Al despertar de aquel desmayo, nadie había que quisiera socorrerlo. Se incorporó, arropándose con sus hábitos, para darse cuenta de que había sido tendido en la oscuridad del ala norte de la iglesia. La luz de la imponente lámpara seguía dominando aquel espacio como si se tratase del centro de un universo aparte, y las sombras eran sus siervos. Al incorporarse se asomó al amplio espacio y allí vio arrodillada la figura de un monje. Se inclinaba hacia las imágenes y símbolos de la Orden con humilde devoción. Angus, todavía examinando las ideas que, en tropel y sin orden, se agolpaban en su imaginación, vio cómo el monje abandonaba la postura y se volvía hacia él.
—No es la primera vez que te rescato de delirios. Algún día se contarán leyendas sobre las iluminaciones de Angus de Metz —comentó Alfredo. Se puso en pie y se santiguó ante el altar. Después se volvió en busca de Angus, y caminó hasta encontrarse suficientemente cerca como para escrutar sus ojos.
—Alfredo…, ¿qué hacéis aquí? —preguntó el joven.
—No importa eso ahora, acompáñame —puso su mano en el hombro derecho del joven y quiso guiarlo hacia las sombras, lejos del centro de la iglesia.
—No… —protestó Angus, y se rebeló contra aquella mano.
Alfredo se volvió.
—¿Qué sucede, Angus? ¿Acaso no has entendido los designios del Altísimo?
—No fueron designios del Altísimo, sino vuestros.
—No fue una decisión mía que te quedases aquí, pero lo hiciste y creo que ya no eres el mismo joven al que conocí.
Angus se echó celosamente la capucha sobre la cabeza, como ocultando su vergüenza.
—Sois un hereje, ¿verdad? Siempre lo fuisteis, incluso antes de que la misión de Ebo de Colonia partiese hacia su infausto destino…
—¿Qué es un hereje?
Angus se negó a responderle.
—Alguien que piensa de modo diferente a como dictan quienes detentan todo el poder de la intervención de Dios en la Tierra… en tal caso yo soy un hereje, y tú también, y todos los hombres serán herejes, porque Dios les ha dado la facultad de pensar y, sin embargo, su mandato les prohíbe pensar. ¿Es eso a lo que os referís?
El monje no apartó la mirada de los ojos de Alfredo de Durham.
—Vais en contra de todos los sacramentos de Dios y de las reglas de las órdenes bienhechoras, ¡no sois un benedictino, por el amor de Dios! Os he visto… ¡besar a esa mujer…! Es ella…, ¡la misma que ocultabais en la expedición bajo el aspecto de un joven ayudante! ¿Durante cuántos años vivís en pecado? Ya entonces la amabais…
—La amé desde el primer día en que la vi, y resistí durante muchísimo tiempo las tentaciones hasta que quedé libre de todo pecado, y sólo en ese momento, cuando me di cuenta de que mis intenciones eran puras y limpias como las de ella, juntamos nuestros cuerpos.
Angus parecía como paralizado por el dolor de sus revelaciones.
—También yo fui amado, pero rechacé el amor de esa mujer que quiso amarme en bien de los sacramentos…
Alfredo lo apresó por los hombros, sacudiéndolo ligeramente como un padre que quiere despertar a un buen hijo, quien fuera presa de una profunda somnolencia.
—¡Angus! Apártate del látigo que lacera el alma, y sigue la vida. No se ama menos a Dios por consumar el amor carnal en la Tierra.
—Pero ¿por qué? —preguntó el joven con desesperación del alma.
—Oh, Angus de Metz, has visto los horrores de la guerra y ahora, sólo ahora, comprendes la esplendorosa llama del amor, ¿crees que esto es casual?
Angus se inclinó, con los ojos arrasados en lágrimas silenciosas que brotaban ya directamente desde su corazón.
—Querido y nobilísimo amigo, esto forma parte del plan de la gran teofanía y de los misterios de la Creación. La vida y la muerte parecen oponerse, situándose en los extremos opuestos de una balanza terrible de la que pende el mismo Universo, y, sin embargo, no es la línea de esas varas de medir con la que nos contentamos en la Tierra, sino el círculo de las esferas armilares con las que se viste la filosofía, lo que posibilita este cálculo que desafía la razón, trastoca el entendimiento y desata la pasión, pues toca la magia de la naturaleza: los extremos se tocan hasta confundirse, y el que oscila por los extremos camina sobre un anillo, y burlona es la felicidad del círculo, pues siempre vuelve sobre sí mismo.
—No os entiendo… —sollozó Angus, limpiándose las lágrimas.
—Hay un momento en el que el torturador y el torturado son dos partes de una misma cosa idéntica; el uno dirá lo que el otro quiere oír para satisfacerlo, pues el dolor y el placer están en íntimo contacto y crean vínculos que el Maligno bien sabe controlar en este mundo. Del mismo modo, la fruición de vida más fogosa y palpitante arde allí donde se ha producido la tragedia de la muerte, aman más fieramente los que han visto de cerca el dolor, y a menudo quienes se odian lo hacen porque en verdad y secretamente se aman, y quienes se aman hasta herirse siguen amándose locamente porque se odian… y de ese modo hay una necesidad en lo uno que sólo con lo otro se complementa, se justifica y existe. Ha sido al atravesar los horrores de la guerra cuando has comprendido todo lo que era sólo una idea en tu mente, Angus, para convertirse en una comprensión que ha venido directamente de tu corazón. Del mismo centro del que procede tu amor a Dios, tan puro y verdadero, de ese mismo lugar ha venido la revelación que te perturba, pues ha nacido de la misma semilla que el Altísimo depositó en esa fértil profundidad de la que sólo puede brotar la llama que es esplendor, el esplendor comprensión, la comprensión vida, la vida pasión y la pasión éxtasis, y así de nuevo el éxtasis que es llama.
—Sofismas… son sólo sofismas… —murmuró Angus.
—¡No! Son verdades afiladas como espadas las que atraviesan tu alma y parecen hacerla pedazos, porque la luz de tu inteligencia te impide comportarte como un obediente cordero en el rebaño que los perros tratan de amedrentar día y noche —siguió Alfredo—. ¡Despierta! ¡Despierta!
Y Angus creyó que aquélla era como la voz de un gallo que empezaba a cantar en una mañana fría, justo al despuntar la primera llama del Creador.
—Ve a Aquisgrán y busca a Alcuino de York, él te enseñará que no soy el único entre los iluminados, ni siquiera el más notable. Ve a él y dale mi nombre, sólo eso bastará, pero procura hacerlo en audiencia privada, cuando nadie más pueda escucharte, o pídele acto de confesión. Y si decides volver por los caminos de las abadías y escuchas el nombre de Arnauld de Goth, ¡corre sin ser advertido, desaparece como alimaña en las sombras del bosque ante la jauría del cazador, mantén la boca cerrada y huye tan lejos como puedas! Pues ése es en estos oscuros días el nombre más peligroso del Reino…
—¿De qué estáis hablando…? Nuevas y oscuras conspiraciones… ¡dejadme!
Alfredo se acercó a él.
—No; sólo deseo librarte de horribles dolores, o guiar tu ansia de luz. Pues si Arnauld de Goth se enterase de que estuvisteis cerca de Remigio el Piadoso, nada te librará, apreciado hijo, de la más sangrienta de las torturas. Arnauld es como el Minotauro en su laberinto, todos los caminos conducen hoy a él… Márchate, o bien guarda silencio lejos de los francos. Nada de lo que digas te salvará de ese abominable tormento…
—Quizá lo merezca…
—¡Cállate, por el amor de Cristo! No mereces semejante castigo, nadie lo merece, pues incluso los criminales, una vez descubiertos y probados sus actos, sólo merecen la muerte y nada más que la muerte, y lo más pronta posible, pues si es larga su llegada sólo da placer al que mata y no es pío el castigo. La tortura es un espejo en el que la maldad diabólica del torturador se refleja impunemente…
—No quiero oír nada más…, nada…
—Te muestro el camino, Angus de Metz, dado que leo en tus ojos tu voluntad de abandonar a Widukind.
Angus retrocedió al escuchar el nombre de su pupilo, de su alumno, de su hermano y, a la vez, de su señor.
—¿Qué queréis decirme con todo eso?
—Nada más puedo decir ahora. Busca a Alcuino de York si decidís volver a Austrasia, o evita a Arnauld de Goth y guarda silencio, y algún día comprenderás muchas cosas.
—No…, ¡esta vez sólo el Señor me mostrará el camino…!
Angus caminó de espaldas, librándose de aquella presencia, en busca de las puertas.
—¡Angus!
—¡No…! —gritó el joven, y al volverse en la oscuridad y empujar la hoja del portalón se encontró con dos de aquellos ominosos monjes negros, que penetraban en el templo.
Angus se echó sobre las escaleras, apartándolos como alma que persigue el diablo, y desapareció en el bosque. No volvió a ver a Alfredo sino en circunstancias muy diferentes y cargadas de horror que todavía no deben ser referidas… Esa misma noche, partió a lomos de su buena yegua en busca de lo que más congoja causaba a su corazón.
¿Dónde estaría ella ahora? Los velos de la conciencia se rompieron y todos los temores que había encerrado durante aquellos años lo dominaron. Y Angus recordó a la esposa pagana de la que había renegado como hombre, para ser fiel siervo de Dios.
Ella… Sus cabellos densos y castaños, sus andares rectos, sus ojos celestes y su piel de cérea blancura, los carbúnculos de sus labios.
No importaba todo lo que le hubiese hecho. Su alma seguía perdida en la descabellada creencia de sus ojos.
La había amado y ahora deseaba que todo hubiese sido de otro modo. Se torturaba con pensamientos que no parecían sino conducir a su busca. ¿Qué importaba que estuviese loca? Angus llegó a creer que estaba loca de amor, y que su único gran amor había sido él. La había encontrado en ese estado penoso de la vida, convertida en el trapo de su propia ascendencia, despreciada por su propia familia. Y la había rescatado de aquel profundo pozo de incomprensión y degradación humanas.
¿Por qué no fue capaz de corresponderle como hombre? Si bien es cierto que jamás se tomó en serio aquel matrimonio, que sólo aceptó para salvarla de tanta humillación, también afirmaría que con ello dañó sus más profundos sentimientos. Nadie fue capaz de comprender la grandeza de su alma, la belleza que escondía tras su salvaje dolor.
Me había sentido tu salvador. Es el más absurdo de los pensamientos que se pueden tener… Me he dado cuenta de lo iluso que fui al adentrarme en los caminos de las sombras. Me perdí en ellos, para encontrarte en una senda sin retorno. Quise ser tu redentor, tu liberador, tu amigo. Yo te amé por encima de casi todos los pensamientos que pueden germinar en la mente de un alma cobarde e insignificante como lo es la mía. Te amé por encima de todo y, sin embargo, no fui capaz de corresponderte… Me arrepiento de no haberte aceptado como esposa, pero fui incapaz de ello… Quisiera explicártelo, pero sé que no podrás entenderme, que me considerarás un traidor. Llené de aire las velas de tu alma para desaparecer cuando seguiste mi impulso hasta las olas profundas y gigantes de alta mar. Y una vez allí, te dejé sola, a la deriva en el mar de tu conciencia, en el proceloso océano de la inquietud y de la soledad.
Hermosa mujer. Yo sigo amándote, sigo queriéndote como te había querido, sigo deseando con todas las fuerzas de mi espíritu que vuelvas.
Había escrito palabras como aquéllas, y los pergaminos se amontonaban. La imaginaba perdida por los caminos. ¿A dónde la había empujado, sino a un abismo sin fondo? La muerte la alcanzaría. No deseaba enumerar los males que, de un modo u otro y a cada cual más atroz, imaginaba acosándola. La había empujado a la nada, al vacío, a la desesperación de la soledad. El día en que asumió ayudar a aquella mujer la apartó de su familia ingrata. Después de liberarla, ya no contaría con nadie en aquel mundo oscuro en el que vivían. Sólo Dios sabe por qué reserva a las criaturas destinos tan dispares e inciertos, tan dolorosos. Sabía que su corazón estaba roto, al fin, roto como el de ella. Ése había sido su destino y el de sus insatisfechos dilemas. Apartado de la fe, trataba de abrazarla en su fuero interno, y cuando Dios le propuso aquella prueba digna y poderosa, no supo corresponder al destino que así le ofrecía, renegando de sus designios, por sospechar que las sombras pudiesen desviarlo del verdadero camino.
La inspiración hacia los demás, el deseo de iluminarlos… ¿había sido todo ello un error egoísta?
Las Sagradas Escrituras así lo declaraban, que el hombre en su matrimonio no será dueño de su cuerpo, sino su mujer, y que la mujer no será dueña de su propio cuerpo, sino su hombre. Sabias y antiguas palabras que él no había sabido respetar, empujándola a un profundo dolor, quizás el más profundo de todos.