

—Le ruego disculpe la molestia, monsieur le directeur —dijo lenta y ceremoniosamente—. Pero tratándose de una excavación privada, estoy seguro de que podrá explicar la situación a su patrocinador.

—El hecho de que tengamos la suerte de que nos financie un particular y no una institución pública es irrelevante. Lo verdaderamente irritante, por no mencionar los inconvenientes de índole práctica, es la suspensión de los trabajos sin motivo alguno. Nuestra tarea aquí es de la mayor importancia.

—Doctor Brayling —dijo el inspector Noubel, como si llevaran un buen rato hablando de lo mismo—, tengo las manos atadas. Estamos en medio de una investigación de asesinato. Ya ha visto los carteles de las dos personas desaparecidas, oui? Así pues, con o sin inconvenientes, hasta que quede demostrado a nuestra entera satisfacción que los huesos hallados no son los de nuestros desaparecidos, sus trabajos quedarán suspendidos.

—¡Por favor, inspector! Pero ¡si es evidente que los esqueletos tienen cientos de años!

—¿Los ha examinado?

—A decir verdad, no —respondió Brayling—. No como es debido, desde luego que no. Pero es obvio. Sus forenses me darán la razón.

—Estoy seguro de que así será, doctor Brayling, pero hasta entonces —Noubel se encogió de hombros—, no puedo decir nada más.

—Comprendo su situación, inspector —intervino Shelagh—, pero ¿puede al menos darnos una idea de cuándo cree que habrán terminado aquí?

Bientôt. «Pronto». Yo no pongo las reglas.

El doctor Brayling levantó los brazos en un gesto de desesperación.

—¡En ese caso, me veré obligado a saltarme la jerarquía y acudir a alguien con más autoridad! ¡Esto es completamente ridículo!

—Como quiera —replicó Noubel—. Mientras tanto, además del nombre de la señorita que encontró los cadáveres, necesito una lista de todos los que hayan entrado en la cueva. Cuando hayamos concluido nuestra investigación preliminar, retiraremos los cuerpos de la cueva, y entonces usted y su equipo podrán irse si así lo desean.

Alice observaba el desarrollo de la escena.

Brayling se marchó. Shelagh apoyó una mano en el brazo del inspector, pero en seguida la retiró. Parecieron hablar. En cierto momento, se dieron la vuelta y miraron el aparcamiento que tenían a sus espaldas. Alice siguió la dirección de sus miradas, pero no vio nada de interés.

Pasó media hora y tampoco se le acercó nadie.

Alice rebuscó en su mochila (que probablemente habrían bajado de la montaña Stephen o Shelagh) y sacó un lápiz y un bloc de dibujo, que abrió por la primera página en blanco.

«Imagínate de pie en la entrada, mirando el túnel».

Alice cerró los ojos y se vio a sí misma, con las manos apoyadas a ambos lados de la angosta entrada. Lisa. La roca era asombrosamente lisa, como pulida o desgastada por el roce. Un paso adelante, en la oscuridad.

«El suelo era cuesta abajo».

Alice empezó a dibujar, trabajando de prisa, después de fijar las dimensiones del espacio en su cabeza. Túnel, abertura, cámara. En una segunda hoja, dibujó el área inferior, desde los peldaños hasta el altar, con los esqueletos en medio. Además de bosquejar la tumba, escribió una lista de los objetos: el cuchillo, la bolsa de cuero, el fragmento de paño, el anillo. La cara superior de este era totalmente lisa y plana, asombrosamente gruesa, con un surco estrecho a lo largo del centro. Era raro que el grabado estuviera en la cara inferior, donde nadie podía verlo. Sólo la persona que lo usara sabría de su existencia. Era una réplica en miniatura del laberinto tallado en el muro de detrás del altar.

Alice se recostó en la silla, renuente en cierto modo a plasmar la imagen en el papel. ¿Qué tamaño tendría? ¿Unos dos metros de diámetro? ¿Más? ¿Cuántas vueltas?

Trazó un círculo que ocupaba casi toda la hoja y entonces se detuvo. ¿Cuántas líneas? Alice sabía que reconocería el motivo si volvía a verlo, pero como sólo había tenido el anillo en la mano un par de segundos y había visto el relieve desde cierta distancia y en la oscuridad, le resultaba difícil recordarlo con exactitud.

En algún lugar del desordenado desván de su memoria estaban los conocimientos que necesitaba: las lecciones de historia y latín que había estudiado encogida en el sofá, mientras sus padres veían los documentales de la BBC; en su habitación, una pequeña librería de madera, con su libro favorito en el estante más bajo, una enciclopedia ilustrada de mitología, con las hojas brillantes y multicolor desgastadas en las esquinas de tanto leerla.

«Había un dibujo de un laberinto».

Con los ojos de la mente, Alice encontró la página justa.

«Pero era diferente». Colocó las imágenes recordadas una junto a otra, como en el pasatiempo de los periódicos que consiste en descubrir las diferencias.

Cogió un lápiz y lo intentó de nuevo, resuelta a hacer algún progreso. Trazó otro círculo dentro del primero y trató de conectarlos entre sí. El resultado no la convenció. Su segundo intento no fue mejor, ni tampoco el siguiente. Comprendió que no sólo era cuestión de determinar cuántos anillos procedían en espiral hacia el centro, sino que había algo fundamentalmente erróneo en su dibujo.

Alice prosiguió, con su entusiasmo inicial sustituido por una gris frustración. La montaña de papeles arrugados a sus pies no hacía más que crecer.

Madame Tanner?

Alice dio un brinco, que le hizo rayar toda la hoja con el lápiz.

Docteur Tanner —corrigió ella automáticamente al inspector, mientras se ponía de pie.

Je vous demande pardon, docteur. Je m’appelle Noubel. Police Judiciaire, département de l’Ariège.

Noubel le enseñó brevemente su identificación. Alice hizo como que la leía, al tiempo que guardaba apresuradamente todas sus cosas en la mochila. No quería que el inspector viera sus bosquejos fallidos.

Vous préférez parler en anglais?

—Sí, creo que sería lo más sensato, gracias.

El inspector Noubel iba acompañado de un oficial uniformado, de mirada atenta y penetrante. Parecía tener apenas edad suficiente para haber salido de la academia. No le fue presentado.

Noubel acomodó su voluminosa anatomía en otra de las raquíticas sillas de camping. No le fue fácil. Los muslos sobresalían del asiento de lona.

Et alors, madame. Su nombre completo, por favor.

—Alice Grace Tanner.

—¿Fecha de nacimiento?

—Siete de enero de 1974.

—¿Casada?

—¿Es importante? —replicó ella secamente.

—A efectos de información, doctora Tanner —dijo el inspector suavemente.

—No —contestó ella—, no estoy casada.

—¿Domicilio?

Alice le dio las señas del hotel de Foix donde se alojaba y la dirección de su casa en Inglaterra, deletreándole las palabras que para un francés resultarían poco familiares.

—¿No queda Foix un poco lejos para venir desde allí todos los días?

—Como no había sitio en la casa de la expedición…

—Bien. Tengo entendido que es usted voluntaria. ¿Es así?

—Así es. Shelagh, es decir, la doctora O’Donnell, es amiga mía desde hace muchísimo tiempo. Fuimos juntas a la universidad, antes de…

«Limítate a responder sus preguntas. No necesita saber la historia de tu vida».

—He venido de visita. La doctora O’Donnell conoce bien esta parte de Francia. Cuando supo que tenía unos asuntos que atender en Carcasona, Shelagh me propuso que diera un rodeo hasta aquí, para que pudiéramos pasar unos días juntas. Unas vacaciones de trabajo.

Noubel garabateaba en su libreta.

—¿Es usted arqueóloga?

Alice sacudió la cabeza.

—No, pero creo que es frecuente recurrir a voluntarios, ya sean aficionados o estudiantes de arqueología, para hacer las tareas más sencillas.

—¿Cuántos voluntarios más hay aquí?

Se le encendieron las mejillas, como si la hubieran sorprendido mintiendo.

—A decir verdad, ninguno, al menos de momento. Son todos arqueólogos o estudiantes.

Noubel la miró fijamente.

—¿Y hasta cuándo piensa quedarse?

—Hoy es mi último día. O por lo menos lo era… incluso antes de esto.

—¿Y Carcasona?

—Tengo una reunión allí el miércoles por la mañana y pienso quedarme unos días para hacer un poco de turismo. Vuelvo a Inglaterra el domingo.

—Una ciudad preciosa —dijo Noubel.

—No he estado nunca.

Noubel suspiró y volvió a enjugarse con el pañuelo el sudor de la frente enrojecida.

—¿Y qué tipo de reunión es esa?

—No lo sé exactamente. Alguien de la familia que vivía en Francia me ha dejado algo en herencia. —Hizo una pausa, reacia a explicar nada más—. Sabré algo más el miércoles, cuando haya hablado con la notaria.

Noubel hizo otra anotación. Alice intentó ver lo que estaba escribiendo, pero no pudo descifrar su escritura mirándola del revés. Para su alivio, cambió de tema.

—Entonces es usted doctora…

Noubel dejó el comentario en suspenso.

—Sí, pero no soy médico —replicó, aliviada al sentirse sobre terreno más seguro—. Soy profesora, tengo un doctorado. En literatura inglesa —Noubel no pareció entenderla—. Pas médecin. Pas généraliste —explicó ella—. Je suis professeur.

Noubel suspiró e hizo otra anotación.

Bon. Aux affaires. —Su tono ya no era cordial—. Estaba trabajando sola allá arriba. ¿Es una práctica habitual?

De inmediato, Alice se puso en guardia.

—No —dijo lentamente—, pero como era mi último día, quise seguir. Estaba segura de que encontraríamos algo.

—¿Debajo del peñasco que protegía la entrada? Sólo para aclarar este punto, ¿puede decirme cómo se decide quién excava en cada sitio?

—El doctor Brayling y Shelagh, es decir, la doctora O’Donnell, tienen un plan del terreno que esperan abrir, dentro del tiempo disponible, y dividen el yacimiento en consecuencia.

—Entonces, ¿fue el doctor Brayling quien la envió a esa zona? ¿O la doctora O’Donnell?

«El instinto. Simplemente sabía que había algo ahí».

—En realidad, no. Subí por la ladera de la montaña porque estaba segura de que había algo. —Dudó un momento—. No pude encontrar a la doctora O’Donnell para pedirle permiso, de modo que… tomé una… una decisión práctica.

Noubel frunció el ceño.

—Ya veo. Entonces, estaba trabajando. El peñasco se soltó. Cayó. ¿Qué ocurrió después?

Había auténticas lagunas en su memoria, pero Alice respondió lo mejor que pudo. El inglés de Noubel era bueno, aunque demasiado formal, y sus preguntas eran directas.

—Oí algo en el túnel, detrás de mí, y…

De pronto, las palabras se le secaron en la garganta. Algo que había suprimido en su mente volvió a ella con un golpe seco, con una sensación punzante en el pecho, como si…

«¿Como si qué?».

Alice se respondió a sí misma. «Como si me hubiesen apuñalado». Así lo había sentido. La hoja de un arma blanca hundiéndose en su carne, precisa y limpia. No había habido dolor, sólo una ráfaga de aire frío y un tenue espanto.

«¿Y después?».

La luz brillante, gélida e insustancial. Y oculto en su interior, un rostro. Un rostro de mujer.

La voz de Noubel se abrió paso a través de los recuerdos que afloraban, dispersándolos.

—¿Doctora Tanner?

«¿Habían sido alucinaciones?».

—¿Doctora Tanner? ¿Mando buscar a alguien?

Alice se lo quedó mirando por un instante, con ojos vacíos.

—No, no, gracias. Estoy bien. Ha sido sólo el calor.

—Me estaba diciendo que la había sorprendido un ruido…

Se obligó a concentrarse.

—Así es. La oscuridad me desorientaba. No podía determinar de dónde venía el ruido y eso me dio miedo. Ahora me doy cuenta de que no eran más que Shelagh y Stephen.

—¿Stephen?

—Stephen Kirkland. K-i-r-k-l-a-n-d.

Noubel le enseñó brevemente la página de su libreta, para que confirmara la grafía. Alice asintió con la cabeza.

—Shelagh vio que caía el peñasco y subió a ver qué pasaba. Stephen la siguió, supongo —volvió a titubear—. No estoy segura de lo que sucedió después. —Esta vez, la mentira acudió fácilmente a sus labios—. Debí de tropezar con los peldaños o algo así. Lo siguiente que recuerdo es que Shelagh me llamaba por mi nombre.

—La doctora O’Donnell dice que estaba usted inconsciente cuando la encontraron.

—Sólo por unos instantes. No creo que perdiera el conocimiento más de uno o dos minutos. Sea como sea, no me pareció mucho tiempo.

—¿Ha sufrido desmayos en otras ocasiones, doctora Tanner?

Alice se sobresaltó al venirle a la mente el recuerdo aterrador de la primera vez que le había sucedido.

—No —mintió.

Noubel no reparó en su repentina palidez.

—Dice que estaba oscuro —señaló— y que por eso tropezó. Pero ¿antes de eso tenía alguna luz?

—Tenía un mechero, pero se me cayó cuando oí el ruido. Y también el anillo.

La reacción del inspector fue inmediata.

—¿Un anillo? —preguntó secamente—. No había mencionado ningún anillo.

—Había un anillo pequeño de piedra entre los esqueletos —dijo, alarmada por la expresión del rostro del policía—. Lo recogí con las pinzas, para verlo mejor, pero antes de…

—¿Qué clase de anillo? —la interrumpió él—. ¿De qué material?

—No lo sé. Algún tipo de piedra; no era de oro, ni de plata, ni nada de eso. No tuve ocasión de verlo bien.

—¿Tenía algo grabado? ¿Letras, un sello, algún dibujo?

Alice abrió la boca para responder, pero en seguida la cerró. De repente, no quiso decirle nada más.

—No sé, lo siento. Fue todo tan rápido.

Noubel se la quedó mirando un momento y después chasqueó los dedos, para llamar la atención del joven oficial que tenía detrás. Alice pensó que él también parecía agitado.

Biau, on a trouvé quelque chose comme ça?

Je ne sais pas, monsieur l’inspecteur.

Dépêchez-vous, alors. Il faut le chercher… Et informez-en monsieur Authié. Allez! Vite!

Alice notaba una persistente franja de dolor detrás de los ojos, a medida que el efecto de los analgésicos empezaba a disiparse.

—¿Tocó alguna otra cosa, doctora Tanner?

—Desplacé accidentalmente uno de los cráneos con el pie —respondió ella, frotándose las sienes con los dedos—. Pero aparte de eso y del anillo, nada. Como ya le he dicho.

—¿Y qué me dice del objeto que encontró debajo del peñasco?

—¿La hebilla? Se la di a la doctora O’Donnell cuando salimos de la cueva —replicó, levemente molesta por el recuerdo—. No tengo idea de lo que habrá hecho con ella.

Pero Noubel ya no la escuchaba. No hacía más que mirar por encima del hombro. Finalmente, dejó de fingir que le prestaba atención y cerró la libreta.

—Voy a rogarle que espere un poco, doctora Tanner. Es posible que tenga que hacerle algunas preguntas más.

—Pero no tengo nada más que decirle —empezó a protestar ella—. ¿No puedo ir con los demás, al menos?

—Más tarde. De momento, preferiría que se quedara aquí.

Alice volvió a hundirse en su silla, contrariada y exhausta, mientras Noubel salía pesadamente de la tienda y se dirigía montaña arriba, donde un grupo de agentes uniformados examinaba el peñasco.

Al acercarse Noubel, el círculo se abrió, justo lo suficiente para que Alice tuviera un breve atisbo de un hombre alto vestido de paisano, de pie en el centro.

Contuvo el aliento.

El hombre, que lucía un elegante traje veraniego de color verde pálido, sobre una fresca camisa blanca, estaba claramente al mando. Su autoridad era evidente. Se le veía acostumbrado a dar órdenes y a que las obedecieran. Noubel le pareció desmañado y torpe en comparación. Alice sintió un hormigueo de incomodidad.

No era únicamente la ropa y el porte del hombre lo que lo distinguía. Incluso desde la distancia que los separaba, Alice podía sentir la fuerza de su personalidad y su carisma. Tenía la tez pálida y el rostro enjuto, impresión acentuada por la forma en que llevaba el pelo, peinado hacia atrás desde la ancha frente despejada. Tenía un aire monacal. Un aire que le resultaba familiar.

«No seas tonta. ¿De qué vas a conocerlo?».

Alice se puso de pie y se dirigió hacia la puerta de la tienda, observando con atención a los dos hombres mientras estos se apartaban del grupo. Estaban hablando. O mejor dicho, Noubel hablaba y el otro escuchaba. Al cabo de un par de segundos, el hombre se dio la vuelta y subió hasta la entrada de la cueva. El agente de guardia levantó la cinta, el hombre se agachó para pasar y se perdió de vista.

Sin ningún motivo que lo explicara, Alice tenía las palmas de las manos húmedas de angustia. El vello de la nuca se le erizó, lo mismo que cuando había oído el ruido en la cámara subterránea. Apenas podía respirar.

«La culpa es tuya. Tú lo has traído».

De inmediato, se recompuso.

«¿De qué estás hablando?».

Pero la voz en el interior de su cabeza se negaba a guardar silencio.

«Tú lo has traído».

Sus ojos volvieron a la entrada de la cueva, como atraídos por un imán. No pudo evitarlo. La idea de que él estuviera allí dentro, después de todo lo que habían hecho para mantener oculto el laberinto…

«Lo encontrará».

—¿Encontrar qué? —murmuró para sí misma. No lo sabía con certeza.

Pero deseó haberse llevado el anillo cuando tuvo oportunidad de hacerlo.