CAPITULO 3

El senescal Pelletier estaba en una de las despensas del sótano, junto a las cocinas, terminando el inventario semanal de las reservas de grano y harina. Para su satisfacción, comprobó que no había nada mohoso.

Bertran Pelletier llevaba más de dieciocho años al servicio del vizconde Trencavel. Corría el frío invierno de 1191 cuando recibió la orden de regresar a su Carcasona natal para asumir el cargo de senescal del pequeño Raymond-Roger, que a sus nueve años acababa de heredar los dominios de la casa Trencavel. Llevaba cierto tiempo esperando el mensaje, por lo que acudió de buen grado, acompañado de su esposa francesa, gestante y de su hija de dos años. La humedad y el frío de Chartres nunca le habían gustado. Lo que encontró fue un chico maduro para su edad, desolado por la pérdida de sus padres, debatiéndose por sobrellevar la responsabilidad que había caído sobre sus jóvenes hombros.

Desde entonces, Bertran había estado junto al vizconde Trencavel, primero en casa del tutor de Raymond-Roger, Bertran de Saissac, y a continuación bajo la protección del conde de Foix. Cuando Raymond-Roger cumplió la mayoría de edad y regresó al Château Comtal para asumir la posición de vizconde de Carcasona, Béziers y Albí que legítimamente le correspondía, Pelletier estaba a su lado.

Como senescal, Pelletier era responsable del buen funcionamiento de la casa. Se ocupaba de la administración, la justicia y la recaudación de impuestos, efectuada en nombre del vizconde por los cónsules, que a su vez se ocupaban de los asuntos de Carcasona. Más importante aún, era el reconocido confidente, consejero y amigo del vizconde. Nadie tenía tanta influencia sobre el joven como él.

El Château Comtal estaba lleno de huéspedes distinguidos y cada día llegaban más: los señores de los castillos más importantes de los dominios de Trencavel, con sus esposas, y los más valientes y famosos chevaliers del Mediodía. Los mejores juglares y trovadores habían sido invitados al tradicional torneo de verano, que se convocaba para la fiesta de Sant Nazari, a finales de julio. Teniendo en cuenta la sombra de guerra que se cernía desde hacía más de un año, el vizconde había decidido que el deleite de sus huéspedes fuera grande y que aquel torneo fuera el más memorable de su mandato.

Pelletier, por su parte, había resuelto no dejar nada librado al azar. Cerró la puerta del granero con una de las muchas y pesadas llaves que llevaba colgadas de un aro metálico en la cintura y se alejó por el pasillo.

—Ahora, la bodega —le dijo a François, su criado—. El vino del último tonel estaba rancio.

Pelletier recorrió a grandes zancadas el pasillo, deteniéndose brevemente para observar las salas por las que iban pasando. El almacén de la ropa blanca, oloroso a lavanda y tomillo, estaba desierto, como esperando la llegada de alguien que le devolviera la vida.

—¿Están lavados y listos para la mesa esos manteles?

Òc, messer.

En la despensa frente a la bodega, al pie de la escalera, unos hombres pasaban trozos de carne por la saladera. Después colgaban algunos cortes de los ganchos de metal que pendían del techo y metían otros en los toneles durante un día más. En una esquina, un hombre ensartaba setas, ajos y cebollas en cordeles y los ponía a secar.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y guardaron silencio cuando entró Pelletier. Algunos de los criados más jóvenes se pusieron de pie desmañadamente. El senescal no dijo nada; se limitó a mirar, abarcando todo el recinto con su mirada aguda, antes de hacer un gesto de aprobación y proseguir su camino.

Estaba abriendo el cerrojo de la bodega, cuando oyó un griterío y ruido de carreras en el piso de arriba.

—Ve a ver qué ocurre —dijo en tono irritado—. No puedo trabajar con tanto alboroto.

Òc, messer.

François se dio la vuelta y subió corriendo la escalera para investigar.

Pelletier empujó la pesada puerta y entró en la bodega, fresca y oscura, donde aspiró el perfume familiar de la madera húmeda y el olor punzante y agrio del vino y la cerveza derramados. Fue recorriendo lentamente los pasillos hasta localizar los toneles que buscaba. Cogió un vaso de barro de la bandeja preparada en la mesa y aflojó la espita. Lo hizo despacio y con cuidado, para no perturbar el equilibrio del interior del barril.

Un ruido fuera, en el pasillo, hizo que se le erizaran los pelillos de la nuca. Dejó el vaso. Alguien lo llamaba por su nombre. Alaïs. Había ocurrido algo.

Pelletier atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par.

Alaïs bajaba la escalera a toda prisa, como perseguida por una jauría de perros, y François iba detrás de ella.

Advirtiendo la gris presencia de su padre entre los barriles de vino y cerveza, la joven lanzó una exclamación de alivio. Se arrojó en sus brazos y hundió en su pecho el rostro arrasado por las lágrimas. El olor familiar y reconfortante le reavivó las ganas de llorar.

—En nombre de Sainte Foy, ¿qué ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has hecho daño? ¡Habla!

Alaïs distinguió el tono de alarma en la voz de su padre. Retrocedió un poco e intentó hablar, pero las palabras estaban atrapadas en la garganta y se resistían a salir.

—Padre, yo…

Los ojos del senescal rebosaban de interrogantes, viendo el aspecto desaliñado y la ropa manchada de su hija. Por encima de la cabeza de ella, miró a François, en busca de una explicación.

—He encontrado así a dòmna Alaïs, messer

—¿Y no ha dicho nada de la causa de este… del motivo de su aflicción?

—No, messer. Sólo que la trajera ante vos sin demora.

—Muy bien. Ahora vete. Te llamaré si te necesito.

Alaïs oyó que la puerta se cerraba. Después sintió el pesado contacto del brazo de su padre sobre sus hombros. El senescal la condujo hasta el banco que se extendía a lo largo de todo un lado de la bodega y la hizo sentar en él.

—Por favor, filha —dijo en tono más suave, alargando una mano para apartar un mechón de la cara de la joven—. Esto no es propio de ti. Cuéntame lo ocurrido.

Una vez más, Alaïs intentó controlarse, detestando ser motivo de ansiedad y preocupación para su padre. Con el pañuelo que él le tendía se frotó las mejillas manchadas y se secó los ojos enrojecidos.

—Anda, bebe —le dijo él, poniendo entre sus manos un vaso de vino, antes de sentarse a su lado. Los viejos tablones de madera crujieron y se combaron bajo su peso—. François ya se ha ido. Estamos solos tú y yo. Tienes que controlarte y contarme qué ha sucedido para alterarte tanto. ¿Es algo que ha hecho Guilhelm? ¿Te ha ofendido? Porque si es así, te juro que…

—Guilhelm no tiene nada que ver con esto, paire —se apresuró a aclarar Alaïs—. Nadie tiene nada que ver.

Levantó la vista para mirar a su padre y en seguida volvió a bajar la mirada, turbada y humillada por presentarse ante él en ese estado.

—Entonces, ¿qué? —insistió él—. ¿Cómo voy a ayudarte si no me dices lo que ha ocurrido?

La joven tragó saliva, sintiéndose culpable y conmocionada a la vez. No sabía por dónde empezar.

Pelletier le cogió las manos entre las suyas.

—Estás temblando, Alaïs.

Ella podía distinguir la preocupación y el afecto en la voz de su padre, así como el esfuerzo que estaba haciendo para controlar el miedo.

—¡Y mírate la ropa! —prosiguió el senescal, levantando entre los dedos el borde de su vestido—. Mojada. Cubierta de barro.

Alaïs notaba su cansancio, su honda inquietud. Por mucho que intentara disimularlo, su padre aún no daba crédito a su colapso nervioso. Las arrugas de su frente eran surcos profundos. ¿Cómo no había reparado antes en los cabellos grises que ahora tenía en las sienes?

—Hasta ahora nunca he visto que te quedaras sin palabras —le dijo él, intentando sacarla de su silencio—. Tienes que contarme lo ocurrido.

Su expresión estaba tan llena de amor y confianza que le llegó al corazón.

—Temo vuestro enfado, paire. En realidad, tenéis todo el derecho a enfadaros.

El senescal endureció la expresión, pero mantuvo la sonrisa.

—Te prometo que no te regañaré, Alaïs. Ahora, ánimo. Habla.

—¿Ni aunque os diga que he ido al río?

Su padre dudó por un momento, pero su voz no vaciló.

—Ni aun así.

«Cuanto antes se lo diga, antes acabaremos con esto». Alaïs entrelazó las manos sobre el regazo.

—Esta mañana, poco antes del amanecer, bajé al río, a un lugar donde suelo ir a recoger hierbas.

—¿Sola?

—Sí, sola —replicó ella, mirándolo a los ojos—. Ya sé que os di mi palabra, paire, y os pido perdón por mi desobediencia.

—¿Andando?

Ella asintió con la cabeza, y aguardó hasta que él le hizo un gesto para que continuara.

—Me quedé un rato. No vi a nadie. Estaba recogiendo mis cosas para volver, cuando observé algo en el agua que me pareció un atado de ropa, ropa de buena calidad. Pero en realidad… —Alaïs se interrumpió, sintiendo que el color se le retiraba de las mejillas—. En realidad era un cadáver —prosiguió—. Un hombre bastante mayor. Con el pelo rizado y oscuro. Al principio pensé que se habría ahogado. No lo veía bien. Pero entonces advertí que tenía un corte en la garganta.

La postura del senescal se volvió más rígida.

—¿Has tocado el cadáver?

Alaïs sacudió la cabeza.

—No, pero… —Bajó la vista, turbada—. El espanto de haberlo encontrado… Me temo que perdí la cabeza y eché a correr, dejando todo atrás. Mi único pensamiento era huir y venir a contaros lo que había visto.

Su padre volvió a fruncir el ceño.

—¿Y dices que no has visto a nadie?

—A nadie. Todo estaba completamente desierto. Pero cuando vi el cadáver, tuve miedo de que los hombres que lo habían matado todavía anduvieran cerca —dijo ella con voz temblorosa—. Imaginaba sus miradas sobre mí, observándome. O eso fue lo que pensé.

—Entonces, ¿no has sufrido ningún daño? —dijo él cautelosamente, eligiendo con cuidado las palabras—. ¿Nadie te ha agraviado? ¿No has sido objeto de ninguna afrenta?

Ella entendió perfectamente lo que intentaba decirle su padre, porque de inmediato se le encendieron las mejillas.

—Ningún daño, salvo mi orgullo herido y… la pérdida de vuestra confianza.

Alaïs vio el alivio pintado en la cara de su padre, que sonrió. Por primera vez desde el inicio de la conversación, la mirada del senescal fue serena.

—Bien —dijo él con un lento suspiro—, dejando al margen de momento tu temeridad, Alaïs, y tu desobediencia… Dejando eso al margen, has hecho lo correcto al venir a contármelo.

Tendió los brazos y cogió las manos de su hija, rodeando con sus grandes manazas los dedos menudos y delgados de Alaïs. Su piel tenía el tacto del cuero curtido.

Alaïs sonrió, agradecida por su indulgencia.

—Lo siento, paire. Tenía intención de cumplir mi promesa, pero es que…

Su padre interrumpió la disculpa con un ademán.

—No se hable más de eso. En cuanto a ese desdichado, no hay nada que hacer. Los ladrones hace tiempo que se habrán marchado. Sería raro que se quedaran por aquí, arriesgándose a ser descubiertos.

Alaïs frunció el ceño. El comentario de su padre había removido algo que se había quedado como al acecho bajo la superficie de su mente. Cerró los ojos y se vio a sí misma de pie en el agua fría, paralizada por la presencia del cadáver.

—Eso es lo raro, paire —dijo lentamente—. No creo que hayan sido bandidos. No se llevaron la casaca, que era muy hermosa y parecía de valor. Y todavía tenía las joyas. Pulseras de oro, sortijas… Si hubiesen sido ladrones, habrían limpiado el cadáver.

—¿No acabas de decirme que no has tocado el cuerpo? —replicó su padre secamente.

—Y no lo hice. Pero vi sus manos bajo el agua, eso es todo. Joyas. Muchas sortijas, padre. Una pulsera de oro, hecha de varias cadenas entrelazadas. Y un collar parecido. ¿Por qué iban a dejarle esas cosas?

Alaïs se interrumpió, recordando las espectrales manos que se tendían para tocarla, y la sangre y el hueso astillado allí donde hubiese debido estar el pulgar. Empezó a darle vueltas la cabeza. Se recostó en la pared húmeda y fría, y se obligó a concentrarse en la madera dura del banco que soportaba su peso y en el agrio olor de los barriles en su nariz, hasta superar el aturdimiento.

—No había sangre —añadió—. Una herida abierta, roja como un trozo de carne. —Tragó saliva—. Le faltaba el dedo pulgar. Era…

—¿Le faltaba? —la interrumpió su padre secamente—. ¿Qué quieres decir con eso de que le faltaba?

Alaïs levantó la vista, sorprendida por el cambio de tono.

—Se lo habían cortado. Se lo habían rebanado.

—¿De qué mano, Alaïs? —preguntó él, que ya no disimulaba el tono apremiante de su voz—. Piénsalo. Es importante.

—No estoy…

Parecía como si él no la oyera.

—¿De qué mano? —insistió.

—La mano izquierda. La izquierda, estoy segura. Era la que yo tenía más cerca. Y el cadáver estaba mirando río arriba.

Pelletier atravesó a zancadas la estancia, llamando a gritos a François, y abrió la puerta de un empujón. Alaïs también se puso en pie de un salto, sacudida por la actitud apremiante de su padre y desconcertada por lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué sucede? Decídmelo, os lo imploro. ¿Qué importancia tiene que fuera la mano izquierda o la derecha?

—Prepara de inmediato los caballos, François. Mi bayo castrado, la yegua gris de dòmna Alaïs y una montura para ti.

La expresión de François era tan impasible como siempre.

—Así se hará, messer. ¿Vamos lejos?

—Sólo hasta el río. —Le hizo un gesto para que se fuera—. ¡Date prisa, hombre! Y trae mi espada y una capa limpia para dòmna Alaïs. Nos reuniremos contigo en el pozo.

En cuanto François se hubo alejado lo suficiente como para no oírlos, Alaïs corrió hacia su padre. Este rehuyó su mirada; se fue hacia los toneles y, con mano temblorosa, se sirvió un poco de vino. El líquido rojo y espeso se derramó del vaso de barro y salpicó la mesa, manchando la madera.

Paire —suplicó ella—, decidme qué ocurre. ¿Por qué tenéis que ir al río? Seguramente no es asunto para vos. Dejad que vaya François. Puedo indicarle el lugar.

—No lo entiendes.

—Entonces explicádmelo, para que lo entienda. Confiad en mí.

—Tengo que ver yo mismo el cadáver, averiguar si…

—¿Averiguar qué? —le instó Alaïs.

—No, no —dijo él, sacudiendo de un lado a otro la cabeza cana—. Tú no puedes… —empezó, con una voz que se desvaneció antes de terminar la frase.

—Pero…

El senescal levantó una mano, dueño una vez más de sus emociones.

—Ya basta, Alaïs. Tienes que hacer lo que te diga. Ojalá pudiera ahorrártelo, pero no puedo. No me queda otro remedio. —Le tendió el vaso—. Bebe esto —añadió—. Te dará fuerzas, te dará valor.

—No tengo miedo —protestó ella, ofendida de que su padre tomara por cobardía su renuencia—. No me da miedo ver un muerto. Fue la sorpresa lo que antes me alteró hasta ese punto. —Y tras un momento de vacilación—: Pero os suplico, messer, que me digáis por qué…

Pelletier se volvió hacia ella.

—¡Basta ya! —le gritó.

Alaïs retrocedió, como si le hubiera dado una bofetada.

—Perdóname —dijo él de inmediato—. No soy dueño de mis actos —añadió, mientras alargaba una mano para rozarle una mejilla—. Ningún hombre podría pedir una hija más noble y leal que tú.

—Entonces, ¿por qué no confiáis en mí?

El senescal vaciló y, por un momento, Alaïs creyó que lo había persuadido para que hablara. Después, la misma expresión impenetrable volvió a adueñarse de su rostro.

—Tú sólo enséñame dónde está —dijo con una voz que sonaba hueca—. El resto queda en mis manos.

Cuando salieron a caballo por la puerta del oeste del Château Comtal, las campanas de Sant Nazari estaban dando la tercia.

El senescal abría la marcha, con Alaïs y François detrás. La joven estaba desolada, agobiada por la culpa de que sus acciones hubiesen precipitado aquel extraño cambio en su padre y a la vez frustrada por no entenderlo.

Recorrieron el estrecho y sinuoso sendero de tierra reseca que descendía por la abrupta pendiente, al pie de la muralla de la Cité, y que una y otra vez parecía volver sobre sí mismo en pronunciados recodos. Cuando llegaron al llano, acomodaron el paso a un medio galope.

Siguieron el curso de la corriente, río arriba. Un sol despiadado les castigaba la espalda mientras se adentraban en los pantanos. Enjambres de mosquitos diminutos y de negros tábanos de la ciénaga flotaban en el aire, sobre los riachuelos y las charcas de agua turbia. Los caballos batían el suelo con los cascos y sacudían la cola, tratando de impedir que la miríada de insectos picadores acribillaran el fino manto estival.

Alaïs vio un grupo de mujeres que lavaban la ropa en la sombreada ribera, del otro lado del Aude; metidas en el agua hasta la cintura, golpeaban las prendas sobre las grises rocas planas. Había un monótono retumbo de ruedas, procedente del único puente de madera que unía los pantanos y las ciudades del norte con Carcasona y sus suburbios. Otros vadeaban el río por el punto menos profundo, formando una corriente ininterrumpida de campesinos y mercaderes. Algunos llevaban niños cargados sobre los hombros y otros traían mulas o rebaños de cabras, pero todos se dirigían al mercado de la plaza mayor.

Alaïs y sus acompañantes cabalgaban en silencio. Cuando pasaron de los espacios abiertos de los pantanos a la sombra de los sauces de la ciénaga, la joven se dejó llevar por la marea de sus pensamientos. Reconfortada por el familiar movimiento de su cabalgadura, así como por el canto de los pájaros y la charla interminable de las cigarras entre los juncos, estuvo a punto de olvidar el propósito de la expedición.

Su aprensión regresó cuando alcanzaron los límites del bosque. Situándose uno detrás de otro, prosiguieron su tortuoso recorrido entre los árboles. Su padre se volvió brevemente para sonreírle. Alaïs se lo agradeció. Estaba nerviosa, alerta, pendiente de la menor señal de alarma. Los sauces de los pantanos parecían alzarse en maligna actitud sobre su cabeza y, en su imaginación, las oscuras sombras tenían ojos que los miraban pasar y aguardaban. Cada crujido del sotobosque, cada batir de alas le aceleraba el pulso.

Alaïs no sabía bien lo que esperaba encontrar, pero cuando llegaron al claro, todo estaba quieto y en calma. Su capazo seguía bajo los árboles, tal como lo había dejado, con los extremos de las plantas sobresaliendo de los envoltorios de paño. Desmontó, le entregó las riendas a François y se dirigió hacia el río. Sus herramientas estaban intactas, donde se habían quedado.

La sobresaltó el contacto de la mano de su padre sobre el codo.

—Muéstrame dónde está —le dijo él.

Sin decir palabra, la joven condujo a su padre por la orilla, hasta el lugar que buscaba. Al principio no vio nada, y por un breve instante se preguntó si no habría sido una pesadilla. Pero allí, flotando en el agua entre los juncos, un poco más río arriba que antes, estaba el cadáver.

Lo señaló.

—Ahí. Junto a la consuelda.

Para su asombro, en lugar de llamar a François, su padre se quitó la capa y se adentró andando en el río.

—Tú quédate aquí —le dijo por encima del hombro.

Alaïs se sentó en la orilla, con las rodillas flexionadas bajo la barbilla, observando cómo su padre avanzaba laboriosamente por la zona baja del río, sin prestar atención al agua que lo salpicaba hasta más arriba de las botas. Cuando llegó al cadáver, se detuvo y desenvainó la espada. Dudó un instante, como preparándose para lo peor, y después, con el extremo de la hoja, levantó cuidadosamente del agua el brazo izquierdo del hombre. La mano mutilada, hinchada y azul, se mantuvo un momento en equilibrio y después resbaló por la plateada hoja plana de la espada, hasta la empuñadura, como animada de vida propia. Finalmente volvió a hundirse en el río con un chapoteo sordo.

El senescal envainó la espada, se inclinó y volvió el cadáver boca arriba. El cuerpo fluctuó en el agua, con la cabeza agitándose pesadamente, como si intentara desprenderse del cuello.

Alaïs apartó en seguida la mirada. No quería ver la huella de la muerte en la cara del desconocido.

El estado de ánimo de su padre fue muy diferente en el camino de vuelta a Carcasona. Estaba notoriamente aliviado, como si se hubiese quitado un peso de encima. Iba hablando con François de cosas sin importancia y, cada vez que su mirada se encontraba con la de su hija, le sonreía afectuosamente.

Pese al cansancio y a la frustración de no entender el significado de lo ocurrido, una sensación de bienestar se había adueñado de Alaïs. Era como en los viejos tiempos, cuando salían a cabalgar juntos y tenían tiempo para disfrutar de la mutua compañía.

Mientras se alejaban del río y subían la cuesta hacia el castillo, la curiosidad finalmente pudo con ella y Alaïs hizo acopio del coraje necesario para formular a su padre la pregunta que tenía en la punta de la lengua desde que habían emprendido el regreso.

—¿Habéis descubierto lo que necesitabais saber, paire?

—Así es.

Alaïs aguardó, hasta que se hizo evidente que iba a tener que arrancarle la explicación palabra por palabra.

—No era él, ¿verdad?

Su padre le lanzó una mirada aguda.

—Por mi descripción, creísteis que era alguien que conocíais, ¿no es así? —insistió ella—. Por eso quisisteis ver el cuerpo con vuestros propios ojos, ¿verdad?

Por el brillo de su mirada, Alaïs supo que había acertado.

—Creí que quizá fuera un conocido mío —reconoció él finalmente—. De mi época en Chartres. Alguien a quien yo apreciaba mucho.

—Pero este era un judío.

Pelletier arqueó las cejas.

—En efecto.

—Un judío —repitió ella—, ¿y aun así un amigo?

Silencio. Alaïs insistió:

—Pero no era él, ¿verdad? No era ese amigo vuestro.

Esta vez, Pelletier sonrió.

—No, no era él.

—¿Quién era entonces?

—No lo sé.

La joven guardó silencio un momento. Estaba segura de que su padre nunca le había mencionado a ese amigo. Era un buen hombre, un hombre tolerante; pero aun así, si alguna vez hubiese mencionado a un amigo como ese, a un judío de Chartres, ella no lo habría olvidado. Sabiendo de sobra que era inútil insistir en un tema contra la voluntad de su padre, intentó un enfoque diferente.

—No ha sido un robo, ¿verdad? Yo tenía razón.

Su padre pareció feliz de poder darle una respuesta.

—No. Sólo querían matarlo. La herida era demasiado profunda, demasiado intencionada. Además, se han dejado casi todo lo de valor.

—¿Casi todo?

Pero Pelletier no respondió.

—¿Los habrá interrumpido alguien? —sugirió ella, arriesgándose a preguntar un poco más.

—No creo.

—O quizá estaban buscando algo en concreto.

—Basta ya, Alaïs. Este no es el momento, ni el lugar.

La joven abrió la boca, sin resignarse a renunciar al tema, pero volvió a cerrarla. Era evidente que la conversación había terminado. No iba a averiguar nada más. Era mucho mejor esperar a que su padre quisiera hablar. Recorrieron el resto del camino en silencio.

Cuando tuvieron a la vista la puerta del oeste, François se adelantó.

—Sería aconsejable no mencionar a nadie nuestra salida de esta mañana —se apresuró a decir el senescal.

—¿Ni siquiera a Guilhelm?

—No creo que a tu marido le complazca saber que has ido al río sin compañía —replicó él secamente—. Los rumores circulan con rapidez. Deberías tratar de descansar y quitarte de la cabeza este desagradable incidente.

Alaïs lo miró a los ojos con expresión inocente

—Claro que sí. Como mandéis. Os doy mi palabra, paire. No hablaré de esto con nadie, salvo con vos.

Pelletier titubeó, como si sospechara que la joven lo estaba engañando, pero después sonrió.

—Eres una hija obediente, Alaïs. Sé que puedo confiar en ti.

A su pesar, Alaïs se ruborizó.