Llegó el día de la despedida. Swanhild había sido avisada por su fiel amigo Hellbrandt, y se había puesto en marcha hacia Nordalbingia junto a sus hijos. Para Widukind, había llegado la hora de poner a salvo sus bienes y de marcharse. A pesar de las venganzas, a pesar de las muchas matanzas en la oscuridad de la noche, Widukind no soportaba la sensación de que Carlomagno había vencido.
Fugitivo de un presente inaceptable, su pensamiento se volvió hacia el norte, en busca del pasado. El sur se alejaba como una ondulación verde que sucumbía en la niebla exhalada por aquella madre tierra que adoraban sus hechiceros.
—Los daneses me darán mejor patria… —renegó el rubio.
Y añadió, sin demasiada convicción:
—¿Me seguirás, Angus?
—¿Para qué? —se defendió Angus—. Ya no sois un niño, nada necesitáis de mí, ni mis consejos, ni mis pensamientos, ni mi presencia, y no sé empuñar una espada…
—Me has enseñado mucho, y no deseo que te marches con los francos…, pero tampoco quiero obligarte a hacer algo que no deseas… —y los ojos del duque lo traspasaron una vez más. Angus quiso creer que, además de todas aquellas razones aducidas, lo apreciaba como lo que era, algo más que un esclavo: un amigo—. Haz algo por mí antes de marcharte. Quiero que hables con Remigio. Después, podrás hacer lo que quieras, serás libre. Díselo así de parte de Widukind, hijo de Warnakind.
Angus se quedó callado. El viento acariciaba las greñas del sajón, cuyos ojos vagaban por las colinas del horizonte, mirando con rencor su propia tierra. Su alma estaba dividida y furiosa. El cristiano montó su mula y siguió durante un trecho hacia el noroeste a su señor. Y llegaron a la encrucijada. Hacia el oeste, las colinas se elevaban como en un halo dorado. La luz de la tarde brillaba en una niebla sobre el horizonte. Las quebradas y las ciénagas, el laberinto de Remigio, estaba en aquella dirección.
El caballo de alta cruz relinchó, nervioso.
—Angus, compañero, Magnachar te acompañará hasta el templo. Él conoce el camino tan bien como yo —le indicó al fin. Se habían separado de la horda de guerreros que ya servía al duque, desde hacía años, como guardia personal. Magnachar miró gravemente a Angus, y asintió ante la mirada de Widukind.
—Aquí nuestros caminos se separan —dijo entonces con severa decisión—. No quisiera olvidar nada de lo que me has enseñado. Has sido un grato maestro. Hay cosas de ti que no comprendo, pero las he escuchado, y creo que he aprendido a diferenciar a un hombre interesado de un hombre de buena voluntad, sea cual sea el nombre de sus dioses.
Angus se inclinó.
—Son palabras sabias, señor.
La recia mano del duque apresó su hombro como un mitón cosido con hilo de hierro. Angus elevó el rostro y lo miró a los ojos. Sombras de presagios y huellas de recuerdos erraron por la superficie especular de aquellos ojos tan luminosos, y algo debió pasar, parecido, por los suyos, porque le dijo:
—Ay, Angus, el amor nos hace viejos, las heridas se hacen más profundas, y ya no dejarán de sangrar.
A Angus le sorprendió tanto lo que dijo, que tardó en añadir, como si fuesen sus últimas palabras en vida:
—La amo tanto, pero de un modo que ella no comprenderá. Quisiera encontrarla y contárselo… no soporto la idea de que pueda estar extraviada en los campos, perdida, sin sustento, al amparo de los lobos…
El duque sabía a lo que se refería. Sonrió como quien presencia la tristeza de un niño, y dijo:
—¡Búscala! —los ojos de Widukind, robados por el viento que los enrojecía con su gélido soplo sobre los páramos, se encendieron con aquel entusiasmo repentino e incendiario gracias al cual había arrancado de la duda a miles de guerreros antes de enviarlos a batallas sangrientas y victorias libertadoras—. ¡Búscala, Angus! La amas de un modo como pocos hombres pueden amar a sus esposas, porque eres un gran hombre… Mi padre no se equivocó al situarte en mi sombra, porque la has preservado de muchísimas maldiciones… ¡Búscala! Yo también amo a Sajonia y ella no parece comprenderme, quizá también yo algún día debería volver para tratar de explicárselo, pero aún así… ¡no es la hora!
Widukind se separó de él, y le pareció que al hacerlo con tanta energía su alma se elevaba del sucio pantano en el que se arrastraba sin fuerzas; después aquel terrible caballo, Walwint, piafó ante Angus como si quisiese embestirlo y sus patas arañaron el viento, y su mula, pobre bestia de sencillo temperamento, retrocedió como amenazada por un dragón. Widukind tensó las riendas y la bestia se apartó de mala gana, como si evitase un castigo que el animal desease imponerle al propio Angus.
Widukind se alejó después melancólicamente, sin prisas, apenas rodeado de una bandada de guerreros a la grupa de sus grandes caballos. Angus los contempló indeciso hasta que desaparecieron en el norte, detrás de unas lomas. Entonces escuchó la llamada de aquel cuerno que había bramado orgullosamente en la guerra, cuyo canto abandonaba aquella tierra salvaje. Widukind le dedicaba un último adiós.
Trotó ante sus ojos por el Camino Verde. Se alejó con parsimonia. La horda entera se convirtió en una sombra que se perdía en el horizonte, tan distante desde aquella elevación. Después, la cinta del camino torcía hacia el oeste y allí, los trazos borrosos de un bosque ocultaron a su mirada el rastro del que había sido como un hijo y a la vez como un hermano.
Después se quedó a solas con Magnachar, su guía a través del laberinto. Le esperaba un último viaje al corazón de las tinieblas. Se volvió hacia el sureste y buscó las formas de las colinas. El viento soplaba contra sus rostros y no hablaron durante aquella marcha, y sólo quería pensar que al fin la encontraría, que llegaría a tiempo para expiar sus culpas.
Las quebradas fueron invadidas por una niebla blanca y fantasmal a medida que la tarde caía, y el sol se sumergió en un mar blanquecino y gélido que vagaba a la deriva ocultando la floresta y el templo del heresiarca. Tras dos días bajo la lluvia zigzagueando, llegaron al remoto santuario en el que los jinetes negros vigilaban los caminos de las ciénagas, y de nuevo al profundo río que se adentraba como una enorme serpiente en el laberinto de la naturaleza, una serpiente de agua cuya cabeza atrapaba entre sus colmillos el Templo de la Espada.
Una vez recibidos por los sacerdotes, Magnachar se despidió tras entregar el mensaje de Widukind y se marchó hacia el norte, para reunirse con el duque. Para su sorpresa, Remigio no estaba allí en aquel momento, pero sus ayudantes conocían su nombre, y lo esperaban. Le dijeron que debía contemplar algo por orden suya y esperar los oficios divinos. Entre dos de aquellos encapuchados extrajeron un manuscrito y se lo mostraron con gran devoción. Al fin había llegado la hora de verlo. Estaba ante sus ojos. El opus magnum del hereje, la palabra de la discordia: el Evangelio de la Espada.
¿Qué secreto podía esconder la mano temblorosa del heresiarca que se había arrastrado durante años sobre aquellos folios, dejando que sus miniaturistas y rubricantes detallasen con coloridos halos de oro las imágenes capitales y los misterios de su pensamiento?
El cáliz de oro, junto al libro, los delicados encajes de la mantelería depositada con esmero por los pajes de aquellos señores de la tierra sobre la larga mesa, se enfrentaban a la ominosa penumbra del ábside.
Por fin estaba allí. En ese momento se dio cuenta de que había llegado al lugar que su destino apuntaba desde que decidiese dirigirse hacia el norte, en busca de la Misión: el Libro de Remigio.
Las solapas, forradas con piel de becerro, estaban guarnecidas con encajes de un oro tan puro que de solo mirarlo parecía ir a derretirse o a cambiar de forma. En estas piezas, engarzadas en las cuatro esquinas del libro, brillaban minúsculos crisopacios, granates, espinelas, jaspes y turmalinas dispuestos de tal modo que imitaban algunas constelaciones, de lo que Angus dedujo inmediatamente que escondían algún significado respecto a la ubicación en la tierra de los templos de la Orden, por ejemplo. El manuscrito era de bellísimo pergamino, de esa variedad que se conoce como vellum, trabajada con el yeso que ablanda y la plana que alisa y la piedra que frota suavemente hasta convertir las folia en superficies perfectas para la pintura y la escritura, ni tan gruesas que resultase molesto pasar las hojas, ni tan finas que peligrase la vida de libro, del que se esperan algunos siglos de supervivencia si antes no ha sido copiado. Había sido iluminado cuidadosamente por manos expertas cuyo trazo enervó un apagado grito de admiración que vino directamente del corazón de Angus. Llevaba muchos años sin ver un libro, y de pronto se encontraba con aquella joya, digna de la biblioteca de Aquisgrán o de las arcas de Roma. Sus dibujos eran, ya a simple vista, bellos y muy decorados en los marginalia de las páginas, con juegos vegetales entre los que sobresalían cuidadosas figuras de animales que se retorcían y se transformaban en una variedad de elementos que aturdía y a la vez desafiaba la imaginación del monje. Pájaros cuyas lenguas, tan delicadas como dedos de doncellas, tocaban los caracteres góticos enlazándolos con las líneas de las lanzas y las formas de las flores, las cuales se abrían generosamente por doquier, todos los animales del bestiario del Señor y del Arca de Noé, así como todas las criaturas infernales que se ocultan a la sombra de los infieles, las cábalas de los judíos y las fantasías de los poetas paganos, todas ellas parecían presentes para dialogar al margen de la palabra escrita, incluyendo comentarios que el ojo experto podía desentrañar sólo con una visión muy detallada. Cada letra capital, cuando se presentaba, estaba así decorada con el esmero de una joya que debía ser única e inimitable en su forma. Por lo rico y variado, a Angus le recordaba a los Apocalipsis del norte de Hispania, por lo colorido y florido, a la par que sobrio, le parecía ser la obra de algún monasterio de Hibernia, por la forma de distribuir los caracteres y la sombra de su escritura, el orden con el que cada párrafo se convertía en una obra de arte para la vista, podía ser una obra anglosajona. No faltaban las formas de los caracteres rúnicos nórdicos, a los que atribuía su correspondiente traducción al griego y al latín, pieza por pieza. No creyó haber tenido en sus manos un libro tan bello y a la vez tan extraño como lo era aquél, pues muchos de sus símbolos y de sus palabras habían sido impresos con muescas de hierro candente en las cubiertas de piel de becerro que había cosido en su lomo, formando listas de signáculos de incomprensible dicción.
Deseaba saber qué había escrito, mas por otro lado lo temía. Algo en su interior se ponía en guardia frente a aquel poder devastador del cual había llegado a saber demasiado en el transcurso de los últimos años: la palabra de Remigio el Piadoso había marcado su destino.
La larga mesa, cuidadosamente labrada, contrastaba con la techumbre natural de la caverna. Abrió la pesada tapa, una tablilla de madera curada, barnizada con pinceles, que había sido forrada, junto al lomo, con un trabajo de piel, envejecida durante el tiempo en que Remigio habría estado pasando a limpio sus pensamientos y los frutos de su verbo. Allí estaba escrito, claramente, con letras bien definidas, el siguiente título:
ESPATA EVANGELIUM
Ésa era la divisa de la Orden: El Evangelio de la Espada.
Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono
un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos.
Y vi a un ángel fuerte que pregonaba a gran voz:
¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?
Y ninguno, ni en el cielo, ni en la tierra ni debajo de ella,
podía abrir el libro, ni aun mirarlo.
El libro empezaba con la cita de los versículos del Apocalipsis.
El signo de la cruz había sido desprovisto de la tierra santa en la que fue clavada y erigida, y en lugar de ello aparecía una mancha roja en la que estaba sobrescrito, gracias a un molde calentado al fuego, aquella estampa grabada: terra.
La cruz era, pues, una espada clavada por Dios en la Tierra, y la Tierra, una carne infinita que sufría y sangraba.
¡Qué abominable herejía, qué credo espantoso se ocultaba en aquellas páginas…! ¡Qué obra del extravío podía ser aquélla… no le cabía duda alguna, pues ya estaba familiarizado con las prácticas del renegado de Dios! Angus sentía que debía enviar aquel manuscrito a las llamas, y sin embargo, deseaba con todas las fuerzas de su espíritu ponerse a prueba, leerlo, adentrarse en la duda de la fe. La barbarie hecha conocimiento, los relatos del dios de la oscuridad entrelazados, como aquellos animales del bestiario de Satanás, que también estaban presentes, con la pasión de Cristo Nuestro Señor. Y detrás de aquel discurso contenido en las miniaturas de los marginalia, se ocultaba la confusión y extravío.
Los cuatro elementos se sucedían en terribles imágenes, océanos extendidos que desembocaban en cielos azotados por el viento, y el viento era una lengua de fuego y el dragón que la arrojaba era las entrañas de la Tierra; a su vez los ubicaba en las cuatro esquinas del mundo, y confluían y eran señalados en la esencia de la sagrada cruz, símbolo de todas las fuerzas que tienden a la dispersión y que, sin embargo y gracias al sacrificio del Crucificado, son unificadas en un único y omnipotente poder. Y equiparaba la cruz a los puntos cardinales, y también al hombre, con sus brazos abiertos, y convertía al hombre en el centro de las fuerzas indomables de la naturaleza, y el centro del hombre era sagrado como lo era el centro de la mujer y ambos centros se atraían y eran una misma cosa, y así la cruz también encontraba su símbolo en la espada, que era sagrada, era la cruz, y la cruz era la espada, leyese donde leyese. Además, daba interpretaciones diversas de las sagradas escrituras, que Remigio explicaba con su convencimiento y afán evangelizador.
La rueda de fuego, el carro de Yavéh; las llamas errátiles de las esferas del fuego; los animales de su bestiario; todas las visiones de los adivinos desde el libro del profeta Zacarías, y una lectura personal de los símbolos bíblicos se sucedían entre los aenigmata de los miniaturistas. Rastros de esa alquimia universal, a la que se referían los infieles, se mezclaban con un sincretismo misterioso, y daban lugar a los apodícticos preceptos fundamentales de la Orden de la Espada. Tierra, y carne de nuevo. Todo volvía al polvo del que venía, a la Tierra, la mujer y el cáliz femenino, centro de su forma, contenedor de la sangre… Y la sangre en la interpretación mística y pseudoapostólica de Remigio el Piadoso, era digna de voluptuosa adoración… y la vida libre, pensó Angus, recordando lo que había oído cuando vivía en Metz, con todos los pecados terribles que ella conllevaba: la diabólica adoración de la mujer, que los Padres de la Iglesia consideraban súcubo del diablo, en lugar del temor de Dios.
Sobrecogido, se apartó del libro. No sabía cuánto tiempo había pasado, ni por qué aquellas visiones se habían hecho tan vividas en su imaginación. La luz de única lámpara caía sobre el centro de la sala. Quizás el olor de lo que se consumía lentamente en el turíbulo lo había arrojado a todas aquellas visiones. Angus retrocedió, alejándose del libro, cuyo poder parecía ahora sobrenatural, y al alzar el rostro se fijó en las paredes de la iglesia. Los pilares de piedra eran como las raíces petrificadas de un árbol que sostenía el mundo por encima de sus cabezas.
La antorcha arrojaba mortecina luz recortando los ángulos oscuros, donde se sumergían las bocas cavernarias, accesos a las profundidades de unas criptas negras en las que se custodiaban más tesoros de ignoto valor. Una luz gris caía directamente en el centro del vasto salón, procedente de una bóveda coronada por piezas de alabastro que creaban un discreto mosaico heptagonal.
Ahora lo comprendía. Todo estaba ante sus ojos: el sentido de su vida, las guerras, el amor, la miseria y las dudas, estaba a punto de serle revelado. De un modo u otro, los caminos oscuros del señor lo dejaban allí, ante la herejía de un predicador. La misión evangelizadora lo situaba en el vértice de una oscura montaña que se clavaba en el interior de inciertas nubes, atravesándolas, y concediéndole la visión de un más allá por encima de la vaga visión humana.
Los tambores resonaron en la entrada norte de la iglesia, más allá del corredor por el que lo habían traído hasta el altar los sirvientes de Remigio. Tambores que golpeaban el pecho de la tierra, arrancándole sones al mismísimo abismo. Lentos y acompasados, sobrecogieron su corazón.
Venían a celebrar su misa.
Por fin estaba en el corazón de las sombras. Una veintena de monjes se reunió, cubiertos todos ellos por sus hábitos, alrededor de aquel altar frente al ábside. La gran antorcha, sostenida por la lámpara de bronce, pareció intensificar su luz a medida que la oscuridad arrojaba su manto de silencio sobre los bosques. Las ventanas de tres órdenes enmudecieron al fondo y la inmensidad de aquel espacio se llenó de tinieblas, reunidas como danzante aquelarre alrededor de la llama. Ésta, alta y fuerte, ardía sobre los murmullos de aquellos monjes que tributaban su fe al heresiarca y su Evangelio. Angus retrocedió a ocultarse tras el pilar que conducía a una de las oscuras bóvedas, como clérigo apátrida que per mundum discurrit vagabundus, sin apartar su mirada de la misa. Remigio apareció entonces cubierto de negro, se elevó sobre los peldaños y los miró a todos. Abrió los brazos como un apóstol que saluda al cielo, o como el Crucificado que se entrega a la Pasión. En ese momento, Angus escuchó su voz sobrecogedora, que parecía agraciada por el don de la profecía, con la que clamó solemnemente:
—Aeterna fac cum sanctus tuis.
Y retumbó la voz en los cavernarios osarios y en los arcos, en las portadas y en los pilares, volviendo desde el ábside como el quejido de un trueno o la advertencia de un ángel oscuro que conmina la Tierra. Después, los monjes, inmóviles, con sus manos bajo el escapulario y las capuchas sobre sus rostros, se arrodillaron, y comenzó el canto con una nota que los de voz más grave sostenían en la penumbra, una nota que apenas se movía mientras que los más jóvenes plegaban las súplicas de sus salmodiantes melodías sobre la emotiva armonía que todas ellas componían en su conjunto, y una grandeza sin nombre emergió de las tinieblas del templo cuando las voces de los tenores entonaron al unísono el Te Deum con tanta fuerza que el propio Angus, tanto tiempo alejado de las eucaristías, no pudo menos que caer de rodillas, tal era el poder a la vez glorioso e inverecundo que crecía y crecía, amplificado por la sonoridad del recinto, consagrado a la alabanza de Dios.
Después del responsorio, el himno y el versículo, y tras el oficio sagrado, el venerable Remigio inició su interpretación de una de las profecías. Abrió el gran libro, aquel Evangelio prohibido, y su voz resonó en las bóvedas de misterio:
—¡El tiempo ya se acerca! No ha mucho que los sueños así me lo anunciaron, y el profeta lo dejó dicho en el Apocalipsis, cuando escribió que el Cordero abrió uno de los sellos, y oyó a uno de los cuatro seres vivientes decir con una voz como de trueno: «¡Ven!».
»Miró, y vio un caballo blanco. El que lo montaba tenía un arco y le fue dada una corona, y salió venciendo y para vencer.
»Cuando abrió el segundo sello, oyó al segundo ser viviente, que decía: “¡Ven!”.
»Salió otro caballo, de color rojizo. Al que lo montaba le fue dado poder para quitar la paz de la tierra y hacer que se mataran unos a otros. Y se le dio una espada muy grande.
»Cuando abrió el tercer sello, oyó al tercer ser viviente, que decía: “¡Ven!”.
»Miró, y vio un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano. Y oyó una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: “Dos libras de trigo por un denario y seis libras de cebada por un denario, pero no dañes el aceite ni el vino”.
»Cuando abrió el cuarto sello, oyó la voz del cuarto ser viviente que decía: “¡Ven!”.
»Miró, y vio un caballo amarillo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte del mundo, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra…
Tras aquella cita, que no podía sino presagiar horribles desgracias, el pseudoapóstol hizo una pausa y miró a la congregación. Después habló:
—El tiempo de la ecpirosis se acerca con la última sombra, cuando las Espadas de Dios se alcen en los confines de la Tierra dispuestas a enfrentarse a los tiranos que se sirven de Él para alimentar la codicia que habita, enroscada como víbora en celo, en las abadías y obispados del Reino, sibilante bajo los piadosos mantos tatuados de versículos sagrados para distraer la mano confiada de los creyentes, que se aproximan cegados por las salmodias para recibir la mordedura de los Padres de la Iglesia, el veneno del que se sirven para engrosar sus arcas. ¡Oro y gemas y tierras! Eso es lo que desean, ¡y siervos…! Lo llaman teofanía material, pero no es más que vulgar codicia… Nuestra orden predica la pobreza. Nada tomares sino prestado, así lo decimos. Y aquí las riquezas sólo sirven para colmar la grandeza del tesoro del Señor, y ayudar con ella a los pobres. Pero cuidaos del Reino… pues el tiempo de la guerra se acerca, y las Espadas de Dios se arrojarán sobre ellos en busca de justicia.
Vio entonces entrar a un monje, acompañado de otro de menor estatura. Tan sólo al ver aquella figura sintió un vuelco en el corazón, a pesar de ir cubierta con su capucha, las manos bajo el escapulario y una espada al cinto en el hábito talar.
Los dos monjes se detuvieron frente al altar y Remigio los recibió con los brazos abiertos.
—Descubríos.
Se retiraron las capuchas, y Angus confirmó su presagio, pues aquél no era otro sino Alfredo de Durham y el monje que estaba a su lado no era un monje, sino una mujer cuya cabellera oscura se derramó ligeramente al apartar la capucha. Alfredo parecía mayor, pero seguía teniendo la misma energía, la misma barba y ahora sus cabellos eran más largos y leonados. La mujer, sin lugar a dudas, era aquella mujer que se había hecho pasar por su ayudante durante la expedición de Ebo de Colonia. Remigio bendijo la unión y Angus contempló cómo la pareja se besaba en las mejillas y después largamente, uniendo sus labios sin aparente lujuria, frente al altar.
—Que el amor una hombre y mujer, y que la fe los abrace.
Angus se santiguó, confundido, y una extraña pasión ardió en su interior y trepó como la llama del fénix, la cual, milagrosamente, rebrota de esas cenizas que los demás creyeron muertas. Y todos aquellos años y días, y cuanto había pensado y sentido por Magatha, cuyo cuerpo no había tocado, emergió con la fuerza de un ejército cuya faz, llena de desafío, y vibrante, está a punto de arrojarse al combate. Y al cerrar sus ojos y rezar, ya no escuchó las plegarias de los versículos, sino que la vio a ella, tocada con un collar de perlas, con pendientes de celestes zafiros, vio esmeraldas que son la templanza adornando sus muñecas frágiles y pálidas, y su cuello como torre de marfil que se eleva orgullosa, sostenía una mirada de candidez de la que escapaba la risa del becerro inocente al pie del Sinaí… y estaba desnuda bajo un traje de simple y le parecía que sus senos eran cristalinos y que habían sido tatuados por fragmentos de pergamino en el que al trasluz se transparentan las filigranas con la que han sido creados, y sus piernas eran columnas de Petra, sus flancos eran arcos modelados por el escultor de Grecia, sus hombros eran murallas de Roma de sagrada forma… Y mientras las palabras de Remigio describían la llama esplendente del amor y su furor ígneo en misteriosa y correspondiente armonía a los ojos del Señor, así él sucumbía poco a poco en el recuerdo abrasador de una pasión largamente contenida… hasta que allí, apoyado contra la columna, quemado por la culpa y, a la vez, por el arrepentimiento, caía en ese abismo de abismos que todo ello entraña, pues el loco amor es potencia que trastorna, y entonces el alma es como piedra que se calcina en el horno en busca de ceniza.