Tiempo después, llegó a Wigaldinghus. No fue recibido con honores, pero al menos allí Widukind era respetado por encima de todas las conspiraciones de la nobleza sajona, que había decidido pactar con el poder de Carlomagno a cambio de la administración de la nueva Marca de Sajonia, como había tenido oportunidad de constatar a lo largo del camino que lo conducía hacia el norte.
Angus ya imaginaba a Widukind cabalgando por páramos helados, al pie de unas cúspides nórdicas y oscuras que las nubes coronaban eternamente, por ser moradas de tenebrosos dioses. Imaginaba las olas gigantes batiendo en las playas remotas del oeste, su hermano se alejaba de su mundo para desgarrarse el pecho contra las rocas, herido de muerte por la rabia que le producía aquella ominosa traición de la que había sido víctima…, pero, aun así, lo imaginaba, como muchos otros, siempre vencedor incluso más allá de las fronteras, entre los súbditos del rey danés, quien además era su abuelo por parte de madre. Todo lo que las gentes simples creían era que Widukind iba en busca de refuerzos a las tierras de los vikingos. Se brindaba a su salud y se bendecía su nombre cada vez que nacía un niño. Pero Angus entendía la angustia de su señor. No podía rendirse, y sin embargo, todo parecía perdido.
Al llegar a Wigaldinghus, pidió asilo. Antes de marcharse a Austrasia, tenía que encontrarla.
La compasión fue la fuerza que animó todos sus pasos.
Creía a Magatha perdida por los campos, enloquecida y acabada. Sintió aquella fuerza inmensa que lo había movido hacia ella, aquella necesidad opresora de ayudarla por encima de todo, y la pasión que lo abrasaba.
Obtuvo noticias que hablaban de ella, y se encaminó al lugar en el que suponía la encontraría.
Y la vio, no muy lejos, en la casa señalada. Cuando cayó la tarde y las gentes se reunieron, pues se celebraba una festividad local, apareció. Grupos de niños jugaban. No estaba sola. Sus ojos azules se encendieron al verlo, chispearon con la fuerza que los caracterizaba. Se quedó mirándolo. El aire de la tarde se había calmado y el sol ya no iluminaba las casas de piedra. El corazón de la aldea se llenó de gente.
Angus se acercó respetuosamente. Parecía lo que era: una especie de sombrío mendigo que deambulaba por los caminos. Se retiró la capucha al verla y se sintió como ahogado por una fuerza desconocida. Se alegró profundamente, estaba tan cambiada. Su enfermiza delgadez se había llenado con cierto gozo, sus cabellos eran abundantes, parecía más feliz y hermosa como si hubiese florecido después de un largo invierno. Un hombre más alto que ella también lo miraba. Tardó en darse cuenta de cuál era su papel en la escena: estaba allí, parado, con su fardo a la espalda, mirándola de un modo muy extraño. Ella se le acercó con una sonrisa.
—Angus —lo saludó abiertamente. Las mujeres germanas gozaban de libertades impensables en el sur—. Es él —le dijo al hombre que lo miraba con más curiosidad que animadversión.
—Tus ojos grises… —fue todo lo que el sacerdote de las sombras logró decir. Después se repuso a duras penas. No podría quedarse mucho más tiempo. Lo había comprendido. No sólo para Widukind estaba todo perdido en Sajonia, también para él—. Sólo estaba de paso; oí hablar de ti, y quise saber cómo estabas.
—Estoy bien, querido Angus —dijo ella con gran compasión.
La compasión lo había movido hacia ella a través del fuego y del agua, y compasión era lo que encontraba como recompensa.
—Me alegra mucho verte tan feliz, Magatha, ¡me alegra por el cielo! —replicó con sinceridad.