Hacía mucho que las campanas de vísperas habían callado, cuando finalmente Pelletier emergió de la torre Pinta.
Sintiendo cada uno de sus cincuenta y dos años, apartó la cortina y volvió a la Gran Sala. Se frotó las sienes con manos cansadas, intentando aliviar el dolor palpitante y persistente en su cabeza.
El vizconde Trencavel había pasado todo el tiempo desde el final del Consejo en compañía del más poderoso de sus aliados, debatiendo el mejor modo de abordar al conde de Toulouse. Habían hablado durante horas. Una a una, se habían tomado decisiones y los mensajeros habían partido al galope del Château Comtal, llevando misivas no sólo para Raymond VI, sino para los legados papales, el abad de Cîteaux y los cónsules y vegueros de Trencavel en Béziers Los chevaliers elegidos para acompañar al vizconde habían sido informados. En los establos y la herrería, los preparativos habían empezado y continuarían toda la noche.
Un silencio contenido pero expectante llenaba la estancia. Debido a la temprana hora de la partida, al día siguiente, el banquete previsto había sido sustituido por una cena más informal. Se habían instalado largas mesas sobre caballetes, sin manteles, en filas dispuestas de norte a sur a través de la sala. Unas velas parpadeaban con tenue luz en el centro de cada mesa. En los candelabros de las altas paredes, las antorchas ardían ferozmente, agitando las sombras en animada danza.
Al otro lado de la sala, los criados entraban y salían con manjares más suculentos que ceremoniosos. Carne de venado, muslos de pollo, cuencos de barro llenos de alubias y embutidos, pan blanco recién horneado, rojas ciruelas guisadas en miel, vino rosado de los viñedos de Corbières y jarras de cerveza para los de cabeza más débil.
Pelletier hizo un gesto aprobador. Estaba complacido. François lo había suplido muy bien en su ausencia. Todo estaba tal como debía estar y el cariz del agasajo era el que los huéspedes del vizconde Trencavel tenían derecho a esperar.
François era un buen criado, pese a su desdichado comienzo en la vida. Era hijo de padre desconocido. Su madre había estado al servicio de Marguerite, la esposa francesa de Pelletier, pero había sido ahorcada por ladrona cuando François aún era un niño. A la muerte de Marguerite, nueve años atrás, Pelletier se había hecho cargo de François, le había enseñado y le había dado una posición. De vez en cuando se permitía sentir satisfacción por lo bueno que había resultado el muchacho.
El senescal salió a la plaza de armas. El aire fresco le hizo demorarse un momento en la puerta. Alrededor del pozo había niños jugando, que, cuando sus bulliciosos juegos se volvían demasiado vehementes, se ganaban de tanto en tanto algún coscorrón de sus cuidadoras. Las niñas mayores paseaban del brazo a la luz tenue del crepúsculo, hablando y contándose sus secretos entre susurros.
Al principio, Pelletier no reparó en el niño de cabellos oscuros, sentado contra el muro, al lado de la capilla, con las piernas cruzadas.
—Messer, messer! —gritó el muchacho, poniéndose en pie con dificultad—. Tengo algo para vos.
El senescal no le prestó atención.
—Messer —insistió el chico, tironeándole de la manga para llamar su atención—. ¡Señor senescal, por favor! Es importante.
Sintió que le ponía algo entre las manos. Bajó la vista y vio que era una carta escrita en grueso pergamino color crema. Le dio un vuelco el corazón. Por fuera se leía su nombre, trazado con una escritura familiar e inconfundible que Pelletier nunca habría esperado volver a ver.
El senescal agarró al chico por el cuello.
—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó, sacudiéndolo con fuerza—. ¡Habla!
El niño se agitaba como un pez en el extremo de un sedal, intentando soltarse.
—¡Dímelo! ¡Rápido, ahora mismo!
—Me lo ha dado un hombre en la puerta —gimió el chico—. No me hagáis daño. No he hecho nada malo.
Pelletier lo sacudió con más violencia aún.
—¿Qué clase de hombre?
—Un hombre cualquiera.
—Tendrás que decirme algo más que eso —repuso secamente el senescal, subiendo el tono de voz—. Hay una moneda para ti si me dices lo que quiero saber. ¿Era joven? ¿Viejo? ¿Era soldado? —Hizo una pausa—. ¿Judío?
Pelletier fue enlazando pregunta tras pregunta, hasta arrancarle al muchacho toda la información que podía darle. No era mucha. Pons, que así se llamaba el niño, le dijo que estaba jugando con sus amigos en el foso del Château Comtal, tratando de pasar de un lado al otro del puente sin ser vistos por los guardias. Al atardecer, cuando la luz empezaba a atenuarse, un hombre se les había acercado y les había preguntado si alguno de ellos conocía de vista al senescal Pelletier. Cuando Pons respondió que sí, el hombre le dio una moneda para que le entregara la carta. Le había dicho que era importante y muy urgente.
El hombre no tenía ningún rasgo especial que llamara la atención. Era de edad mediana, ni joven ni viejo. Su tez no era muy oscura, ni particularmente clara. No tenía marcas de viruela ni cicatrices de heridas en la cara. Pons no se había fijado en si llevaba anillo, porque tenía las manos ocultas bajo una capa.
Finalmente, convencido de haber averiguado todo lo posible, Pelletier buscó una moneda en la bolsa y se la dio al chico.
—Aquí tienes. Por la molestia. Ahora vete.
El pequeño no esperó a que se lo dijera dos veces. Se soltó de las manos de Pelletier y corrió tan velozmente como se lo permitieron las piernas.
El senescal volvió a entrar, apretando la carta contra su pecho. Sus ojos no registraban nada ni a nadie, mientras recorría el pasillo hacia sus aposentos.
La puerta estaba cerrada con llave. Maldiciendo su propia precaución, Pelletier luchó un momento con las llaves, con la torpeza propia de la premura. François había encendido los calelh, «las lámparas de aceite», y le había preparado una bandeja para la noche con una jarra de vino y dos vasos de barro sobre la mesa, en el centro de la habitación, como hacia siempre. La bruñida superficie de latón de la bandeja resplandecía bajo la luz dorada y parpadeante.
Pelletier se sirvió un poco de vino para serenarse, con la cabeza llena de imágenes polvorientas, recuerdos de Tierra Santa y de las largas sombras rojas del desierto, de los tres libros y del antiguo secreto contenido en sus páginas.
El áspero vino le supo agrio en el paladar y le golpeó la garganta como un aguijón. Se lo bebió de un trago y volvió a llenar el vaso. Muchas veces había intentado imaginar qué experimentaría en ese momento. Y ahora que finalmente había llegado, se sentía aturdido.
Se sentó y colocó la carta sobre la mesa, entre sus manos extendidas. Conocía su contenido. Era el mensaje que había estado esperando y temiendo durante muchos años, desde su llegada a Carcasona. En aquella época, las tolerantes y prósperas tierras del Mediodía le parecieron un sitio seguro donde ocultarse.
Con el tiempo, a medida que una estación se transformaba en otra y esta en la siguiente, las expectativas de Pelletier de ser convocado se fueron disipando. La vida cotidiana se impuso. El recuerdo de los libros se borró de su mente. Al final, casi había olvidado que estaba esperando.
Habían pasado más de veinte años desde la última vez que vio al autor de la carta. Se dio cuenta de que hasta ese momento no había sabido siquiera si su maestro y mentor aún continuaba con vida. Harif le había enseñado a leer a la sombra de los bosquecillos de olivos, en las colinas de las afueras de Jerusalén. Le había abierto los sentidos a un mundo más glorioso y magnífico que todo lo que Pelletier hubiera conocido hasta entonces. Harif le había enseñado que sarracenos, judíos y cristianos seguían diferentes caminos hacia el único Dios. Y le había revelado que más allá de todo lo conocido había una verdad mucho más antigua, mucho más atávica y absoluta que cualquiera de las cosas que el mundo moderno pudiera ofrecer.
La noche de su iniciación en la Noublesso de los Seres persistía tan clara y nítida en su memoria como la noche anterior: las reverberantes túnicas doradas y el blanquísimo paño del altar, resplandeciente como las torres de las fortalezas que relucían en lo alto de los montes de Alepo, entre cipreses y naranjales; el aroma del incienso, la modulación de las voces que susurraban en la oscuridad; la iluminación.
Esa noche, hacía ya toda una vida, o al menos así se lo parecía a Pelletier, miró al corazón del laberinto y juró proteger el secreto con su vida.
Atrajo hacia sí la vela. Incluso sin la autenticación del sello, no habría dudado de que la carta era de Harif. Habría reconocido su letra en cualquier parte: la distintiva elegancia del trazo y las proporciones exactas de la escritura.
Sacudió la cabeza, intentando eludir recuerdos que amenazaban con abrumarlo. Inspiró profundamente y deslizó su cuchillo bajo el sello. La cera se quebró y la carta se abrió con un suave chasquido. El senescal alisó el pergamino.
La misiva era breve. En la cabecera de la hoja estaban los signos que Pelletier recordaba haber visto en las amarillas paredes de la cueva del laberinto, en las colinas de las afueras de la Ciudad Santa. Escritos en la antigua lengua de los antepasados de Harif, no significaban nada, excepto para los iniciados en la Noublesso.
Pelletier leyó las palabras en voz alta, sintiéndose reconfortado por su sonido familiar, antes de prestar atención a la carta de Harif.
Fraire:
Ha llegado el momento. La oscuridad está llegando a estas tierras. Hay perversidad en el aire y la maldad destruirá y corromperá todo lo que es bueno. Los textos ya no están a salvo en las llanuras del Pays d’Òc. Ha llegado el momento de volver a unir la Trilogía. Tu hermano te aguarda en Besièrs; tu hermana, en Carcasona. A ti te corresponde llevar los libros a un lugar más seguro.
Date prisa. Los pasos estivales a Navarra estarán cerrados para Todos los Santos, quizá antes si la nieve se adelanta. Te espero para la Natividad.
Pas a pas, se va luènh.
La silla crujió cuando Pelletier se recostó en el respaldo. Era lo que esperaba, ni más ni menos. Las instrucciones de Harif eran claras. No le pedía a Pelletier más de lo que este se había comprometido a dar. Aun así, se sentía como si le hubieran succionado el alma del interior del cuerpo, dejando en su lugar un espacio hueco.
Había prestado voluntariamente el juramento de custodiar los libros, pero lo había hecho en las sencillas circunstancias de la juventud. Ahora, al final de la madurez, todo era más complicado. Se había construido una vida diferente en Carcasona. Tenía otras lealtades, otras personas a quienes amaba y servía.
Sólo ahora se daba cuenta de lo muy profundamente convencido que había estado de que el momento de cumplir su promesa no iba a llegar nunca, de que nunca iba a verse obligado a elegir entre sus responsabilidades y su fidelidad al vizconde Trencavel y su obligación para con la Noublesso.
Volvió a leer la carta, rezando para que se le revelara una solución. Esta vez, ciertas palabras, ciertas frases destacaron: «Tu hermano te aguarda en Besièrs».
Harif sólo podía referirse a Simeón. Pero ¿en Béziers? Pelletier se llevó el vaso a los labios y bebió, sin percibir el sabor. Era muy extraño que el recuerdo de Simeón le hubiese asaltado tan poderosamente ese mismo día, después de tantos años de ausencia.
¿Giro del destino? ¿Fruto del azar? Pelletier no creía en ninguno de los dos. ¿Cómo explicar entonces el pavor que había sentido cuando Alaïs le describió el cuerpo del hombre asesinado que había hallado en aguas del Aude? No había razón para creer que fuera Simeón y, sin embargo, por un momento lo había creído con certeza.
Y: «tu hermana, en Carcassona».
Intrigado, Pelletier trazó un dibujo con el dedo en la superficie clara del polvo que cubría la mesa. Un laberinto.
¿Habría designado Harif a una mujer como guardiana? ¿Habría estado ella en Carcasona todo ese tiempo, delante de sus propios ojos? Sacudió la cabeza. Imposible.