Pelletier iba y venía por la habitación, esperando a Alaïs. El tiempo había refrescado, sin embargo había sudor en su ancha frente y tenía la cara arrebolada. Hubiese debido estar en las cocinas, supervisando a los criados y asegurándose de que todo estuviese bajo control. Pero estaba abrumado por la importancia del momento. Se sentía en una encrucijada, con senderos que se extendían en todas direcciones y conducían a un futuro incierto. Todo lo que había sucedido antes en su vida y todo lo que aún tenía que suceder, dependía de lo que decidiera en ese instante.
¿Por qué Alaïs tardaba tanto?
Pelletier cerró con fuerza el puño alrededor de la carta. Ya se sabía las palabras de memoria.
Se alejó de la ventana y dejó vagar la mirada hacia algo brillante que resplandecía entre el polvo y las sombras, detrás del marco de la puerta. Se agachó para recogerlo. Era una pesada hebilla de plata con detalles de cobre, lo suficientemente grande como para ceñir una capa o un manto.
Frunció el entrecejo. No era suya.
La acercó a la luz de una vela para verla mejor. No tenía ningún rasgo distintivo. Había cientos como aquella de venta en el mercado. Le dio unas vueltas entre las manos. Era de bastante calidad, como perteneciente a alguien de buena posición, pero no de gran fortuna.
No podía llevar mucho tiempo allí. François arreglaba la habitación todas las mañanas; lo habría visto. Ningún otro criado podía entrar en la alcoba, que había estado todo el día cerrada con llave.
Pelletier miró a su alrededor buscando otros signos de intrusión. Se sintió incómodo. ¿Eran imaginaciones suyas o estaban ligeramente desordenados los objetos de su escritorio? ¿Estaba desarreglada su ropa de cama? Esa noche, todo lo inquietaba.
—Paire?
Alaïs habló en voz baja, pero aun así lo sobresaltó. Rápidamente, se guardó la hebilla en la bolsa que llevaba colgada al cinto.
—Padre —repitió ella—, ¿me habéis mandado llamar?
Pelletier se rehízo.
—Sí, así es. Ven, pasa.
—¿Se os ofrece algo más, messer? —preguntó François desde la puerta.
—No. Pero espera fuera, por si te necesito.
Esperó a que la puerta estuviera cerrada y con un gesto le indicó a Alaïs que se sentara junto a la mesa. Le sirvió un vaso de vino y volvió a llenar el suyo, pero él no se sentó.
—Pareces cansada.
—Y lo estoy un poco.
—¿Qué se comenta del Consejo, Alaïs?
—Nadie sabe qué pensar, messer. Corren muchas historias. Todos rezan para que las cosas no estén tan mal como parece. Se dice que el vizconde saldrá mañana hacia Montpelhièr, acompañado de una pequeña comitiva, para pedir audiencia a su tío, el conde de Tolosa. —Levantó la cabeza—. ¿Es verdad?
Su padre asintió.
—Pero también dicen que el torneo se celebrará de todos modos.
—También es cierto. El vizconde tiene intención de completar su misión y estar de vuelta en dos semanas. Antes de final de julio, con toda seguridad.
—¿Tiene buenas perspectivas de éxito la misión del vizconde?
Pelletier no contestó, sino que siguió recorriendo la habitación, arriba y abajo. Le estaba contagiando a Alaïs su ansiedad.
La muchacha bebió un sorbo de vino para armarse de valor.
—¿Será Guilhelm de la partida?
—¿No te lo ha informado él mismo? —le preguntó su padre secamente.
—No lo he visto desde que se levantó la sesión del Consejo —reconoció ella.
—¡En nombre de Sainte Foy! ¿Dónde se ha metido? —dijo Pelletier.
—Por favor, decidme sí o no.
—Guilhelm du Mas ha sido elegido, aunque debo decir que contra mi voluntad. El vizconde lo aprecia.
—Y con razón, paire —replicó ella serenamente—. Es un hábil chevalier.
Pelletier se inclinó hacia adelante para servirle un poco más de vino.
—Dime, Alaïs, ¿confías en él?
La pregunta la sorprendió con la guardia baja, pero respondió sin vacilaciones.
—¿Acaso no deben confiar todas las esposas en sus maridos?
—Desde luego, desde luego. No esperaría de ti otra respuesta —contestó él, agitando una mano con gesto impaciente—. Pero ¿te ha preguntado por lo sucedido esta mañana en el río?
—Me ordenasteis que no le hablara a nadie al respecto —dijo ella— y, naturalmente, os he obedecido.
—Yo también esperaba que mantuvieras tu palabra —repuso él—. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Te ha preguntado Guilhelm dónde habías estado?
—No ha habido ocasión —le dijo ella en tono desafiante—. Como ya os he dicho, no lo he visto.
Pelletier se acercó a la ventana.
—¿Temes que estalle la guerra? —dijo él, dándole la espalda.
Aunque desconcertada por el abrupto cambio de tema, Alaïs respondió sin el menor titubeo.
—La idea me atemoriza, lo reconozco, messer —replicó cautamente—. Pero seguramente no estallará, ¿verdad?
—No, quizá no.
El senescal apoyó las manos en el alféizar de la ventana, aparentemente perdido en sus pensamientos y ajeno a la presencia de su hija.
—Sé que mi pregunta te ha parecido impertinente, pero te la he hecho por una causa. Mira en lo profundo de tu corazón. Sopesa con cuidado tu respuesta y dime la verdad. ¿Confías en tu marido? ¿Confías en él para que te proteja, para que cuide de ti?
Alaïs sabía que las palabras más importantes permanecían inexpresadas y ocultas bajo la superficie, pero temía responder. No quería ser desleal con Guilhelm, pero tampoco se avenía a mentirle a su padre.
—Ya sé que no lo apreciáis, messer —dijo en tono sereno—, aunque no comprendo qué ha podido hacer para ofenderos…
—Sabes perfectamente lo que hace para ofenderme —soltó Pelletier con impaciencia—. Te lo digo con suficiente frecuencia. Sin embargo, mi opinión personal de Du Mas, buena o mala, no tiene importancia, puedes detestar a un hombre y aun así reconocer su valor. Por favor, Alaïs, responde a mi pregunta. De lo que digas dependen muchas cosas.
Imágenes de Guilhelm durmiendo. De sus ojos oscuros como la calamita, de la curva de sus labios besando el íntimo interior de su muñeca. Recuerdos tan poderosos que la aturdían.
—No puedo responder —dijo finalmente.
—Ah —suspiró él—. Bien, bien. Ya veo.
—Con todos mis respetos, paire, no veis nada —se encrespó Alaïs—. No he dicho nada.
El senescal se volvió.
—¿Le has dicho a Guilhelm que yo te había mandado llamar?
—Ya os he dicho que no lo he visto y… y no es justo que me interroguéis de este modo. Ni que me obliguéis a elegir entre mi lealtad hacia vos o hacia él. —Alaïs hizo ademán de levantarse—. Así pues, messer, a menos que haya alguna razón por la que hayáis requerido mi presencia a hora tan avanzada, os pido permiso para retirarme.
Pelletier intentó calmar la situación.
—Siéntate, siéntate. Veo que te he ofendido. Perdóname. No era mi intención.
Le tendió una mano y, al cabo de un momento, Alaïs la aceptó.
—No pretendo hablar en acertijos. Lo que no sé… Necesito aclarar mis propias ideas. Esta noche he recibido un mensaje de la mayor importancia, Alaïs. He pasado las últimas horas decidiendo qué hacer, sopesando las alternativas. Aunque creía haber tomado una resolución, y por eso te mandé llamar, las dudas persistían.
La mirada de Alaïs encontró la de su padre.
—¿Y ahora?
—Ahora mi camino se muestra claramente ante mí. En efecto. Estoy convencido de que sé lo que debo hacer.
El color se retiró de las mejillas de la joven.
—Entonces habrá guerra —dijo ella, suavizando repentinamente el tono de su voz.
—Me parece inevitable, sí. Los signos no son buenos —dijo el senescal, sentándose—. Estamos atrapados en una situación de implicaciones demasiado vastas para que podamos controlarla, por más que queramos convencernos de lo contrario. —Dudó un momento—. Pero hay algo más importante que eso, Alaïs. Y si las cosas se tuercen para nosotros en Montpelhièr, es posible que nunca tenga oportunidad de… de decirte la verdad.
—¿Qué puede ser más importante que la amenaza de guerra?
—Antes de que siga hablando, debes darme tu palabra de que todo lo que te diga esta noche quedará entre nosotros.
—¿Por eso me habéis preguntado por Guilhelm?
—En parte, sí —admitió él—, pero no es esa la única razón. Antes que nada, tienes que asegurarme que nada de lo que te diga saldrá de estas cuatro paredes.
—Tenéis mi palabra —dijo ella sin dudarlo.
Una vez más, Pelletier suspiró, pero en esta ocasión ella no notó ansiedad, sino alivio en su voz. La suerte estaba echada. El senescal había tomado una decisión. Ahora sólo restaba actuar con determinación para llegar hasta el final, fueran cuales fuesen las consecuencias.
Alaïs se acercó un poco más. La luz de las velas bailaba y titilaba en sus ojos pardos.
—Esta es una historia —dijo él— que comienza en las antiguas tierras de Egipto, hace varios miles de años. Es la verdadera historia del Grial.
Pelletier habló hasta que el aceite de las lámparas se hubo consumido.
En la plaza, con la retirada de los últimos noctámbulos, había caído el silencio. Alaïs estaba exhausta. Tenía blancos los dedos y manchas violáceas bajo los ojos, como cardenales.
También Pelletier parecía más viejo y cansado después de hablar.
—Respondiendo a tu pregunta, te diré que no tienes que hacer nada. Todavía no, o quizá nunca. Si mañana tenemos éxito con nuestras peticiones, dispondré del tiempo y la oportunidad que necesito para llevar yo mismo los libros a un lugar seguro, como es mi deber.
—Pero ¿y si no fuera así, messer? ¿Y si os ocurriera algo? —estalló Alaïs, sintiendo el miedo en la garganta,
—Aún es posible que todo salga bien —dijo él, pero su voz carecía de vida.
—Pero ¿y si no sale bien? —insistió ella, sin aceptar sus palabras tranquilizadoras—. ¿Qué pasará si no volvéis? ¿Cómo sabré cuándo actuar?
El senescal sostuvo un momento su mirada. Entonces buscó en su bolsa hasta encontrar un paquete pequeño, envuelto en paño color crema.
—Si me ocurre algo, recibirás una pieza como esta.
Colocó el paquete sobre la mesa y lo empujó hacia ella.
—Ábrelo.
Así lo hizo Alaïs, apartando el paño pliegue a pliegue, hasta revelar un pequeño disco de piedra clara, con dos letras labradas. Lo levantó para verlo a la luz y leyó en voz alta las letras.
—¿NS?
—Noublesso de los Seres.
—¿Qué es eso?
—Un merel, un emblema secreto que se hace pasar entre el pulgar y el índice. También tiene otra función, más importante, pero no hace falta que la conozcas. Te indicará que el portador es persona de confianza.
Alaïs asintió.
—Ahora dale la vuelta.
Tallado del otro lado había un laberinto, idéntico al motivo labrado en el dorso de la tabla de madera.
Alaïs contuvo la respiración.
—Lo he visto antes.
Pelletier se quitó el anillo que llevaba en el pulgar y se lo enseñó.
—Está grabado por dentro —dijo—. Todos los guardianes llevamos un anillo como este.
—No, aquí, en el castillo. Esta mañana compré queso en el mercado. Había llevado una tabla para traerlo a casa. Este motivo está grabado en la cara inferior de la tabla.
—Imposible. No puede ser el mismo.
—Os juro que lo es.
—¿De dónde ha salido esa tabla? —preguntó—. ¡Piénsalo, Alaïs! ¿Te la ha dado alguien? ¿Ha sido un regalo?
Alaïs sacudió la cabeza.
—No lo sé, no lo sé —dijo con desesperación—. Llevo todo el día intentando recordarlo sin éxito. Lo más extraño es que estaba segura de haber visto ese motivo en algún otro sitio, aunque la tabla no me era familiar.
—¿Dónde está ahora?
—La dejé sobre la mesa, en mi alcoba —respondió—. ¿Por qué? ¿Os Parece importante?
—Entonces cualquiera ha podido verla —repuso él contrariado.
—Eso creo —replicó ella nerviosamente—. Guilhelm, cualquiera de los criados… No puedo saberlo.
Alaïs miró el anillo que le había dado su padre y de pronto todas las piezas encajaron.
—Creísteis que el hombre del río era Simeón, ¿verdad? —dijo lentamente—. ¿También es guardián?
Pelletier asintió.
—No había razón para creer que fuera él, pero aun así estaba convencido.
—¿Y los otros guardianes? ¿Sabéis dónde están?
Pelletier se inclinó hacia su hija y cerró los dedos de la mano de ella en torno al merel.
—No más preguntas, Alaïs. Cuídalo bien. Mantenlo en lugar seguro. Y guarda la tabla con el laberinto fuera del alcance de miradas indiscretas. Me ocuparé de todo cuando regrese.
Alaïs se puso de pie.
—¿Y qué hay de la tabla?
Pelletier sonrió ante su insistencia.
—Ya lo pensaré, filha.
—Pero ¿significa su presencia aquí que alguien del castillo sabe de la existencia de los libros?
—No es posible que nadie lo sepa —dijo él con firmeza—. Si albergara la menor sospecha, te lo diría. Te lo juro.
Eran las palabras de un valiente, eran palabras de lucha, pero su expresión las suavizaba.
—Pero si…
—Basta ya —dijo él suavemente, levantando los brazos—. Basta.
Alaïs se dejó envolver en su abrazo de gigante. Su olor familiar le llenó los ojos de lágrimas.
—Todo saldrá bien —dijo él en tono firme—. Tienes que tener valor. Haz únicamente lo que te he pedido, nada más —añadió, besándola en la coronilla—. Ven a despedirnos al amanecer.
Alaïs asintió, sin atreverse a hablar.
—Ben, ben. Ahora date prisa. Y que Dios te guarde.
Alaïs corrió por el pasillo oscuro y salió al patio sin tomar aliento, viendo fantasmas y demonios en cada sombra. La cabeza le daba vueltas. El viejo mundo familiar parecía de pronto una imagen especular de sí mismo, reconocible pero radicalmente diferente. Parecía como si el paquete que ocultaba bajo el vestido le estuviera quemando y horadando la piel.
Fuera, el aire estaba fresco. Casi todos se habían retirado ya a dormir aunque todavía se veían algunas luces en las habitaciones que daban a la plaza de armas. Un estallido de carcajadas de los guardias, en la torre de entrada, la sobresaltó. Por un instante creyó ver una silueta en una de las habitaciones de arriba. Pero entonces un murciélago que pasó volando delante de ella hizo que desviase la mirada; cuando volvió a mirar, la ventana estaba oscura.
Apretó el paso. Las palabras de su padre giraban en su mente, junto con todas las preguntas que debió hacerle y no le hizo.
Unos pasos más y empezó a sentir un hormigueo en la nuca. Miró por encima del hombro.
—¿Quién anda ahí?
Nadie respondió. Volvió a preguntar. Había algo maligno en la oscuridad; podía olerlo, sentirlo. Alaïs se apresuró aún más, convencida de que la estaban siguiendo. Podía distinguir un amortiguado ruido de pasos y el sonido de una respiración pesada.
—¿Quién anda ahí? —repitió.
De repente, una mano recia y callosa que apestaba a cerveza le atenazó la boca. La joven lanzó un grito, poco antes de sentir un brusco golpe en la nuca; entonces se desplomó.
Pareció tardar mucho tiempo en llegar al suelo. Después sintió unas manos que reptaban por su cuerpo, como ratas en una bodega, hasta encontrar lo que buscaban.
—Aquí está.
Fue lo último que Alaïs oyó antes de que la oscuridad se cerrara sobre ella.