CAPÍTULO 1

Carcassona

JULHET 1209

Alaïs despertó sobresaltada y se incorporó bruscamente, con los ojos abiertos de par en par. El miedo aleteaba en su interior, como una avecilla atrapada en una red que lucha por soltarse. Se apoyó una mano sobre el pecho para apaciguar el corazón palpitante.

Por un momento no estuvo ni dormida ni despierta, como si parte de ella se hubiera quedado atrás en el sueño. Se sentía flotar, mirándose a sí misma desde gran altura, como las gárgolas de piedra que hacen muecas a los transeúntes desde el techo de la catedral de Sant Nazari.

La habitación volvió a enfocarse. Estaba a salvo en su cama, en el Château Comtal. Gradualmente, sus ojos se habituaron a la oscuridad. Estaba a salvo de la gente escuálida de ojos oscuros que la perseguía por la noche, que le clavaba los dedos puntiagudos y le tironeaba la ropa. «Ahora no pueden alcanzarme». Las frases labradas en la piedra —más figuras que palabras—, que no significaban nada para ella… Todo se desvanecía, como penachos de humo en el aire otoñal. También el fuego se había esfumado, dejando sólo el recuerdo en su mente.

¿Una premonición? ¿O solamente una pesadilla?

No podía saberlo. Le daba miedo saberlo.

Alaïs extendió la mano buscando las cortinas del baldaquino, que colgaban alrededor de la cama, como si el tacto de algo material pudiera hacerla sentir menos transparente e insustancial. El paño desgastado, lleno del polvo y los olores familiares del castillo, tenía una reconfortante aspereza entre sus dedos.

Noche tras noche, el mismo sueño. Durante toda su infancia, cuando despertaba aterrorizada en la oscuridad, pálida y con la cara bañada en lágrimas, su padre estaba a su lado, cuidándola como lo hubiera hecho con un hijo varón. Mientras una vela se consumía y otra se encendía, le contaba susurrando sus aventuras en Tierra Santa. Le hablaba del interminable mar del desierto, de los curvos contornos de las mezquitas y de la llamada a la plegaria de los fieles sarracenos. Le describía las especias aromáticas, los colores vivos y el sabor picante de la comida. Y el brillo terrible del sol rojo sangre poniéndose sobre Jerusalén.

Durante muchos años, en aquellas horas vacías entre el crepúsculo y el alba, mientras su hermana yacía dormida a su lado, su padre hablaba sin parar y ponía en fuga a sus demonios. No permitía que las negras caperuzas de los sacerdotes católicos se le acercaran, con sus supersticiones y falsos símbolos.

Sus palabras la habían salvado.

—¿Guilhelm? —murmuró.

Su marido estaba profundamente dormido, con los brazos estirados, proclamando la propiedad de la mayor parte de la cama. Su largo pelo negro, oloroso a humo, vino y establos, se abría en abanico a través de la almohada. La luz de la luna se derramaba por la ventana, con los postigos abiertos para dejar entrar en la alcoba el aire fresco de la noche. A la luz incipiente, Alaïs distinguía una sombra de barba en su mentón. La cadena que Guilhelm llevaba al cuello reverberaba y brillaba cuando cambiaba de postura en su sueño.

Alaïs hubiese querido que despertara y le dijera que todo estaba bien, que ya no había nada que temer. Pero no se movió y a ella no se le ocurrió despertarlo. Valerosa en todo lo demás, era inexperta en los arcanos del matrimonio y todavía cautelosa en el trato con su marido, por lo que se limitó a recorrer con los dedos sus brazos lisos y bronceados, y sus hombros, anchos y firmes por las muchas horas transcurridas practicando para las justas con la espada y el estafermo. Alaïs podía sentir la vida agitándose bajo la piel de él incluso cuando dormía. Y cuando recordó cómo habían pasado la primera parte de la noche, se le encendieron las mejillas, aunque no había nadie para verla.

Estaba impresionada por las sensaciones que Guilhelm despertaba en ella. La deleitaban los brincos de su corazón cuando inesperadamente lo veía o la manera en que el suelo se movía bajo sus pies cuando él le sonreía. Por otra parte, le desagradaba la sensación de impotencia. Temía que ese sentimiento la estuviera volviendo débil y frívola. No dudaba de su amor por Guilhelm, pero sabía que no se estaba entregando por completo.

Suspiró. Sólo podía esperar que con el tiempo todo le fuera más fácil.

Algo en la cualidad de la luz, de negro a gris, y en la ocasional insinuación de un canto de ave en los árboles del patio le decía que el amanecer estaba próximo. Sabía que no volvería a dormirse.

Alaïs se escabulló entre las cortinas y atravesó la alcoba de puntillas hasta el arcón ropero que había en la esquina opuesta de la estancia. Las losas del suelo estaban frías y las esteras de esparto le arañaban los pies. Abrió la tapa, retiró la bolsa de lavanda de lo alto del montón y sacó un sencillo vestido verde oscuro. Estremeciéndose un poco, se lo puso por los pies e introdujo los brazos por las estrechas mangas. Tiró del paño ligeramente húmedo, para ajustárselo sobre la camisa, y se ciñó con fuerza el cinturón.

Tenía diecisiete años y llevaba seis meses casada, pero aún no había adquirido la blandura ni las redondeces de una mujer. El vestido colgaba sin forma sobre el endeble armazón de su cuerpo, como si no fuera suyo. Apoyándose con la mano en la mesa, se calzó unas suaves babuchas de piel y cogió su capa roja preferida del respaldo de la silla. Los bordes y la bastilla llevaban bordado un intrincado motivo azul y verde de cuadrados y rombos, con diminutas flores amarillas intercaladas, que ella misma había inventado para el día de su boda. Había tardado muchas semanas en bordarlo. Todo noviembre y todo diciembre había trabajado en la labor, hasta que los dedos le dolían y se le ponían rígidos de frío, mientras se daba prisa para terminar a tiempo.

Alaïs volvió su atención al capazo que estaba en el suelo junto al arcón. Comprobó que estuvieran dentro su bolsa monedero y su saquillo de hierbas, así como las tiras de paño que usaba para envolver plantas y raíces, y los utensilios para cavar y cortar. Por último, se ajustó firmemente la capa al cuello con un lazo, metió el cuchillo en la vaina que llevaba a la cintura y se levantó la capucha para cubrirse el pelo largo y suelto. Atravesó sigilosamente la estancia y salió al pasillo desierto. La puerta se cerró tras ella con un ruido sordo.

Como todavía no habían dado la hora prima, no había nadie en las salas. Alaïs recorrió a paso rápido el pasillo, oyendo el roce del borde de la capa sobre el suelo de piedra, en dirección a la estrecha y empinada escalera. Pasó por encima del cuerpo de un paje que dormía recostado contra la pared, junto a la puerta de la alcoba que su hermana Oriane compartía con su marido.

Mientras descendía, el sonido de voces subió flotando a su encuentro desde las cocinas del sótano. Los criados ya estaban trabajando. Alaïs oyó el ruido de un palmetazo, seguido al poco de un grito, señal de que algún crío desdichado había comenzado el día recibiendo en la nuca la pesada mano del cocinero.

Uno de los niños de las cocinas venía trastabillando en su dirección, luchando con media barrica de agua que había sacado del pozo.

Alaïs le sonrió.

Bonjorn.

Bonjorn, dòmna —respondió él cautelosamente.

—Espera —dijo ella, apresurándose a bajar la escalera antes que él, para abrirle la puerta.

Mercé, dòmna —dijo él, un poco menos tímido—. Grandmercé.

La cocina bullía de animación. Grandes volutas de vapor escapaban ya de la enorme payrola, el caldero que colgaba de un gancho sobre el fuego. Un criado viejo le quitó la barrica al chico, la vació en el perol y volvió a dársela al muchacho sin añadir palabra. El chico le hizo a Alaïs un gesto de cómica desesperación, mientras se dirigía a la escalera, para subir y volver una vez más al pozo.

Capones, lentejas y col en conserva, en botes de barro, esperaban a ser cocidos sobre la mesa grande del centro de la estancia, junto con tarros de salmonete, anguila y lucio en salazón. En una punta de la mesa había fogaças dulces en bolsas de paño, paté de ganso y rodajas de carne de cerdo salada. En la otra, bandejas de uvas pasas, membrillos, higos y cerezas. Un niño de nueve o diez años estaba acodado sobre la mesa, con una mueca en el rostro que delataba lo poco que ansiaba pasar otro día agobiante y sudoroso junto al espetón, viendo asarse la carne. Junto al hogar, la leña ardía furiosamente en el interior del abovedado horno de pan. La primera hornada de pan de blat, «pan de trigo», se estaba enfriando ya sobre la mesa. El olor le abrió el apetito a Alaïs.

—¿Puedo comerme uno de esos?

El cocinero levantó la vista, furioso por la intrusión de una mujer en su cocina. Pero entonces vio quién era, y su expresión malhumorada se resquebrajó en una sonrisa ladeada, que reveló una hilera de dientes picados.

Dòmna Alaïs —dijo con delectación, secándose las manos en el delantal—. Benvenguda. ¡Qué gran honor! ¡Cuánto hace que no veníais a visitarnos! Os hemos echado de menos.

—Jacques —respondió ella amablemente—, no quisiera importunarte.

—¡Importunarme vos, señora! —rió él—. ¿Cómo podríais importunarme?

De pequeña, Alaïs solía pasar mucho tiempo en la cocina, mirando y aprendiendo; a ninguna otra chica le habría permitido Jacques traspasar el umbral de sus dominios masculinos.

—Y ahora decidme, dòmna Alaïs, ¿qué se os ofrece?

—Sólo un poco de pan, Jacques, y también algo de vino, si puedes darme.

El hombre frunció el ceño.

—Disculpadme, pero no iréis al río, ¿no? ¿A esta hora y sin compañía? Una señora de vuestra posición… cuando ni siquiera es de día. Se cuentan cosas, rumores de…

Alaïs le apoyó una mano en el brazo.

—Gracias por preocuparte, Jacques. Sé que lo dices por mi bien, pero no me pasará nada. Te doy mi palabra. Ya casi ha amanecido. Sé exactamente adónde voy. Estaré de vuelta antes de que nadie note mi ausencia.

—¿Lo sabe vuestro padre?

Ella se llevó a los labios un dedo conspiratorio.

—Sabes que no; pero, por favor, guárdame el secreto. Tendré mucho cuidado.

Jacques no parecía en absoluto convencido, pero sintiendo que ya había dicho todo cuanto se atrevía a decir, no la contradijo. Se fue andando lentamente hasta la mesa, le envolvió una hogaza de pan en un lienzo blanco y ordenó a un criado que fuera a buscar una jarra de vino. Alaïs lo miraba con el corazón encogido. Últimamente, su andar era más lento, con una pronunciada cojera en el lado izquierdo.

—¿Todavía te molesta la pierna?

—No mucho —mintió él.

—Te la puedo vendar más tarde, si quieres. No parece que ese corte esté sanando como debiera.

—No está tan mal.

—¿Te has puesto el ungüento que te preparé? —le preguntó, viendo por su expresión que no lo había hecho.

Jacques abrió las manos regordetas como rindiéndose a la evidencia.

—¡Hay tanto que hacer, dòmna, con tantos invitados! Son cientos, si contáis sirvientes, escuderos, lacayos y doncellas, por no mencionar los cónsules y sus familias. ¡Y cuesta tanto encontrar algunas cosas! ¡Qué os voy a decir! Ayer mismo envié a…

—Todo eso está muy bien, Jacques —dijo Alaïs—, pero tu pierna no va a curarse sola. El corte es demasiado profundo.

De pronto se dio cuenta de que el nivel de ruido había disminuido Levantó la vista y vio que toda la cocina estaba pendiente de su conversación. Acodados en la mesa, los chicos más pequeños contemplaban boquiabiertos el espectáculo de alguien —¡y para colmo una mujer!— interrumpiendo a su temperamental jefe cuando hablaba.

Fingiendo que no lo había notado, Alaïs bajó la voz.

—¿Qué te parece si vuelvo más tarde y te la curo? Como agradecimiento por esto —dijo, señalando la hogaza—. Será nuestro segundo secreto, òc ben? «¿Es un trato?»

Por un momento, Alaïs pensó que se había excedido en familiaridad y había actuado presuntuosamente. Pero al cabo de un instante de vacilación, Jacques sonrió.

Ben —dijo ella—. Volveré cuando el sol esté alto y me ocuparé de ello. A totora. «Hasta entonces».

Mientras salía de la cocina y subía la escalera, Alaïs oyó a Jacques aullando a todos que dejaran de estarse allí como unos pasmarotes y volvieran a trabajar, como si nunca hubiese habido ninguna interrupción. Sonrió.

Todo era tal como debía ser.

Alaïs empujó la pesada puerta que conducía a la plaza de armas y salió al día recién nacido.

Las hojas del olmo que se alzaba en el centro del recinto, a cuya sombra el vizconde Trencavel administraba justicia, parecían negras sobre la noche agonizante. Alondras y currucas animaban las ramas con sus gorjeos, agudos y penetrantes en el aire del alba.

El abuelo de Raymond-Roger Trencavel había construido el Château Comtal más de cien años antes, como sede desde la cual gobernar sus territorios en expansión. Sus tierras se extendían desde Albí, al norte, hasta Narbona, al sur, y desde Béziers, al este, hasta Carcasona, al oeste.

El castillo se levantaba en torno a una amplia plaza de armas rectangular e incorporaba, en el flanco de poniente, los vestigios de un castillo más antiguo. Formaba parte del refuerzo de la sección occidental de las murallas que protegían la Cité, un anillo de sólida piedra que dominaba desde su altura el río Aude y las ciénagas del norte a lo lejos.

El donjon, o torre del homenaje, donde se reunían los cónsules y se firmaban los documentos importantes, se alzaba bien protegido en la esquina suroccidental de la plaza de armas. A la luz tenue, Alaïs distinguió algo apoyado contra el muro. Forzando la vista, vio que era un perro, enroscado y dormido en el suelo. Un par de niños, apostados como cuervos en la cerca del corral de las ocas, intentaban despertar al animal arrojándole piedras. En el silencio, Alaïs podía oír el monótono y seco golpeteo de sus talones contra las estacas.

Había dos vías de entrada y salida del Château Comtal. La ancha y arqueada puerta del oeste se abría a las laderas cubiertas de hierba que conducían a las murallas y por lo general estaba cerrada. La puerta del este, pequeña y estrecha, parecía comprimida entre dos altas torres y llevaba directamente a las calles de la Cité, la población que rodeaba el castillo.

La comunicación entre los niveles superior e inferior de las torres que flanqueaban la puerta sólo era posible mediante escalas de madera y una serie de trampillas. En su infancia, uno de los juegos favoritos de Alaïs había sido subir y bajar por las torres con los niños de las cocinas, tratando de eludir a los guardias. Alaïs era rápida. Siempre ganaba.

Ajustándose la capa al cuerpo, atravesó la plaza a buen paso. Tras el toque de queda, y una vez cerradas las puertas para la noche y establecida la guardia, se suponía que nadie podía pasar sin la autorización del padre de Alaïs. Aunque no era cónsul, Bertran Pelletier ocupaba una posición elevada y singular en la casa, y pocos se atrevían a desobedecerle.

Siempre le había disgustado la costumbre de su hija de escabullirse a la Cité antes del amanecer, pero en aquellos días insistía aún más en que permaneciera entre los muros del castillo por la noche. Suponía que su marido sería de la misma opinión, aunque Guilhelm nunca había dicho nada al respecto. Pero sólo en el silencio y el anonimato del alba, libre de las restricciones y los límites de su casa, Alaïs se sentía realmente ella misma. No la hija, ni la hermana, ni la esposa de nadie. En el fondo, siempre había creído que su padre la comprendía. Por mucho que le disgustara desobedecerlo, no quería renunciar a esos momentos de libertad.

La mayoría de los guardias hacían como que no se enteraban de sus idas y venidas. O al menos así había sido antes. Desde que habían empezado a circular rumores de guerra, la plaza se había vuelto más precavida. Superficialmente, la vida continuaba como siempre, y aunque de vez en cuando llegaban nuevos refugiados a la Cité, sus historias de ataques o de persecución religiosa no le parecían a Alaïs nada fuera de lo corriente. Las incursiones militares salidas de la nada, que caían como una tormenta de verano antes de alejarse y desaparecer, eran una realidad de la vida para cualquiera que viviera fuera de la seguridad de una ciudadela fortificada. Las historias que se contaban eran las mismas de siempre, ni más ni menos que lo habitual.

Guilhelm no parecía particularmente inquieto por los rumores de conflicto, o al menos ella no lo percibía. Él nunca le hablaba de esas cosas. Sin embargo, Oriane decía que una hueste francesa de cruzados y clérigos se estaba preparando para atacar las tierras del Pays d’Òc. Decía también que la campaña contaba con el apoyo del papa y del rey de Francia. Alaïs sabía por experiencia que mucho de lo que decía Oriane no tenía otro propósito que fastidiarla a ella. Aun así, muchas veces su hermana parecía enterarse de las cosas antes que el resto de los miembros de la casa, y era indudable que el número de mensajeros que entraban y salían a diario del castillo iba en aumento. También era innegable que las arrugas en la cara de su padre se estaban volviendo más profundas y oscuras, y los huecos de sus mejillas, más pronunciados.

Los gardians d’armas que montaban guardia en la puerta del este estaban alerta, aunque sus ojos tenían rojos los contornos después de la larga noche. Llevaban los plateados y angulosos yelmos echados hacia atrás, en lo alto de la cabeza, y las lorigas de cota de malla parecían grises a la pálida luz del alba. Con los escudos cansinamente suspendidos de los hombros y las espadas envainadas, parecían más dispuestos a irse a dormir que a entrar en batalla.

Al acercarse, fue un alivio para Alaïs reconocer a Berengier. Cuando él la vio, le sonrió y la saludó con una inclinación de cabeza.

Bonjorn, dòmna Alaïs. Habéis salido pronto.

Ella sonrió.

—No podía dormir.

—¿Y a ese marido vuestro no se le ocurre nada para llenaros las noches? —dijo el otro, con un guiño salaz. Tenía la cara picada de viruela y las uñas de los dedos mordisqueadas y sangrantes. El aliento le olía a comida rancia y cerveza.

Alaïs lo ignoró.

—¿Cómo está tu mujer, Berengier?

—Bien, dòmna. Ya vuelve a ser la misma de siempre.

—¿Y tu hijo?

—Cada día más grande. Come tanto que uno de estos días nos echará de casa, porque no cabremos todos.

—¡Desde luego, tiene a quién salir! —replicó ella, palmoteándole la enorme barriga.

—Es lo mismo que dice mi mujer.

—Dale recuerdos míos, Berengier, ¿lo harás?

—Os agradecerá que la recordéis, dòmna. —Hizo una pausa. Supongo que querréis que os deje pasar.

—Solamente voy a la Cité, quizá al río. Será un momento.

—No podemos dejar pasar a nadie —gruñó su compañero—. Órdenes del senescal Pelletier.

—Nadie te ha preguntado nada —replicó Berengier secamente—. No es eso, dòmna —prosiguió, sosegando el tono de voz—. Pero ya sabéis cómo están las cosas. Si os sucediera algo y se supiera que fui yo quien os dejó pasar, vuestro padre me…

Alaïs le apoyó una mano en el brazo.

—Lo sé, lo sé —dijo suavemente—. Pero de verdad, no hay motivo para preocuparse. Sé cuidarme. Además… —añadió, desviando ostensiblemente la mirada hacia el otro guardia, que para entonces se estaba limpiando los dedos en la manga después de hurgarse la nariz—, cualquier cosa que pueda sucederme en el río difícilmente será peor que lo que tú soportas aquí.

Berengier se echó a reír.

—Prometedme que tendréis cuidado, ¿eh?

Alaïs hizo un gesto afirmativo y se abrió por un momento la capa, para enseñarle el cuchillo de caza que llevaba a la cintura.

—Lo tendré. Te doy mi palabra.

Había que franquear dos puertas. Berengier quitó los cerrojos de ambas, levantó la pesada viga de roble que aseguraba la puerta exterior y la empujó, abriéndola justo lo suficiente para dejar paso a Alaïs. Con una sonrisa de agradecimiento, la joven se agachó para pasar bajo el brazo del guardia y salió al mundo exterior.