Estaba solo en la penumbra del palacio. Sombras grises acariciaban los ásperos muros, que en aquella luz parecían haber sido elevados con hiladas de acero. Un gran tapiz pensil, bordado con múrice y terribles escenas divinas, colgaba desde lo más alto.
Widukind estaba solo, sentado en la gran sala. El fuego languidecía en la escena. La espada, la larga y emblemática espada, reposaba desenfundada sobre las losas que empedraban el suelo, rompiendo el orden simétrico con el que habían sido ensambladas, como si fuera un rayo acerino entre nubes de piedra, como la dolorosa contradicción de un rebelde en un mundo ya ordenado por sus creadores.
«Widukind», pensó Angus apoyado contra el muro, observando al duque. Quizá se sentía así: como su espada entre las losas de piedra, cuadrangulares y ordenadas, la estructura de un mundo cuya lógica era implacable. Deseaba un imposible, se enfrentaba a la forma y al poder del mundo, tal como era construido por una historia de miles de años…
Carlomagno no sólo contaba con el apoyo de su Dios, sino también con infinitas fuerzas que jamás podrían ser derrotadas; no al menos en la forma en que él combatía.
El sacrificio de su espíritu le hacía vacilar. Angus deseó que se rindiese, no sólo por su bien, sino también por el de tanta gente. Aunque bien cierto era que tanto derecho tenían ellos a dominar su mundo como lo tenía Carlomagno a dominar el suyo. Pero no, la fuerza era ineludible: Dios estaba de parte del emperador, Dios lucharía con él… y entonces lo comprendió: Dios sólo estaba de parte de los más fuertes. De ser eso cierto… ¿era ésa la voluntad de Dios? ¿O sólo un espejismo?
Sigifrid entró. La larga capa azul barría las frías losas. Sus botas atronaban en aquel silencio intemporal. Llevaba una copa en sus manos. Detrás de él, tres caballeros germanos lo seguían, ricamente vestidos, como era costumbre en la bárbara corte de Goimo Manoslargas.
—¡Brindemos por esos malditos cobardes! ¡Celebremos nuestra suerte!
Widukind no le prestó atención. Los hombres lo rodearon, vivaces. La garra del duque sajón apresó la copa que le ofrecían y se la llevó a los labios, bebiendo largamente como era costumbre entre los daneses.
—¡Vamos, Widu, brinda con tu primo Sigi! —Sigifrid abrió los brazos— ¡brinda con Sigi…!
Angus era consciente de lo poco que en realidad le interesaba: Widukind sólo bebía para celebrar victorias que agitasen su sangre en torrentes de fuego. Pero en la derrota se volvía solitario, frío como el hielo que yerra por el mar tras desprenderse de un carámbano en el lejano norte, meditabundo y melancólico como las hojas que habitan los torbellinos del otoño, aciago como un ángel negro que se apartase en la orilla del Tiempo para contemplar con indiferencia la suerte de los hombres mortales, capaz de enviar su propio destino al infierno si así lograse atenuar la amargura que le consumía lentamente.
El sacerdote estaba seguro de que, tarde o temprano, Widukind volvería junto a los mortales, pues era uno más. Pero Carlomagno había logrado herirlo en un lugar insospechado. Jamás habría imaginado que los nobles pactasen contra su propio líder, contra su propio pueblo, contra la libertad de su gente.
Habían escogido los privilegios que les aseguraba Carlomagno y su perdón, a cambio de vender la tierra, de permitir al emperador que los controlase como a vulgares marionetas. Era una rendición que echaba por tierra los esfuerzos de la mayor parte de los que habían derramado su sangre en los levantamientos de los últimos años.
Entrado el invierno, Widukind volvió secretamente al frente de una horda y decidió vengarse de algunos de los nobles traidores. Después de matar a los que se atrevieron a enfrentarse a él, se dirigió a una de las aldeas fronterizas en las que, en virtud de los contratos firmados con Carlomagno, se asentaba una guarnición franca. El castillo de estacas, erigido en el punto más alto del promontorio, dominaba los campos y bosques del entorno.
El duque sajón y sus hordas estaban allí, en las praderas. Las antorchas se reunieron a cierta distancia. Semejante atrevimiento era increíble, y los francos se asomaron a la plataforma, indecisos. El vigía, a una orden del capitán, movió la antorcha con desdén. No hubo respuesta que pudiesen interpretar como familiar entre aquellas luces.
Allí, abajo, los lugareños asistieron al desfile de las antorchas. Los jinetes no gritaban ni mugían como las bestias del infierno que se decía que eran. No eran más ruidosos que cualquier otro viajero en la noche. Pero eran numerosos, varios cientos de caballos pesados.
De pronto, un caballo más alto que el resto, rodeado de sombras tenebrosas, avanzó hasta el centro de la pradera. La aldea todavía estaba lejos. Un estruendo de escudos surgió de la selva y la hueste del Ángel Oscuro inundó las praderas de alrededor: desde lo alto del puesto franco vieron cómo de pronto, en pocos minutos, varios miles de antorchas se encendían punteando las tinieblas de una noche sin luna.
El capitán se alarmó, sus ojos se entornaron.
—¡Armaos! —gritó.
Al frente de la fuerza, Widukind dio la señal: alzó la larga espada como un colmillo de fuego, y las antorchas se movilizaron en busca de la solitaria y miserable aldea.
El puesto entero ardió y la llamarada se elevó en la noche como un terrible reclamo para la comarca. Los gritos de aquellos hombres quedaron en su recuerdo, pero sólo Angus rezó por ellos… Los vieron arder en llamas, tratando de abandonar el cerco mortal en el que estaban atrapados, mientras saltaban al vacío para quedar ensartados como pedazos de presa en la hoguera de un implacable cazador. El Ángel Oscuro evitó las salvas de los arqueros protegiendo a sus hombres bajo los grandes escudos, evitó que vertiesen su sangre y trasladó lo necesario para incendiar el puesto de vigilancia. Atrapados como ratas en su jaula, los francos arrojaron sus lanzas en vano. Poco a poco, el ambicioso fuego cumplió su cometido, implacable aliado mientras tenga con que alimentarse. Y así, en pocas horas, los gritos atronaron la noche, al tiempo que los miserables moradores de aquella aldea, atónitos, dejaban que sus ojos, llenos de sorpresa, vagasen de las sombras armadas a la enorme hoguera que coronaba la colina como si de un volcán se tratase.
La sombra de Widukind apenas se movía. Estaba ante ellos, rodeado de sus hombres de confianza. Sigifrid el Temerario reía como un demonio. Sus daneses hablaban en la lengua del pasado. Los sacerdotes proferían espantosos gritos a lo lejos. Vigi insultaba a los francos, el fuego ardía en sus pupilas amarillas con perverso esplendor. Las huestes, sin embargo, se divertían descargando aquel odio devastador que prendía en la región como en un mar de ortigas resecas… y el levantamiento no tardó en propagarse. Antes de que llegase un nuevo día, eran cinco los puestos de vigilancia francos que habían ardido. Se libraban combates desiguales, la sangre volvía a derramarse. El odio, arraigado en los campesinos sajones, estallaba sin compasión con la presencia de las hordas vociferantes de Widukind.
Agostado, el puesto franco fue destruido por aquel brote de odio flamígero, como la lengua de un fuego infernal que emerge de la tierra sin previo aviso, hasta que un nuevo día iluminó los restos humeantes y una lluvia repentina, al amanecer, convirtió hollín y ceniza en sucio barro, y el lodo lavó la sangre de las empalizadas recién sofocadas. Los cuerpos, rígidos, asomaban entre la madera. Las piezas de metal de sus armaduras parecían conchas ahumadas. Hedía de un modo que pocos serán capaces de imaginar si no han contemplado los horrores de la guerra.
Cuando los francos llegaron a la región, alarmados por la columna de humo, era casi mediodía. La aldea estaba abandonada. Siguiendo las órdenes de Widukind, la población había seguido a sus hordas, en busca del oeste, donde el duque les había prometido un futuro mejor en su propia tierra. Uno de los francos, especialmente rubio y alto, descabalgó para contemplar el humeante escarnio, carbonizado, en medio de la peste a carne humana. Los cuerpos de sus compatriotas yacían ensartados. Los signos heráldicos del rey franco pendían destartalados, desgarrados como las ropas de unas doncellas que hubiesen sido violentadas por manos ásperas y codiciosas.
Los moradores de la aldea, formando columna, se habían trasladado al norte salvaguardados por sus redentores. Habían tenido que renunciar a todo, a sus raíces, a sus templos, a sus casas, a sus talleres… a cambio de la libertad.
—Así sea.
El franco dio la orden, y a mediodía la aldea entera fue pasto de las llamas. Lo mismo hicieron con los alrededores. Después, destrozaron los puentes y derribaron las estructuras de piedra de las pocas moradas que se habían erigido a conciencia con el esfuerzo de muchos años. Extendieron la ruina en un paisaje que empezaba a ser tierra de nadie, pues nadie más volvería a morar en él. Ésa era la orden de los altos cargos apostados en el norte de Austrasia, en permanente vigía de la nueva Marca Sajona. Ninguna clemencia para sus enemigos o para aquéllos que secundasen sus planes. Y ése fue sólo el principio de una espiral de venganza y violencia cuyo fin no parecía cercano.