Desde su privilegiada posición en el tejado de la taberna, el chico de ojos color ámbar y cabello rubio oscuro se volvió para ver de dónde venía el alboroto.
Un mensajero subía galopando por las atestadas calles de la Cité desde la puerta de Narbona, con el más completo desprecio por quien se interpusiera en su camino. Los hombres le gritaban que desmontara. Las mujeres apartaban a sus hijos de debajo de los cascos del caballo. Un par de perros que andaban sueltos se abalanzaron sobre el corcel, ladrando, gruñendo e intentando morderle la grupa. El jinete no les prestó atención.
El caballo sudaba terriblemente. Incluso a tanta distancia, Sajhë podía ver líneas de espuma blanca en la cruz y en los belfos del animal. Con un brusco viraje, el jinete se encaminó hacia el puente que conducía al Château Comtal.
Sajhë se puso de pie para ver mejor, en precario equilibrio sobre el borde afilado de las tejas desiguales, a tiempo para ver al senescal Pelletier saliendo de entre las torres de la puerta, montado sobre un corpulento caballo gris, seguido de Alaïs, también a caballo. La joven le pareció preocupada, y se preguntó qué habría ocurrido y adonde irían. No iban vestidos para cazar.
A Sajhë le gustaba Alaïs. Solía hablar con él cuando iba a visitar a su abuela, Esclarmonda, a diferencia de otras muchas damas de la casa, que fingían no verlo, demasiado ansiosas por las pociones y medicinas que iban a pedirle a la menina, a la «abuela», y que esta les preparaba para bajar la fiebre, reducir una hinchazón o provocar un parto, o bien para resolver asuntos del corazón.
Pero en todos los años que llevaba adorando a Alaïs, Sajhë nunca la había visto tan trastornada como acababa de verla. El chico bajó arrastrándose por las tejas rojizas hasta el borde del techo, desde donde se dejó caer para ir a aterrizar, con un golpe seco, casi encima de una cabra que estaba atada a un carro volteado.
—¡Eh! ¡Más cuidado con lo que haces! —le gritó una mujer.
—¡Si ni siquiera la he tocado! —exclamó él, alejándose a toda prisa del radio de alcance de su escoba.
La Cité vibraba con los colores, los olores y los sonidos de un día de mercado. Los postigos de madera chocaban contra los muros de piedra en cada calle y calleja, mientras las señoras y criadas abrían las ventanas al aire, antes de que el calor se volviera demasiado agobiante. Los toneleros vigilaban a sus aprendices, que hacían rodar sus barriles por el empedrado, traqueteando, saltando y dando tumbos, en competencia para llegar a las tabernas antes que sus rivales. Los carros se sacudían torpemente por el terreno desigual, con las ruedas chirriando y atascándose de vez en cuando, en un estruendoso recorrido hacia la plaza Mayor.
Sajhë conocía todos los atajos de la Cité y se movía con soltura entre la maraña de brazos y piernas, escabullándose entre rebaños de ovejas y cabras, entre mulas y burros cargados de cestas y mercancías, y entre piaras de cerdos que circulaban a paso lento y perezoso. Un chico mayor de expresión colérica iba conduciendo un insumiso grupo de ocas, que trompeteaban, se picaban entre sí y lanzaban picotazos a las piernas de dos niñas que tenían cerca. Sajhë les hizo un guiño a las chicas e intentó hacerlas reír. Se situó detrás de la más fea de las aves y aleteó con los brazos.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —le gritó el chico de las ocas—. ¡Fuera, fuera!
Las niñas soltaron una carcajada. Sajhë imitó el trompeteo de las aves, justo en el preciso instante en que la vieja oca gris se daba la vuelta, alargaba el cuello y resoplaba malignamente en la cara del chico.
—Te está bien empleado, pèc —dijo el muchacho—. «¡Idiota!»
Sajhë dio un salto atrás, para sustraerse al amenazador pico anaranjado.
—Deberías controlarlas mejor.
—Sólo los bebés tienen miedo de las ocas —replicó el chico con sorna, haciendo frente a Sajhë—. ¿Te dan miedo las ocas, nenon?
—Yo no tengo miedo —se ufanó Sajhë—. Pero ellas sí —añadió, señalando a las dos niñas escondidas detrás de las faldas de su madre—. Deberías tener más cuidado.
—Y a ti qué te importa lo que yo haga, ¿eh?
—Sólo te digo que tengas más cuidado.
El otro chico se acercó un poco más, sacudiendo la vara delante de la cara de Sajhë.
—¿Y quién va a obligarme? ¿Tú?
El chico le sacaba la cabeza a Sajhë y su piel era una masa de magulladuras y marcas rojizas. Sajhë dio un paso atrás y levantó las manos.
—He dicho que quién va a obligarme —repitió el chico, poniéndose en guardia para pelear.
Las palabras habrían cedido paso a los puños de no haber sido porque un viejo borracho que dormitaba contra una pared se despertó y empezó a vociferarles que se marcharan y lo dejaran en paz. Sajhë aprovechó la distracción para esfumarse.
El sol acababa de trepar a los tejados de las casas más altas, inundando de listones de luz algunos tramos de la calle y haciendo resplandecer la herradura que colgaba sobre la puerta del taller del herrero. Sajhë se detuvo y miró al interior, sintiendo en la cara el calor de la fragua, incluso desde la calle.
Había unos cuantos hombres esperando su turno alrededor de la forja, así como varios escuderos con los yelmos, los escudos y las cotas de sus amos, todo lo cual requería atención. El chico supuso que el herrero del castillo debía de estar desbordado de trabajo.
Sajhë no tenía la cuna ni la estirpe para servir de paje, pero eso no le impedía soñar con llegar a ser chevalier algún día, con sus propios colores. Sonrió a un par de chicos de su edad, pero ellos hicieron como que no lo veían, como hacían siempre y seguirían haciendo.
El niño se dio la vuelta y se alejó.
La mayoría de los vendedores del mercado acudían todas las semanas y se instalaban siempre en el mismo sitio. El olor a grasa caliente llenó la nariz de Sajhë en el instante en que pisó la plaza. Se quedó remoloneando en un tenderete donde un hombre freía tortitas, dándoles vueltas sobre una reja caliente. El olor del espeso guiso de alubias y del tibio pan mitadenc, hecho con la misma cantidad de trigo que de cebada, le abrió el apetito. Pasó junto a puestos donde vendían hebillas y caperuzas, pieles, cueros y paños de lana, mercancías locales y otros artículos más exóticos, como cinturones y monederos de Córdoba o de lugares todavía más lejanos, pero no se paró a mirar. Se detuvo en cambio un momento delante de un puesto que ofrecía tijeras para esquilar y cuchillos, antes de continuar hasta el rincón de la plaza donde se concentraba la mayoría de los corrales para animales. Siempre había allí gran cantidad de pollos y capones en jaulas de madera, y a veces alondras y jilgueros, que silbaban y gorjeaban. Sus preferidos eran los conejos, amontonados unos junto a otros formando una pila de pelos blancos, negros y marrones.
Sajhë pasó delante de los tenderetes de grano y sal, carne en salazón, cerveza y vino, hasta llegar a un puesto de hierbas y especias exóticas. Delante de la mesa había un mercader. El chico nunca había visto a un hombre tan alto y negro como aquel. Vestía una túnica larga, de un azul iridiscente, un turbante de seda brillante, y puntiagudas babuchas rojas y doradas. Tenía la tez aún más oscura que la de los gitanos que llegaban de Navarra y Aragón, atravesando las montañas. Sajhë supuso que debía de ser sarraceno, aunque nunca había visto ninguno.
El mercader había desplegado su mercancía formando un círculo: verdes y amarillos, naranjas, castaños, rojos y ocres. Al frente había romero y perejil, ajo, caléndula y lavanda, pero al fondo estaban las especias más caras, cardamomo, nuez moscada y azafrán. Sajhë no reconoció ninguna de las otras, pero ardía en deseos de contarle lo visto a su abuela.
Estaba a punto de acercarse un poco más para ver mejor, cuando el sarraceno rugió con voz atronadora. Su mano oscura y pesada acababa de aferrar la muñeca de un ladronzuelo que había intentado sustraerle una moneda del saquillo bordado que llevaba colgado de la cintura, en el extremo de una cuerda roja trenzada. Le dio al pillastre un bofetón que le hizo volver la cara y lo lanzó contra una mujer que venía detrás y que a su vez soltó un alarido. En seguida empezó a congregarse una pequeña muchedumbre.
Sajhë se escabulló del lugar. No quería meterse en líos.
Dejó atrás la plaza y se encaminó hacia la taberna de Sant Joan dels Evangèlis. Como no llevaba dinero, había concebido el vago proyecto de ofrecerse para hacer algún recado a cambio de una taza de caldo. Entonces oyó que alguien lo llamaba por su nombre.
Sajhë se volvió y vio a na Martí, una amiga de su abuela, sentada en su tenderete con su marido, haciéndole señas para que se acercara. Ella era hilandera y su marido, cardador, y casi todas las semanas se instalaban en el mismo sitio, para peinar la lana, hilarla y preparar las madejas.
El chico le devolvió el saludo. Al igual que Esclarmonda, na Martí era seguidora de la nueva iglesia. Su marido, el sènher Martí, no era uno de los fieles, pero el día de Pentecostés había estado en casa de Esclarmonda con su esposa, escuchando la prédica de los bons homes.
Na Martí le revolvió el pelo.
—¿Qué tal estás, muchacho? ¡Cuánto has crecido! ¡Casi no te reconozco!
—Bien, gracias —le respondió él sonriendo. Después se volvió hacia el marido, que estaba peinando la lana en madejas listas para vender—. Bonjorn, sènher.
—¿Y Esclarmonda? —prosiguió na Martí—. ¿También está bien? ¿Mirando por todos, como siempre?
El chico sonrió.
—Como siempre.
—Ben, ben.
Sajhë se sentó, con las piernas cruzadas, a los pies de la mujer, y se puso a contemplar la rueda de la rueca, dando vueltas y más vueltas.
—Na Martí —dijo al cabo de un rato—, ¿por qué ya no venís a orar con nosotros?
El sènher Martí detuvo lo que estaba haciendo y cruzó con su esposa una mirada inquieta.
—Oh, ya sabes cómo es esto —replicó na Martí rehuyendo sus ojos—. ¡Tenemos tanto trabajo últimamente! No es fácil hacer el viaje a Carcasona con tanta frecuencia como quisiéramos.
Ajustó el huso y siguió hilando, mientras el balanceo del pedal llenaba el silencio que había caído entre ellos.
—La menina os echa de menos.
—Yo también, pero las amigas no siempre pueden estar juntas.
Sajhë frunció el entrecejo.
—Pero entonces, ¿por qué…?
El sènher Martí le dio un golpecito seco en el hombro.
—No hables tan alto —dijo en voz baja—. Estas cosas no deben salir de entre nosotros.
—¿Qué cosas no deben salir de entre nosotros? —preguntó el chico desconcertado—. Yo solamente…
—Ya te hemos oído, Sajhë —dijo el sènher Martí, mirando por encima del hombro—. Todo el mercado te ha oído. Ahora ya basta de hablar de prédicas, ¿me has entendido?
Sin comprender qué había podido decir que hiciera enfadar tanto al sènher Martí, Sajhë se puso en pie rápidamente y trastabillando. Na Martí se volvió hacia su marido. Parecían haber olvidado su presencia.
—Eres demasiado duro con él, Rogier —dijo ella en un susurro—. No es más que un chiquillo.
—Basta con que uno solo se vaya de la lengua para que nos encierren con los demás. No podemos correr ningún riesgo. Si la gente piensa que nos juntamos con herejes…
—¡Vaya con el hereje! —le replicó ella—. ¡Si no es más que un niño!
—No me refiero al chico. Hablo de Esclarmonda. Todo el mundo sabe que es una de ellos. Y si se llega a saber que hemos ido a orar a su casa, nos acusarán de ser seguidores de los bons homes y nos juzgarán a nosotros también.
—Entonces, ¿qué? ¿Abandonamos a nuestros amigos? ¿Solamente porque has oído unas cuantas historias que te han metido miedo?
El sènher Martí bajó el tono de voz.
—Lo único que digo es que debemos tener cuidado. Ya sabes lo que andan diciendo. Que viene un ejército a expulsar a los herejes.
—Hace años que lo dicen. Le das demasiada importancia. En cuanto a los «hombres de Dios», los legados del papa, ya sabes que llevan años dando vueltas por estos parajes y de momento no han hecho más que matarse a beber. De ahí nunca saldrá nada. Deja que los obispos se peleen entre ellos, mientras los demás seguimos viviendo nuestra vida.
Se volvió, dándole la espalda a su marido.
—No le hagas caso —le dijo a Sajhë, mientras le apoyaba una mano en el hombro—. Tú no has hecho nada malo.
Sajhë bajó los ojos, para que no notara que estaba llorando.
Na Martí prosiguió la conversación, en un tono artificialmente animado.
—Bien, bien. ¿No me decías un día que querías comprarle un regalo a Alaïs? ¿Qué te parece si le buscamos algo?
Sajhë asintió con la cabeza. Sabía que sólo intentaba reconfortarlo, pero se sentía confundido y turbado.
—No tengo nada con qué pagar —dijo.
—Por eso no te preocupes. Estoy segura de que por esta vez podemos pasar por alto ese detalle. Ven, echa un vistazo —lo animó na Martí, recorriendo con los dedos las madejas multicolores—. ¿Qué te parece esta? ¿Crees que le gustará? Es justo del color de sus ojos.
Sajhë palpó las delicadas hebras cobrizas.
—No sé, no estoy seguro.
—Pues yo creo que sí le gustará. ¿Te la envuelvo?
Se volvió en busca de un trozo cuadrado de paño para proteger la madeja. Como no quería parecer desagradecido, Sajhë trató de pensar en algo inocuo que decir.
—Hace un rato la he visto.
—¿Ah, sí? ¿Has visto a Alaïs? ¿Cómo está? ¿Iba su hermana con ella?
El chico hizo una mueca.
—No. Pero aun así no parecía muy contenta.
—Bien —dijo na Martí—. Si la has visto decaída, es el mejor momento para hacerle un regalo. La animará. Alaïs suele venir al mercado por la mañana, ¿no es así? Si mantienes los ojos bien abiertos y prestas atención, seguro que te la encuentras.
Feliz de poder abandonar la tensa compañía, Sajhë se metió el paquete debajo de la camisa y se despidió. Después de un par de pasos, se volvió para saludar. El sènher Martí y su mujer estaban de pie, uno junto a otro, mirándolo sin decir nada.
El sol estaba alto en el cielo. Sajhë iba de aquí para allá, preguntando por Alaïs. Nadie la había visto.
Tenía hambre y ya había decidido volver a casa, cuando de pronto divisó a la chica, de pie delante de un puesto donde vendían queso de cabra. Corrió hacia ella y se le acercó sigilosamente por detrás, para echarle los brazos a la cintura.
—Bonjorn.
Alaïs se dio la vuelta y lo recompensó con una amplia sonrisa, al ver que era él.
—¡Sajhë! —exclamó, dándole unas palmaditas en la cabeza—. ¡Me has sorprendido!
—Te he estado buscando por todas partes —sonrió él—. ¿Estás bien? Te he visto antes. Parecías preocupada.
—¿Antes?
—Salías del castillo a caballo, con tu padre. Poco después de que entrara el mensajero.
—Ah, òc —dijo ella—. Tranquilo, estoy bien. Es sólo que he tenido una mañana agotadora. Pero me alegro de ver tu preciosa carita —añadió, dándole un beso en la coronilla que le encendió las mejillas y lo obligó a concentrar furiosamente la vista en los pies para que ella no lo notara—. Y ya que estás aquí, ayúdame a elegir un buen queso.
Los lisos y redondos quesos frescos de cabra estaban dispuestos siguiendo una pauta perfectamente regular, sobre un lecho de paja prensada, en unas bandejas de madera. Las piezas más secas, de corteza amarillenta, eran de sabor más fuerte y tenían tal vez unos quince días. Las otras, de fabricación más reciente, relucían húmedas y blandas. Alaïs preguntó los precios, señalando esta o aquella pieza y pidiendo consejo a Sajhë, hasta que por fin encontraron la que ella quería. La joven le dio una moneda para que se la entregara al vendedor, mientras ella sacaba una tabla de madera lustrada en la que colocar el queso.
Los ojos de Sajhë relampaguearon de sorpresa cuando vio el motivo grabado en el reverso de la tabla. ¿Por qué tenía aquello Alaïs? ¿Cómo? En su confusión, dejó caer al suelo la moneda. Turbado, se agachó bajo la mesa para ganar tiempo. Cuando volvió a incorporarse, notó aliviado que Alaïs no se había percatado de nada, por lo que apartó el asunto de su mente. En lugar de pensar en eso, una vez concluida la transacción, hizo acopio de valor para darle el regalo a Alaïs.
—Tengo una cosa para ti —le dijo con timidez, colocando bruscamente el paquete en sus manos.
—¡Qué amable! —exclamó ella—. ¿Me lo envía Esclarmonda?
—No, yo.
—¡Qué encantadora sorpresa! ¿Puedo abrirlo?
El chico asintió, con expresión seria pero con los ojos brillantes de expectación mientras Alaïs desenvolvía con cuidado el paquete.
—¡Oh, Sajhë, es preciosa! —dijo la joven, levantando la madeja de reluciente lana castaña—. Es una preciosidad.
—No la he robado —se apresuró a decir el chico—. Na Martí me la ha dado. Creo que intentaba resarcirme.
En el instante en que las palabras abandonaron su boca, Sajhë lamentó haberlas pronunciado.
—¿Resarcirte de qué? —replicó Alaïs prestamente.
Justo entonces se oyó un grito. No lejos de donde ellos estaban, un hombre señaló hacia arriba. Grandes pájaros negros surcaban a baja altura el cielo de la ciudad, de oeste a este, en una bandada que dibujaba la forma de una flecha. El sol arrancaba destellos de su oscuro y brillante plumaje, como chispas de un yunque. Alguien a su lado dijo que se trataba de un presagio, aunque nadie sabía si bueno o malo.
Sajhë no solía creer en ese tipo de supersticiones, pero esa vez se estremeció. Alaïs también pareció sentir algo, porque rodeó con un brazo los hombros del chico y lo atrajo hacia ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Res —respondió ella con excesiva premura. «Nada».
En lo alto, ajenas al mundo de los hombres, las aves prosiguieron su vuelo, hasta convertirse en una mera mancha borrosa en el cielo.