CAPÍTULO 2

Cuando emergió de las sombras entre las torres de la entrada, Alaïs sintió que el corazón le echaba a volar. Era libre. Al menos por un rato.

Una pasarela levadiza de madera conectaba el portal con el puente plano de piedra que unía el Château Comtal con las calles de Carcasona. La hierba del foso seco, muy por debajo del puente, resplandecía de rocío bajo una reverberante luz violácea. Aún se veía la luna, pero cada vez más tenue a la luz del amanecer.

Alaïs caminaba rápidamente, trazando con su capa ondulantes motivos en el polvo, deseosa de eludir las preguntas de los guardias del otro lado del puente. Tuvo suerte. Estaban adormilados en sus puestos y no la vieron pasar. Prosiguió a paso veloz por terreno abierto y se encorvó para entrar en una red de estrechas callejuelas, de camino hacia una poterna junto a la torre del Moulin d’Avar, en el tramo más antiguo de la muralla. La puerta daba directamente a los huertos y ferratjals, los pasturajes que ocupaban las tierras en torno a la Cité y al suburbio norteño de Sant-Vicens. A esa hora del día, era el camino más rápido para bajar al río sin ser vista.

Recogiéndose la falda, Alaïs sorteó con cuidado los restos dispersos de otra tumultuosa noche en la taberna de Sant Joan deis Evangèlis. Manzanas machucadas, peras a medio comer, huesos roídos y fragmentos de jarras de cerveza yacían en el polvo. Un poco más allá, un mendigo dormía acurrucado en un portal, con el brazo apoyado sobre el dorso de un perro enorme, viejo y roñoso. Tres hombres yacían contra las paredes del pozo, gruñendo y roncando con tanta fuerza que sofocaban el canto de los pájaros.

El centinela de guardia en la poterna tenía un aspecto lamentable y no hacía más que toser y farfullar, envuelto en su capa de tal modo que sólo las cejas y la punta de la nariz quedaban a la vista. No quería que lo importunaran. Al principio hizo como que no veía a la joven, pero entonces ella sacó una moneda del bolso. Sin mirarla siquiera, cogió la moneda con una mano mugrienta, la probó entre los dientes y, a continuación, descorrió los cerrojos y abrió la poterna lo suficiente como para dejar pasar a Alaïs.

El sendero hasta la barbacana era empinado y rocoso. Discurría entre dos altas empalizadas protectoras de madera y resultaba difícil ver algo. Pero Alaïs había recorrido muchas veces ese mismo trayecto para salir de la Cité y conocía bien cada oquedad y cada montículo del terreno, por lo que bajó la cuesta sin dificultad. Rodeó el pie de la achaparrada torre circular de madera siguiendo la línea trazada por la corriente, que aceleraba su curso como un canal de molino al pasar por la barbacana.

Las zarzas le arañaban las piernas y las espinas se le enganchaban al vestido. Cuando llegó al final, la bastilla de la capa había adquirido un tono violáceo y estaba empapada de ir pasando a ras de la hierba húmeda. Tenía las puntas de las babuchas de piel manchadas de oscuro.

Nada más salir de la sombra de la empalizada hacia el ancho mundo que se abría ante ella, Alaïs sintió que su espíritu se elevaba. A lo lejos, una blanca niebla de julio flotaba sobre la Montagne Noire. Sobre el horizonte, trazos de rosa y añil surcaban el cielo del amanecer.

Mientras contemplaba el perfecto mosaico de campos de trigo, avena y cebada, y los bosques que se prolongaban hasta más allá de donde alcanzaba la vista, Alaïs sintió a su alrededor la presencia del pasado, que la abrazaba. Espíritus amigos y fantasmas que le tendían las manos, hablaban susurrando de sus vidas y compartían con ella sus secretos. La conectaban con todos aquellos que alguna vez habían estado de pie en esa colina (y con todos los que vendrían), soñando con lo que podía depararles la vida.

Alaïs nunca había salido de las tierras del vizconde Trencavel. Le costaba imaginar las grises ciudades del norte, como París, Amiens o Chartres, donde había nacido su madre. No eran más que nombres, palabras sin color ni tibieza, duras como la langue d’oil, el idioma que por allí se hablaba. Pero aunque tenía poco con qué compararlo, no podía creer que ningún otro sitio fuera tan bonito como el sempiterno e intemporal paisaje de Carcasona.

Bajó la colina, abriéndose paso entre los matorrales y los ásperos arbustos, hasta llegar a las llanas ciénagas de la ribera meridional del Aude. La falda empapada se le enredaba en las pantorrillas y de vez en cuando la hacía tropezar. Notó que estaba inquieta, atenta y que andaba más aprisa que de costumbre. No era que Jacques o Berengier la hubiesen alarmado, se dijo. Ellos siempre se preocupaban por ella. Pero ese día se sentía aislada y vulnerable.

Al recordar la historia del mercader que decía haber visto un lobo del otro lado del río, apenas una semana antes, su mano buscó la daga en la cintura. Todos creyeron que exageraba. En esa época del año, todo lo más sería un zorro o un perro salvaje. Pero ahora que estaba sola en el campo, la historia le parecía más creíble. La fría empuñadura la tranquilizó.

Por un instante, estuvo tentada de regresar. «No seas tan cobarde». Siguió adelante. Una o dos veces se volvió, sobresaltada por ruidos cercanos que resultaron no ser más que el batir de las alas de un pájaro o la reptante agitación de una anguila amarilla, en el agua somera del río.

Poco a poco, al seguir la senda familiar, su nerviosismo se fue desvaneciendo. El río Aude era ancho y poco profundo, con varios tributarios que se abrían a ambos lados, como las venas en el dorso de una mano. La bruma matinal reverberaba traslúcida sobre la superficie del agua. En invierno, la corriente bajaba rápida e impetuosa, alimentada por los gélidos torrentes de las montañas; pero el verano estaba siendo seco, y el río llevaba poca agua. Las ruedas del molino casi no se movían con la corriente; aseguradas a la orilla con gruesos cabos, formaban una dorsal de madera que subía por el centro del río.

Era pronto para las moscas y mosquitos, que planearían como nubes negras sobre las charcas cuando el calor se volviera más intenso, de modo que Alaïs tomó el atajo que atravesaba los pantanos. El sendero estaba marcado con pequeños montones de piedras blancas, para prevenir caídas en el cieno traicionero. La joven lo siguió con cuidado hasta llegar al borde del bosque que se extendía justo al pie del tramo occidental de las murallas de la Cité.

Su destino era un pequeño claro aislado, donde crecían las mejores plantas, sobre la ribera parcialmente umbría del río. Nada más sentirse a resguardo bajo los árboles, Alaïs ralentizó la marcha y comenzó a disfrutar. Tras apartar las ramas de hiedra suspendidas sobre el sendero, inhaló el aroma generoso y terreo del musgo y las hojas.

Aunque no había signos de actividad humana, el bosque estaba lleno de colores y sonidos. El aire vibraba con los trinos y gorjeos de estorninos, currucas y pardillos. Ramas y hojas crujían y chasqueaban bajo los pies de Alaïs. Por el sotobosque se escabullían conejos de rabos blancos, botando mientras buscaban refugio entre matas de veraniegas flores amarillas, violáceas y azules. En lo alto, en las ramas horizontales de los pinos, las ardillas rojas partían piñas, enviando al suelo una lluvia de delgadas y aromáticas agujas.

Alaïs estaba acalorada cuando llegó al claro, pequeña isla de hierba con un espacio abierto que bajaba hasta el río. Aliviada, dejó en el suelo el capazo, frotándose el interior del codo, donde el asa se le había hincado en la carne. Se quitó la pesada capa y la colgó de la rama baja de un sauce blanco, antes de enjugarse la cara y el cuello con un pañuelo. Puso el vino en el hueco de un árbol para que se conservara fresco.

Los muros del Château Comtal se cernían en lo alto, sobre ella. El distintivo contorno de la torre Pinta, alta y esbelta, se recortaba contra la palidez del cielo. Alaïs se preguntó si su padre estaría despierto, sentado ya con el vizconde en sus aposentos privados. Sus ojos se desviaron a la izquierda de la torre del vigía, buscando su propia ventana. ¿Aún dormiría Guilhelm? ¿O se habría despertado y descubierto su ausencia?

Siempre la asombraba, cuando levantaba la vista a través del verde dosel de hojas, que la Cité estuviera tan cerca. Dos mundos diferentes en agudo contraste. Allí arriba, en las calles y en los pasillos del Château Comtal, todo era bullicio y actividad. No había paz. Abajo, en el reino de las criaturas de los bosques y las ciénagas, reinaba un silencio profundo e intemporal.

Era allí abajo donde ella se sentía como en casa.

Alaïs se quitó las babuchas de piel. La hierba era deliciosamente fresca bajo sus pies; aún conservaba la humedad del rocío de la mañana y le hacía cosquillas. Con el placer del momento, todo pensamiento de la Cité y la casa se esfumó de su mente.

Llevó sus utensilios hasta la ribera. Una mata de angélica crecía en el agua poco profunda de la orilla. Los resistentes tallos acanalados parecían una fila de soldados de juguete, montando guardia sobre el lecho cenagoso. Las brillantes hojas verdes, algunas más grandes que su mano, proyectaban una sombra tenue sobre la corriente.

Nada mejor que la angélica para limpiar la sangre y proteger contra infecciones. Su amiga y mentora, Esclarmonda, le había inculcado la importancia de recoger los ingredientes para fabricar cataplasmas, pociones y otros remedios en cualquier momento y allí donde los encontrara. Aunque por entonces la Cité estaba libre de miasmas, nadie podía saber qué iba a suceder al día siguiente. La enfermedad podía abatirse en cualquier momento. Como todas las cosas que le decía Esclarmonda, aquel era un buen consejo.

Tras remangarse, Alaïs desplazó hacia la espalda la vaina del cuchillo, de modo que no le entorpeciera los movimientos. Se recogió el pelo en una trenza para evitar que le tapara la cara mientras trabajaba y se remetió la falda en el cinturón, antes de adentrarse en el río. El repentino frío en los tobillos le erizó la piel y la hizo retener el aliento.

Mojó en el agua las tiras de paño, las desplegó en fila a lo largo de la orilla y se puso a cavar con la paleta bajo las raíces. Acto seguido, con un ruido de ventosa, la primera planta quedó libre del fango. La joven la arrastró hasta la ribera y la partió en trozos con una hachuela. Envolvió con los paños las raíces y las dispuso en el fondo del capazo, a continuación, envolvió en otra de las telas las florecillas amarillo verdosas, con su distintivo aroma especiado, y las guardó en el saco de cuero que reservaba para las hierbas. Desechó las hojas y el resto de los tallos, y volvió a adentrarse en el río para empezar otra vez el proceso. No tardó en tener las manos teñidas de verde y los brazos cubiertos de barro.

Cuando hubo cosechado toda la angélica, Alaïs miró a su alrededor, para ver si encontraba alguna otra cosa útil. Un poco más lejos, río arriba, había consuelda, con sus extrañas y características hojas que parecen crecer directamente del tallo, y sus flores arracimadas semejantes a campanillas rosa y violeta. La consuelda, o hierba de las cortaduras, es buena para reducir las magulladuras y sanar la piel y los huesos. Decidida a aplazar sólo un poco más su desayuno, Alaïs cogió sus herramientas y se puso manos a la obra, y únicamente se detuvo cuando el capazo estuvo lleno y hubo usado hasta la última tira de paño.

Cargó la cesta río arriba, se sentó bajo los árboles y estiró hacia adelante las piernas. Sentía rígidos la espalda, los hombros y los dedos, pero estaba satisfecha con lo que había conseguido. Inclinándose, sacó del hueco del árbol la jarra de vino de Jacques. El tapón se soltó con un ruido seco. Alaïs se estremeció ligeramente al sentir el cosquilleo de la bebida fría en la lengua y la garganta. Después desenvolvió el pan recién hecho y partió un buen trozo con la mano. Sabía a una extraña combinación de trigo, sal, agua de río y hierbajos, pero estaba hambrienta. Fue una comida tan buena como la mejor que hubiese tomado en su vida.

Para entonces, el cielo era de un azul pálido, el color de los nomeolvides. Alaïs sabía que se estaba demorando demasiado. Pero viendo la dorada luz del sol que bailaba en la superficie del agua y sintiendo el aliento del viento sobre su piel, le costó hacerse a la idea de volver a las agitadas y ruidosas calles de Carcasona y a los atestados ambientes de la casa. Diciéndose que un rato más no haría daño a nadie, Alaïs se recostó en la hierba y cerró los ojos.

El graznido de un pájaro la despertó.

Se incorporó sobresaltada. Levantó la vista hacia el moteado dosel de hojas, pero no pudo recordar dónde estaba. De pronto, todo volvió a su memoria.

Trastabillando, se puso en pie aterrorizada. El sol estaba alto en un cielo sin nubes. Había estado fuera demasiado tiempo. Estaba segura de que para entonces ya habrían notado su ausencia.

Dispuesta a guardar sus cosas tan de prisa como pudiera, Alaïs lavó someramente en el río los utensilios embarrados y roció con un poco de agua las tiras de paño, para que conservaran la humedad. Estaba a punto de marcharse, cuando por el rabillo del ojo advirtió que había algo enredado en los juncos. Parecía un leño o un tocón. Protegiéndose los ojos del resplandor del sol, Alaïs se preguntó cómo no lo había visto antes.

El objeto se movía en la corriente con excesiva fluidez, demasiado lánguidamente para ser de madera maciza. La joven se acercó un poco más.

Entonces pudo ver que se trataba de un trozo de material pesado y oscuro, hinchado por el agua. Tras una momentánea vacilación, la curiosidad pudo con ella y Alaïs volvió a adentrarse en el río, esta vez hasta más allá de las zonas bajas ribereñas, hacia el cauce central, un poco más profundo, donde el agua era más oscura y la corriente más fuerte. Cuanto más avanzaba, más fría estaba el agua. Alaïs se debatía por mantener el equilibrio. Hundía los dedos de los pies en el blando limo del fondo, mientras el agua le salpicaba los blancos y delgados muslos y la falda.

Poco después de traspasar la línea central, se detuvo, con el corazón desbocado y las palmas de las manos repentinamente sudorosas de miedo, porque ya podía ver con claridad.

Paire Sant! Padre santo. Las palabras brotaron involuntariamente de sus labios.

El cuerpo de un hombre flotaba boca abajo en el agua, con la capa abultada a su alrededor. Alaïs tragó saliva. Llevaba una casaca de terciopelo castaño, de cuello alto, guarnecida con cintas de seda y ribeteada con hilo de oro. La joven distinguió el resplandor de una cadena o brazalete de oro bajo el agua. Como el hombre tenía la cabeza descubierta, Alaïs pudo ver su pelo, negro y rizado, con algunos mechones grises. Parecía llevar algo al cuello, una cuerdecilla trenzada de color carmesí, una cinta.

Alaïs se acercó un paso más. Lo primero que pensó fue que el hombre había debido de tropezar en la oscuridad y resbalar hasta el río, donde se había ahogado. Estaba a punto de tender los brazos para sacarlo del agua, cuando algo en el modo en que flotaba la cabeza congeló su movimiento. Hizo una profunda inspiración, paralizada por la visión del cuerpo abotargado. En otra ocasión había visto el cadáver de un ahogado. Hinchado y desfigurado, aquel barquero tenía la piel cubierta de ronchones azules y violáceos, como un extenso cardenal. Lo de ahora era diferente, no encajaba.

Parecía como si a aquel hombre ya lo hubiera abandonado la vida antes de entrar en el agua. Sus manos exánimes se tendían hacia adelante, como intentando nadar. El brazo izquierdo flotó hacia ella, llevado por la corriente. Algo brillante, algo coloreado justo debajo de la superficie, captó su atención. Allí donde hubiese debido estar el dedo pulgar, había una herida de bordes irregulares, como una mancha de nacimiento, roja sobre la piel blanca y abotargada. Le miró el cuello.

Alaïs sintió que se le aflojaban las rodillas.

Todo comenzó a moverse con inusual lentitud, tambaleándose y ondulando como la superficie de un mar agitado. La desigual línea carmesí que había tomado por un collar o una cinta era un tajo profundo y salvaje, que iba desde detrás de la oreja izquierda hasta debajo de la barbilla, casi separando la cabeza del cuerpo. Jirones de piel desgarrada, que el agua teñía de verde, flotaban en torno a la incisión. Diminutos pececillos plateados y negras sanguijuelas hinchadas se estaban dando un festín a lo largo de toda la herida.

Por un instante, Alaïs pensó que el corazón le había dejado de latir. Después, la conmoción y el miedo se adueñaron de ella en igual medida. Se dio la vuelta y echó a correr por el agua, trastabillando y resbalando en el barro, obedeciendo al instinto que le aconsejaba poner tanta distancia como le fuera posible entre ella y el cadáver. Estaba empapada de la cintura a los pies. El vestido, hinchado y cargado de agua, se le enredaba en las piernas y la arrastraba hacia abajo.

El río le pareció el doble de ancho, pero siguió adelante hasta alcanzar la seguridad de la orilla, donde cedió a la fuerza de las náuseas y expulsó violentamente el contenido de su estómago. Vino, pan sin digerir y agua de río.

Medio a gatas y medio arrastrándose, consiguió dejar atrás la ribera, antes de desplomarse en el suelo, a la sombra de los árboles. La cabeza le daba vueltas y tenía la boca seca y agria, pero debía huir. Intentó ponerse en pie, pero sus piernas parecían huecas y no aguantaban su peso. Conteniendo el llanto, se enjugó la boca con el dorso de la mano, temblorosa, y una vez más trató de incorporarse, apoyada en un tronco.

Esta vez se mantuvo en pie. Mientras tiraba de la capa para descolgarla de la rama donde la había dejado, consiguió calzarse las babuchas en los pies enfangados. Después, abandonando todo lo demás, echó a correr por el bosque como si el demonio fuera pisándole los talones.

El calor se abatió sobre Alaïs en el instante en que salió de entre los árboles al espacio abierto del pantano. El sol le aguijoneaba las mejillas y el cuello, como mofándose de ella. Los tábanos y avispas se habían despertado con el calor, y sobre las charcas que flanqueaban el sendero planeaban enjambres de mosquitos, mientras la joven corría y tropezaba a través del inhóspito paraje.

Sus piernas, exhaustas, gemían de dolor, y el aliento le quemaba la garganta y el pecho, pero siguió corriendo sin parar. Sólo era consciente de la necesidad de alejarse tanto como pudiera del cadáver, y contárselo a su padre.

En lugar de regresar por el mismo camino, que quizá encontrara barrado, Alaïs se encaminó instintivamente hacia Sant-Vicens y la puerta de Rodez, que conectaba el suburbio con Carcasona.

Las calles estaban animadas y a la joven le costaba abrirse paso. El bullicio del mundo se le fue haciendo cada vez más presente, estruendoso e ineludible a medida que se acercaba a la entrada de la Cité. Intentó no oír nada y concentrarse únicamente en llegar a la puerta. Rezando para que las débiles piernas no le fallaran, siguió adelante.

Una mujer le dio un golpecito en el hombro.

—La cabeza, dòmna —le dijo serenamente. Su voz era amable, pero parecía proceder de muy lejos.

Cayendo en la cuenta de que llevaba el pelo suelto y despeinado, Alaïs se ajustó rápidamente la capa sobre los hombros y se levantó la capucha, con las manos temblorosas por el agotamiento y la conmoción. Siguió avanzando poco a poco, cubriendo con la capa la parte delantera del vestido, con la esperanza de ocultar las manchas de barro, vómito y verde vegetación acuática.

Todos se movían a empellones, dando codazos y hablando a voces. Alaïs sintió que se iba a desmayar. Alargó una mano, buscando el apoyo de un muro. Los hombres de guardia en la puerta de Rodez hacían pasar con un simple movimiento de cabeza a la mayoría de los lugareños, sin hacer preguntas. Pero a los vagabundos, pordioseros, gitanos, sarracenos y judíos los paraban, les preguntaban qué iban a hacer en Carcasona y registraban sus pertenencias con más celo del necesario, hasta que una jarra de cerveza o unas cuantas monedas cambiaban de dueño y ellos pasaban a la víctima siguiente.

A Alaïs la dejaron pasar casi sin mirarla.

Las estrechas callejuelas de la Cité estaban inundadas de vendedores ambulantes, comerciantes, animales, soldados, herreros, juglares, esposas de cónsules con sus doncellas, y predicadores. Alaïs caminaba con la espalda encorvada, como si avanzara contra un gélido viento del norte, por miedo a ser reconocida.

Por fin avistó el familiar contorno de la torre del Mayor, seguida de la torre de las Casernas y las torres gemelas de la puerta del este, a medida que se desplegaba ante ella la figura completa del Château Comtal.

Una sensación de alivio le inundó la garganta. Lágrimas feroces le manaron de los ojos. Furiosa por su debilidad, Alaïs se mordió con fuerza los labios hasta hacerlos sangrar. Estaba avergonzada por haberse alterado tanto y resolvió no aumentar la humillación llorando donde pudiera haber testigos de su falta de valor.

Lo único que quería era estar con su padre.