El vizconde Raymond-Roger Trencavel estaba de pie sobre una plataforma, en el extremo más alejado de la Gran Sala. Advirtió que Guilhelm du Mas, al fondo, entraba subrepticiamente y con retraso, pero a quien él esperaba era a Pelletier.
Trencavel iba vestido para la diplomacia, no para la guerra. La túnica roja de manga larga, con ribetes dorados en torno al cuello y los puños, le llegaba a las rodillas. Llevaba una capa azul sujeta al cuello por un broche de oro grande y redondo, refulgente a la luz del sol que se colaba a través de las alargadas ventanas alineadas en lo alto de la pared meridional de la estancia. Sobre su cabeza había un gran escudo con el emblema de los Trencavel y dos pesadas picas de metal cruzadas debajo, en forma de aspa. Era la misma enseña que lucía en los estandartes, los ropajes de ceremonia y las armaduras, y que colgaba sobre el rastrillo de la puerta de Narbona, detrás del foso, para dar la bienvenida a los amigos y recordarles el vínculo histórico entre la dinastía Trencavel y sus vasallos. A la izquierda del escudo había un tapiz con un unicornio danzante, que llevaba generaciones suspendido del mismo muro.
Del otro lado de la plataforma, hundida en la pared, una puerta pequeña daba paso a los aposentos privados del vizconde, en la torre Pinta, que era la torre del vigía y la parte más antigua del Château Comtal. La puerta estaba flanqueada por largas cortinas azules, con tres franjas bordadas con los armiños del escudo de los Trencavel. Las cortinas brindaban cierta protección contra las frías corrientes de aire que soplaban por la Gran Sala en invierno, pero ahora estaban sujetas con un único y pesado torzal dorado.
Raymond-Roger Trencavel había pasado los primeros años de su infancia en aquellas salas, y después había regresado para vivir entre aquellos antiguos muros con su esposa, Agnès de Montpelhièr, y su hijo y heredero de dos años de edad. Se arrodillaba en la misma capilla diminuta donde habían orado sus padres, y dormía en su cama, donde él mismo había venido al mundo. En días de verano como aquel, miraba el amanecer a través de las mismas ventanas y contemplaba el sol poniente, que pintaba de rojo el cielo sobre el Pays d’Òc.
Visto de lejos, Trencavel parecía sereno e impasible, con el pelo castaño que descansaba levemente sobre sus hombros y las manos entrelazadas a la espalda. Pero la expresión de su rostro era ansiosa y su mirada se clavaba una y otra vez en la puerta principal.
Pelletier sudaba profusamente. La rígida ropa le molestaba bajo los brazos y se le pegaba a la base de la espalda. Se sentía viejo e insuficiente para la tarea que le aguardaba.
Esperaba que el aire fresco le aclarara las ideas. No fue así. Todavía estaba enfadado consigo mismo por haber perdido los estribos y dejado que la animosidad contra su yerno lo desviara de la tarea que tenía entre manos. De momento no podía permitirse pensar en ello. Ya se ocuparía de Du Mas más adelante, llegado el caso. Ahora su lugar estaba al lado del vizconde.
Simeón tampoco estaba lejos de sus pensamientos. Aún podía sentir el miedo candente que le había aherrojado el corazón cuando volteó el cuerpo en el agua, y el alivio al ver el rostro abotargado de un desconocido que le devolvía la mirada con sus ojos muertos.
El calor en el interior de la Gran Sala era agobiante. Más de un centenar de hombres de iglesia y estado llenaban la estancia, tórrida y apenas ventilada, que apestaba a sudor, ansiedad y vino. Había un persistente goteo de conversación agitada e incómoda.
Los criados más cercanos a la puerta se inclinaron cuando Pelletier apareció y se apresuraron a servirle vino. Justo enfrente de él, en el lado opuesto de la estancia, había una fila de sitiales de respaldo alto y lustrosa madera oscura, semejantes a la sillería del coro de la catedral de Sant Nazari, ocupados por la nobleza del Mediodía, los señores de Mirepoix y Fanjeaux, Coursan y Termenès, Albí y Mazamet. Todos ellos habían sido invitados a Carcasona para celebrar la festividad de Sant Nazari, pero en lugar de eso se habían encontrado con la convocatoria al Consejo. Pelletier podía ver la tensión en sus caras.
Se abrió paso entre los grupos de hombres, los cónsules de Carcasona y los principales burgueses de los suburbios comerciales de Sant-Vicens y Sant Miquel, examinando el recinto con su experimentada mirada sin dejar traslucir que lo estaba haciendo. Varios clérigos y monjes disimulaban su presencia entre las sombras de la pared septentrional, con el rostro medio oculto por las capuchas y las manos escondidas en el interior de las amplias mangas de sus hábitos negros.
Los chevaliers de Carcasona, entre ellos Guilhelm du Mas, aguardaban de pie delante de la colosal chimenea de piedra, que se extendía desde el suelo hasta el techo en el lado opuesto de la estancia. El escrivan Jehan Congost, escribano de Trencavel y marido de Oriane, la hija mayor de Pelletier, estaba sentado ante su mesa alta de escritorio, al frente de la sala.
Pelletier se detuvo delante del estrado e hizo una reverencia. Una expresión de alivio recorrió la cara del vizconde Trencavel.
—Disculpadme, messer.
—No hay nada que disculpar, Bertran —dijo, haciéndole un gesto para que se le acercara—, puesto que ya estás aquí.
Intercambiaron unas palabras, con las cabezas a muy escasa distancia para que nadie pudiera oír lo que decían, y después, a instancias de Trencavel, Pelletier dio un paso al frente.
—Caballeros —dijo alzando la voz—. Caballeros, os ruego silencio para oír a vuestro señor, Raymond-Roger Trencavel, vizconde de Carcasona, Besièrs y Albí.
Trencavel se adelantó, con las manos abiertas en un gesto de bienvenida. La Gran Sala guardó silencio. Nadie se movió. Nadie habló.
—Benvenguts, mis caballeros, mis leales amigos —dijo. Su voz, nítida y firme como el tañido de una campana, delataba su juventud—. Benvenguts a Carcasona. Gracias por vuestra paciencia y por vuestra presencia. Os estoy agradecido a todos.
Pelletier recorrió con la mirada el mar de rostros, intentando calibrar el estado de ánimo colectivo. Veía curiosidad, entusiasmo, ambición y nerviosismo, y comprendía cada una de esas emociones. Mientras no supieran para qué los habían convocado ni —más importante aún— lo que Trencavel quería de ellos, ninguno sabría cómo comportarse.
—Es mi ferviente deseo —prosiguió Trencavel— que el torneo y la fiesta se celebren a final de este mes, tal como estaba previsto. Sin embargo, hoy hemos recibido una información tan grave y de tan importantes consecuencias que creo oportuno compartirla con vosotros. Porque nos afecta a todos.
»En atención a quienes no estuvieron presentes en nuestro último Consejo, permitidme que os recuerde cómo está la situación. Hace un año, por Pascua, contrariado por el fracaso de sus legados y predicadores en su intento de persuadir a los hombres libres de estas tierras para que rindieran pleitesía a la Iglesia de Roma, el papa Inocencio III predicó una cruzada para liberar a la cristiandad de lo que él llamó “el cáncer de la herejía”, que a su entender se extendía sin coto por el Pays d’Òc.
»Para él, los pretendidos herejes, los bons homes, eran peores que los mismísimos sarracenos. Sin embargo, su prédica apasionada y retórica cayó en oídos sordos. El rey de Francia no se inmutó. Los apoyos tardaron en llegar.
»El objeto de su veneno era mi tío, Raymond VI, conde de Tolosa. De hecho, las acciones intemperantes de los hombres de mi tío, implicados en la muerte de Pedro de Castelnau, el legado papal, fueron el motivo de que su santidad fijara su atención en el Pays d’Òc desde un principio. Mi tío fue acusado de tolerar la expansión de la herejía en sus dominios e, implícitamente, en los nuestros. —Trencavel dudó y en seguida se corrigió—. No, no de tolerar la herejía, sino de incitar a los bons homes a buscar refugio en sus dominios.
Un monje de aspecto ascético y combativo, que estaba de pie cerca del estrado, levantó la mano para pedir la palabra.
—Hermano —dijo rápidamente Trencavel—, te ruego que tengas un poco más de paciencia. Cuando haya concluido lo que tengo que decir, todos tendréis ocasión de hablar. Entonces llegará la hora del debate.
Con una mueca de disgusto, el monje dejó caer el brazo.
—La frontera entre la tolerancia y la incitación es muy tenue amigos míos —prosiguió en tono sereno. Pelletier hizo un gesto de silenciosa aprobación, aplaudiendo para sus adentros su astuto manejo de la situación—. Por mi parte, si bien estaba dispuesto a reconocer que mi tío no tiene precisamente fama de piadoso —Trencavel hizo una pausa, dejando que la implícita crítica calara en su audiencia—, y aunque aceptaba que su conducta no estaba más allá de todo reproche, consideré que no nos correspondía a nosotros juzgar sus yerros o sus aciertos. —Sonrió—. ¡Que discutieran los curas de teología y nos dejaran en paz a los demás!
Hizo una pausa. Su rostro se ensombreció. Su voz perdió toda la luz.
—No era la primera vez que la independencia y la soberanía de nuestras tierras se veían amenazadas por invasores del norte. No pensé que fuera a derivarse nada de ello. No podía creer que fuera a derramarse sangre cristiana, en suelo cristiano, con la bendición de la Iglesia católica.
»Mi tío, en Tolosa, no compartía mi optimismo. Desde el principio creyó que la amenaza de la invasión era real. Para proteger su tierra y su soberanía, nos ofreció una alianza. Mi respuesta, como recordaréis, fue que nosotros, los del Pays d’Òc, vivimos en paz con nuestros vecinos, ya sean bons homes, judíos o incluso sarracenos. Si acatan nuestras leyes, si respetan nuestras costumbres y tradiciones, entonces son de los nuestros. Fue mi respuesta entonces. —Hizo una pausa—. Y habría seguido siendo mi respuesta ahora.
Pelletier asintió con un gesto, mientras observaba la oleada de aprobación que se extendía por la Gran Sala, alcanzando incluso a obispos y sacerdotes. Sólo el monje solitario de antes, dominico a juzgar por su hábito, pareció inconmovible.
—Nuestras interpretaciones de lo que es la tolerancia son diferentes —murmuró con su marcado acento español.
Desde más atrás, resonó otra voz.
—Disculpadme, messer, pero todo eso ya lo sabemos. Son noticias viejas. ¿Qué ha ocurrido ahora? ¿Por qué hemos sido convocados al Consejo?
Pelletier reconoció el tono arrogante y cansino del más pendenciero de los cinco hijos de Berengier de Massabrac, y habría intervenido de no haber sentido la mano del vizconde apoyada en su brazo.
—Thierry de Massabrac —dijo Trencavel, en tono engañosamente benevolente—, agradecemos tu pregunta. Has de tener en cuenta, sin embargo, que algunos de los presentes no dominamos tan bien como tú los complejos caminos de la diplomacia.
Varios hombres se echaron a reír y a Thierry se le encendieron las mejillas.
—Pero haces bien en preguntar. Os he convocado hoy aquí porque la situación ha cambiado.
Aunque nadie habló, el ambiente de la Gran Sala se transformó. Si el vizconde advirtió el aumento de la tensión, no lo dejó traslucir y en cambio siguió hablando en el mismo tono de confiada autoridad, como notó Pelletier con gran satisfacción.
—Esta mañana recibimos la noticia de que la amenaza del ejército del norte es más contundente e inmediata de lo que creíamos. La Hueste, la Ost, como se hace llamar esa tropa impía, se congregó en Lyon para la fiesta de San Juan Bautista. Calculamos que unos veinte mil chevaliers inundaron la ciudad, acompañados por quién sabe cuántos miles de escuderos, mozos, palafreneros, carpinteros, clérigos y herreros. La Hueste ha partido de Lyon encabezada por ese lobo blanco de Arnald-Amalric, el abad de Cîteaux. —Hizo una pausa y recorrió con la mirada la sala.
—Ya sé que su nombre se hincará como un puñal en el corazón de muchos de vosotros —prosiguió.
Pelletier vio que los señores más ancianos hacían gestos afirmativos.
—Con él están los arzobispos católicos de Reims, Sens y Rouen, así como los obispos de Autun, Clermont, Nevers, Bayeux, Chartres y Lisieux. En cuanto al poder temporal, aunque el rey Felipe de Francia no ha prestado oídos a la convocatoria, ni ha permitido que su hijo acuda en su lugar, muchos de los barones y príncipes más poderosos del Norte han respondido al llamamiento. Congost, por favor.
Al oír su nombre, el escrivan depositó ostentosamente la pluma sobre la mesa. El pelo lacio le caía a ambos lados de la cara. Su piel blanca y esponjosa era casi traslúcida, por toda una vida transcurrida en interiores. Congost convirtió en aparatosa exhibición el simple hecho de agacharse y buscar en su enorme bolsa de cuero un rollo de pergamino que pareció cobrar vida propia entre sus manos sudorosas.
—¡Vamos, hombre! —masculló Pelletier entre dientes.
Congost hinchó el pecho y se aclaró varias veces la garganta, antes de proceder finalmente a dar lectura al documento.
—Eudes, duque de Borgoña; Hervé, conde de Nevers; el conde de Sant Pol; el conde de Auvernia; Pierre de Auxerre; Hervé de Ginebra; Guy d’Evreux; Gaucher de Châtillon; Simón de Montfort…
La voz de Congost era chillona e inexpresiva, pero cada nombre parecía caer como una piedra en un pozo seco, reverberando por toda la sala. Eran enemigos poderosos, influyentes barones del norte y del este, con recursos, dinero y hombres a su disposición. Eran adversarios temibles, que era preciso tener en cuenta.
Poco a poco, fueron cobrando forma las dimensiones y la naturaleza del ejército que se estaba concentrando contra el sur. Incluso Pelletier, que ya había leído la lista en silencio, sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.
Se extendió por la estancia un rumor bajo y continuado: sorpresa, ira y escepticismo. Pelletier distinguió al obispo cátaro de Carcasona. Estaba escuchando con atención, con el rostro inexpresivo, rodeado de varios destacados sacerdotes cátaros, los llamados parfaits. Después, la aguda mirada del senescal localizó la expresión acongojada de Berengier de Rochefort, el obispo católico de Carcasona, semioculta bajo una capucha; estaba de pie en el lado opuesto de la Gran Sala, con los brazos cruzados, flanqueado por los sacerdotes de la catedral de Sant Nazari y otros de Sant Sarnin.
Pelletier confiaba en que, al menos de momento, Rochefort se mantuviera fiel al vizconde Trencavel y no al papa. Pero ¿por cuánto tiempo? Un hombre con la lealtad dividida no era digno de confianza. Iba a cambiar de bando, tan cierto como que el sol salía por el este y se ponía por el oeste. Pelletier se preguntó —y no era la primera vez que lo hacía— si no hubiese sido aconsejable despedir en ese momento a los clérigos, para que no oyeran nada que luego se sintieran obligados a referir a sus superiores.
—¡Podemos hacerles frente, no importa cuántos sean! —se oyó gritar al fondo—. ¡Carcasona es inexpugnable!
—¡También lo es Lastours! —exclamó otro.
Al momento hubo voces procedentes de todos los rincones de la Gran Sala, reverberando sobre cada una de sus superficies, como truenos atrapados en los valles y barrancos de la Montagne Noire.
—¡Que vengan a las colinas! —aulló un tercero—. ¡Les enseñaremos lo que es luchar!
Levantando una mano, Raymond-Roger agradeció con una sonrisa el apoyo demostrado.
—Caballeros, amigos —dijo, casi gritando para hacerse oír—, gracias por vuestro coraje y vuestra lealtad inquebrantable. —Hizo una pausa, esperando a que se disipara el alboroto—. Esos hombres del norte no nos deben ninguna fidelidad, ni nosotros a ellos, más allá de los vínculos que unen a todos los hombres de este mundo bajo Dios nuestro Señor. Sin embargo, de quien no esperaba traición es de alguien que por todos los lazos de obligación, familia y deber tendría que proteger nuestras tierras y a nuestra gente. Me refiero a mi tío y señor, Raymond, conde de Tolosa.
Un pesado silencio descendió sobre la asamblea.
—Hace unas semanas, me llegó la noticia de que mi tío se había sometido a un ritual tan humillante que me avergüenza hablar de ello. Pedí que fueran comprobados los rumores. Han resultado ser ciertos. En la gran catedral de Saint Gile, en presencia del legado del papa, el conde de Tolosa ha sido recibido de nuevo en el seno de la Iglesia católica. Desnudo de cintura para arriba, con la soga de penitente en torno al cuello, fue azotado por los sacerdotes, mientras se arrastraba de rodillas implorando perdón.
Trencavel hizo una breve pausa, esperando a que sus palabras surtieran efecto.
—Mediante esa vil degradación, fue recibido una vez más en el seno de la Santa Madre Iglesia. —Un murmullo de desprecio se extendió por el Consejo—. Pero hay más, amigos míos. No me cabe duda de que su ignominiosa actuación tenía por objeto demostrar la fortaleza de su fe y su oposición a la herejía. Sin embargo, parece que ni siquiera así ha podido evitar el peligro que él sabía próximo. Ha cedido el control de sus dominios a los legados del papa. Lo que he sabido hoy… —Hizo una pausa—. Lo que he sabido hoy es que Raymond, conde de Tolosa, se encuentra en Valença, a menos de una semana de marcha de aquí, con varios cientos de sus hombres. Solamente aguarda una orden para conducir a los invasores del norte a través del río, en Belcaire, hacia nuestras tierras. —Se detuvo una vez más—. Trae consigo la cruz de los cruzados. Caballeros, piensa marchar contra nosotros.
Finalmente, la sala estalló en gritos indignados.
—¡Silencio! —aulló Pelletier hasta quedarse sin voz, intentando en vano poner orden en el caos—. ¡Silencio, os lo ruego! ¡Silencio!
Fue una batalla desigual, una sola voz contra tantas otras.
El vizconde se adelantó hasta el borde del estrado, colocándose directamente bajo el escudo de armas de los Trencavel. Tenía las mejillas encendidas, pero sus ojos brillaban con la luz de la batalla y su rostro irradiaba desafiante bravura. Extendió los brazos abiertos, como para abarcar la sala entera y a todos cuantos estaban en ella. El gesto los hizo callar.
—Ahora me presento ante vosotros, mis amigos y aliados, con el antiguo espíritu del honor y la lealtad que a todos nos une, para pedir vuestro consejo. A los hombres del Mediodía sólo nos quedan dos caminos y muy poco tiempo para decidir cuál de los dos hemos de tomar. La pregunta es esta. Per Carcasona, per lo Miègjorn, ¿qué hemos de hacer? ¿Someternos o luchar?
Cuando Trencavel volvió a sentarse en su sitial, agotado por el esfuerzo, el ruido en la Gran Sala, a su alrededor, volvió a hacerse ensordecedor.
Pelletier no pudo contenerse. Se inclinó hacia adelante y apoyó una mano sobre el hombro del joven.
—Bien dicho, messer —dijo en tono sereno—. ¡Con cuánta nobleza habéis obrado, mi señor!