Alaïs estaba junto a la ventana, esperando el regreso de Guilhelm. El cielo sobre Carcasona, de un azul aterciopelado y profundo, extendía un suave manto sobre el paisaje. El seco viento nocturno del norte, el cers, soplaba suavemente desde las montañas, haciendo murmurar las hojas de los árboles y los juncos a orillas del Aude y trayendo consigo la promesa de un aire más fresco.
Diminutos puntos de luz brillaban en Sant Miquel y Sant-Vicens. Las calles empedradas de la Cité estaban animadas con gente comiendo y bebiendo, narrando historias y cantando canciones de amor, coraje y dolor. A la vuelta de la esquina de la plaza Mayor, ardía aún el fuego de la forja.
«Esperando. Siempre esperando.»
Alaïs se había frotado los dientes con hierbas, para blanquearlos, y se había cosido una bolsita de nomeolvides al escote del vestido, para perfumarse. La alcoba estaba llena del dulce aroma del braserillo donde había quemado lavanda.
Hacía cierto tiempo que el Consejo había terminado y desde entonces Alaïs esperaba que Guilhelm subiera, o al menos le hiciera llegar un mensaje. Fragmentos de conversación le llegaban flotando desde la plaza, como penachos de humo. Brevemente divisó a Jehan Congost, el marido de su hermana, que se deslizaba por la plaza de armas. Contó siete u ocho chevaliers de la casa, con sus escuderos, andando a paso decidido hacia la herrería. Poco antes había visto a su padre regañando a un muchachito que holgazaneaba cerca de la capilla.
Ni rastro de Guilhelm.
Alaïs suspiró, contrariada por haberse quedado encerrada en su habitación inútilmente. Volvió la vista hacia la alcoba y comenzó a ir y venir de la mesa a la silla, con los dedos inquietos en busca de algo en que ocuparse. Se detuvo delante del telar y se quedó mirando el pequeño tapiz que estaba haciendo para dòmna Agnès, un complicado bestiario de salvajes criaturas de largas colas que subían por los muros de un castillo, arrastrándose o trepando. Por lo general, cuando el mal tiempo o sus obligaciones en la casa la mantenían confinada en su habitación, Alaïs se distraía con la delicada labor.
Esa noche no consiguió hacer nada. Las agujas estaban intactas en el bastidor y la madeja que le había regalado Sajhë yacía al lado, sin abrir. Las pociones que antes había preparado con la angélica y la consuelda estaban pulcramente etiquetadas y alineadas sobre un estante de madera, en la parte más fresca y oscura de la estancia. Le había dado tantas vueltas a la tabla de queso para examinarla, que su sola vista empezaba a hastiarla y ya le dolían los dedos de tanto repasar con las yemas el dibujo del laberinto. Esperando, esperando.
—Es totjorn lo meseis —murmuró. «Siempre lo mismo».
Se acercó al espejo y contempló su reflejo. Le devolvió la mirada una carita de expresión seria, en forma de corazón, con inteligentes ojos castaños y pálidas mejillas, ni corriente ni hermosa. Alaïs se ajustó la línea del cuello del vestido, como había visto hacer a otras chicas, para hacerlo parecer más a la moda. Quizá si le cosiera una pieza de encaje en…
Un golpe seco en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Perfin. «Por fin».
—Estoy aquí —respondió.
Se abrió la puerta. La sonrisa se desprendió de su rostro.
—François. ¿Qué quieres?
—El señor senescal requiere vuestra presencia, dòmna.
—¿A esta hora?
François desplazó torpemente el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Os está esperando en su habitación. Creo que tiene cierta prisa, Alaïs.
Ella lo miró, sorprendida de que la llamara por su nombre. No recordaba que hubiese cometido nunca ese error.
—¿Ocurre algo? —preguntó rápidamente—. ¿No se siente bien mi padre?
François titubeó.
—Está muy… preocupado, dòmna. Vuestra compañía lo alegrará.
La joven suspiró.
—Está visto que hoy nada me sale bien.
El criado pareció asombrado.
—Dòmna?
—No me hagas caso, François. Es sólo que esta noche estoy de mal humor. Claro que iré, si mi padre lo desea. ¿Vamos?
En otra alcoba, en el extremo opuesto de la parte del castillo reservada a los aposentos de sus habitantes, Oriane estaba sentada en su cama, con las largas y bien torneadas piernas recogidas bajo el cuerpo.
Tenía los ojos verdes entrecerrados, como un gato. En su rostro había una sonrisa autocomplaciente, mientras se dejaba pasar el peine a través de la cascada de rizos negros. De vez en cuando, sentía el ligero contacto, delicado y sugerente, de los dientes de hueso sobre la piel.
—Es muy… sedante —dijo.
A su lado había un hombre de pie. Tenía el torso desnudo y se adivinaba un tenue viso de sudor entre sus hombros anchos y fuertes.
—¿Sedante, dòmna? —dijo en tono ligero—. No era esa mi intención.
La joven sintió en el cuello su aliento caliente, cuando él se inclinó hacia adelante para retirarle el pelo de la cara y depositarlo sobre su espalda en una coleta retorcida.
—Eres preciosa —susurró.
Empezó a masajearle los hombros y el cuello, suavemente al principio y con creciente firmeza después. Oriane dejó caer la cabeza, mientras él repasaba con manos hábiles el contorno de sus pómulos, su nariz y su mentón, como queriendo memorizar sus facciones. De vez en cuando, las manos se deslizaban más abajo, hacia la suave y blanca piel del cuello.
Oriane se llevó una de las manos de él a la boca y le humedeció con la lengua las yemas de los dedos. El hombre la atrajo de espaldas hacia si. Ella sintió el calor y el peso de su cuerpo y, así comprimida, la prueba de lo mucho que la deseaba. Él la hizo volverse, le separó los labios con los dedos y lentamente comenzó a besarla.
Ella no prestó atención al ruido de pasos en el pasillo, hasta que alguien empezó a aporrear la puerta.
—¡Oriane! —llamó una voz malhumorada y aguda—. ¿Estás ahí?
—¡Es Jehan! —masculló ella entre dientes, abriendo los ojos, más contrariada que alarmada por la interrupción—. ¿No habías dicho que no iba a regresar todavía?
El hombre miró en dirección a la puerta.
—No creí que fuera a volver tan pronto. Cuando me marché, parecía que todavía tuviera para un buen rato con el vizconde. ¿Has cerrado con llave?
—Claro que sí —replicó ella.
—¿No le parecerá raro?
Oriane se encogió de hombros.
—Se guardaría mucho de entrar sin ser invitado. De todos modos, será mejor que te escondas. —Le señaló un pequeño rincón, detrás de un tapiz colgado del otro lado de la cama—. No te preocupes. —Le sonrió al ver la expresión de su rostro—. Me desharé de él tan rápidamente como pueda.
—¿Y cómo vas a hacerlo?
Ella le rodeó el cuello con las manos y lo atrajo hacia sí, lo bastante cerca para hacerle sentir sus pestañas rozándole la piel. Él se agitó contra ella.
—¿Oriane? —chilló Congost, levantando cada vez más la voz—. ¡Abre la puerta ahora mismo!
—Ya lo verás —murmuró ella, inclinándose para besar el torso del hombre y su firme vientre, un poco más abajo—. Ahora debes desaparecer. Ni siquiera alguien como él se avendría a quedarse para siempre en el pasillo.
En cuanto estuvo segura de tener a su amante bien oculto, Oriane se acercó de puntillas a la puerta, giró la llave en el cerrojo sin hacer ruido, volvió corriendo a la cama y arregló las cortinas a su alrededor. Estaba lista para divertirse.
—¡Oriane!
—Esposo mío —contestó ella con afectación—, no hay necesidad de tanto alboroto. Está abierto.
Oriane oyó un forcejeo y la puerta que se abría y cerraba con un golpe. Su marido irrumpió en la habitación. La joven oyó el choque del metal con la madera, cuando él dejó la candela sobre la mesa.
—¿Dónde estás? —dijo con impaciencia—. ¿Y por qué está tan oscuro aquí dentro? No estoy de humor para juegos.
Oriane sonrió. Se recostó sobre las almohadas, para que su marido la viera con las piernas ligeramente separadas y los suaves brazos desnudos levantados en torno a la cabeza. No quería dejar nada librado a su imaginación.
—Aquí estoy, marido.
—La puerta no estaba abierta cuando lo intenté la primera vez —estaba diciendo él en tono irritado mientras descorría las cortinas, pero al verla se quedó sin habla.
—No habrás… empujado… lo suficiente —replicó ella.
Oriane vio cómo la cara de él se volvía blanca y después roja como una manzana. Los ojos se le salían de las órbitas y se quedó boquiabierto, a la vista de sus pechos firmes y rotundos y sus pezones oscuros; su pelo suelto, desplegado en abanico a su alrededor, sobre la almohada, como una masa de retorcidas serpientes; la curva de su cintura, la suave colina de su vientre y el triángulo de encrespado vello negro entre sus muslos.
—¿Qué demonios haces así? —chilló él—. ¡Tápate ahora mismo!
—Estaba durmiendo, esposo mío —explicó ella—. Me has despertado.
—¿Te he despertado? ¿Te he despertado? —escupió él—. ¿Estabas durmiendo de esa guisa? ¿Así estabas durmiendo?
—La noche es calurosa, Jehan. ¿Acaso no puedo permitirme dormir como me plazca en la intimidad de mi alcoba?
—Habría podido verte cualquiera. Tu hermana, tu doncella Guiranda. ¡Cualquiera!
Oriane se incorporó lentamente y lo miró con expresión desafiante, mientras enroscaba un mechón de pelo entre los dedos.
—¿Cualquiera? —dijo en tono sarcástico—. He despedido a Guiranda —añadió con serena frialdad—. Ya no necesitaba sus servicios.
La joven notaba que su marido deseaba desesperadamente mirar hacia otro lado, pero no lo conseguía. El deseo y la aversión se mezclaban a partes iguales en su torrente sanguíneo.
—Cualquiera habría podido entrar —dijo una vez más, pero con menos seguridad.
—Sí, supongo que sí. Pero no ha entrado nadie. Excepto tú, mi marido —dijo sonriendo. Tenía la mirada de un animal a punto de atacar—. Y ahora, ya que estás aquí, quizá puedas decirme dónde has estado.
—Sabes bien dónde he estado —replicó él secamente—. En el Consejo.
Ella volvió a sonreír.
—¿En el Consejo? ¿Todo este tiempo? El Consejo se disolvió mucho antes de que cayera la noche.
Congost enrojeció.
—No te corresponde a ti desafiarme.
Oriane entrecerró los ojos.
—¡Por Sainte Foy, qué pomposo eres, Jehan! «No te corresponde a ti…».
La imitación era perfecta y de una crueldad que hizo encogerse de disgusto a ambos.
—¡Vamos, Jehan, cuéntame dónde has estado! —prosiguió ella—. ¿Discutiendo algún asuntillo de estado, quizá? ¿O tal vez has estado con una amante, eh, Jehan? ¿Tienes una amante escondida en alguna parte del castillo?
—¿Cómo te atreves a hablarme así? Yo…
—Otros maridos cuentan a sus esposas dónde han estado. ¿Por qué tú no? ¿No será tal vez, como digo, que tienes una buena razón para no hacerlo?
Para entonces, Congost estaba gritando.
—¡Esos otros maridos deberían aprender a tener la boca cerrada! ¡Sus asuntos no son cosa de mujeres!
Oriane se desplazó lentamente hacia él, a través de la cama.
—No son cosa de mujeres —repitió—. ¿Eso crees?
Su voz era grave y cargada de rencor. Congost sabía que estaba jugando con él, pero no entendía las reglas del juego. Nunca las había entendido.
Oriane extendió sorpresivamente una mano y apretó el bulto revelador debajo de su túnica. Con satisfacción, vio pánico y estupor en sus ojos, cuando ella empezó a mover la mano arriba y abajo.
—¿Y bien, esposo mío? —dijo con desprecio—. Dime qué asuntos consideras que son cosa de mujeres. ¿El amor? —preguntó, apretando con más fuerza—. ¿Esto? ¿Cómo lo llamarías? ¿Ansia?
Congost intuía una trampa, pero estaba hechizado por su mano y no sabía qué decir ni qué hacer. No podía evitar inclinarse hacia ella. Boqueaba como un pez, con los labios húmedos, y apretaba con fuerza los ojos cerrados. Puede que la despreciara, pero ella era capaz de obligarlo a desearla. Era como cualquier otro hombre, dominado por lo que tenía entre las piernas, pese a todas sus lecturas y a lo mucho que escribía. Ella lo despreciaba a él.
Una vez conseguida la reacción que buscaba, retiró la mano.
—Bien, Jehan —dijo fríamente—. Si no tienes nada que estés dispuesto a decirme, entonces puedes irte. Aquí no te necesito para nada.
Oriane notó que algo en él se quebraba, como si todos los desengaños y frustraciones que había padecido en su vida estuvieran desfilando por su mente.
Antes de comprender lo que estaba sucediendo, él la había golpeado, con suficiente fuerza como para tumbarla de espaldas en la cama.
La sorpresa la dejó boquiabierta.
Congost estaba inmóvil, cabizbajo y contemplando fijamente su mano, como si no tuviera nada que ver con él.
—Oriane, yo…
—¡Eres patético! —le gritó ella, sintiendo en la boca el sabor de la sangre—. Te he dicho que te fueras. ¡Vete! ¡Fuera de mi vista!
Por un momento, Oriane pensó que iba a intentar disculparse. Pero cuando él levantó la vista, no vio arrepentimiento en sus ojos, sino odio. Soltó un suspiro de alivio. Todo saldría tal como había planeado.
—¡Me das asco! —le estaba gritando él, alejándose de la cama—. ¡Eres como un animal! ¡No! ¡Eres peor que un animal, porque tú sabes lo que estás haciendo! —Agarró la capa azul de ella, que yacía de cualquier modo en el suelo, y se la arrojó a la cara—. ¡Y cúbrete! ¡No quiero encontrarte así cuando vuelva, pavoneándote como una puta!
Cuando estuvo segura de que se había marchado, Oriane volvió a echarse en la cama y tiró de la capa para cubrirse, algo agitada, pero eufórica. Por primera vez en cuatro años de matrimonio, el viejo estúpido, débil y enclenque con quien su padre la había obligado a casarse había conseguido asombrarla. Ella lo había provocado deliberadamente, desde luego, pero no esperaba que fuera a pegarle. Y menos con tanta fuerza. Se pasó los dedos por la piel, todavía dolorida por el golpe. Había querido hacerle daño. ¿Le quedaría marca? Eso podría valer algo. Quizá pudiera enseñarle a su padre adonde la había conducido su decisión.
Oriane detuvo el curso de sus pensamientos con una amarga carcajada. Ella no era Alaïs. A su padre sólo le importaba Alaïs, por mucho que intentara disimularlo. Oriane se parecía demasiado para su gusto a la madre de ambas, tanto físicamente como por su carácter. Aunque Jehan la golpeara hasta dejarla medio muerta, a su padre no le importaría. Pensaría que lo tenía merecido.
Por un momento, dejó que los celos que ocultaba a todos excepto a Alaïs se filtraran a través de la máscara perfecta de su rostro hermoso e impenetrable. Dejó que se viera su resentimiento por su falta de poder y de influencia, su decepción. ¿Qué valor tenían su juventud y su belleza, si estaba atada a un hombre sin ambición ni perspectivas, un hombre que jamás había empuñado una espada? No era justo que Alaïs, su hermana menor, tuviera todo lo que ella deseaba y le era negado, todo lo que debía ser suyo por derecho propio.
Oriane retorció entre los dedos la tela de la capa, como si estuviera pellizcando el brazo pálido y huesudo de Alaïs. Feúcha, malcriada, consentida Alaïs. Apretó con más fuerza, mientras visualizaba mentalmente el violáceo hematoma extendiéndose por su piel.
—No deberías provocarlo.
La voz de su amante rasgó el silencio. Casi había olvidado que estaba allí.
—¿Por qué no? —dijo ella—. Es el único goce que me procura.
El hombre se deslizó a través de la cortina y le tocó la mejilla con los dedos.
—¿Te ha hecho daño? Te ha dejado una marca.
El tono de preocupación en su voz la hizo sonreír. ¡Qué poco la conocía en realidad! Veía solamente lo que quería ver, una imagen de la mujer que creía que era.
—No es nada —replicó ella.
La cadena de plata que él llevaba al cuello rozó su piel cuando se inclinó para besarla. Podía oler su necesidad de poseerla. Oriane cambió de posición, dejando que el paño azul resbalara de su cuerpo como si fuera agua. Pasó las manos por los muslos de su amante, de piel pálida y suave en comparación con la dorada morenez de su espalda, sus brazos y su pecho, y poco a poco levantó la vista. Sonrió. Ya lo había hecho esperar lo suficiente.
Oriane se inclinó para abarcarlo con su boca, pero él la empujó para que volviera a tumbarse en la cama y se arrodilló a su lado.
—Entonces, ¿qué goce deseáis de mí, señora? —dijo él, separándole suavemente las piernas—. ¿Este?
Ella murmuró algo, cuando él se inclinó para besarla.
—¿O este?
La boca de él se deslizó hacia abajo, hacia su espacio más privado y oculto. Oriane contuvo el aliento, mientras la lengua de él jugaba a través de su piel, mordiendo, lamiendo e incitando.
—¿O quizá este?
Sintió sus manos, fuertes y firmes alrededor de su cintura, mientras él la atraía hacia sí. Oriane le rodeó la espalda con las piernas.
—¿O quizá sea esto lo que de verdad quieres? —susurró él, con la voz tensa de deseo mientras se hundía profundamente en su interior. Ella gruñó de satisfacción, arañándole la espalda, reclamándolo—. ¿De modo que tu marido piensa que eres una puta? —dijo él—. Veamos si podemos demostrar que está en lo cierto.