XX

Todo había acabado. Angus creyó caer en el sueño de la oscura eternidad, mas a su pesar despertó en este mundo de dolor y ruina. A su alrededor, una espesa selva; tendido en el suelo, al abrir los ojos vio cómo la naturaleza se entramaba en lo alto cual mano benevolente que lo acunaba en su seno.

Los secretos de Thor se ocultaban en aquella floresta. Hasta allí lo habían trasladado, incólume, lejos de las garras de la última emboscada de los francos. Sus ojos descubrieron un altar pagano: rocas olvidadas en una espesa hojarasca. Los cuervos, siempre ávidos, hurgaban en la enramada de alrededor. Una especie de corredor entre los árboles servía a las aves de puerta al cielo. Leyó signos desconocidos al recorrer las superficies de aquellas piedras. Sobre la más grade, plana y bien tallada, se apreciaban canalillos excavados para poder verter la profusión de sangre que manaba de unas víctimas que, sin duda, eran abiertas en canal como ofrendas al sangriento dios del trueno.

Barbarie sobre barbarie, apartó sus ojos cuando trajeron a aquel preso. Capturado durante la huida, era el único que había permanecido con vida, a pesar de las heridas, que no eran superficiales, en brazos y piernas. Los demás sucumbieron a la llamada de la muerte, y por fortuna no tuvo que presenciar sus estertores. «Oh, Dios, te suplico olvides el pecado de contemplar la ignominia de la humanidad, condenados en este tenebroso valle de lágrimas que nos rodea…». Trajeron al preso y el misionero permaneció allí, sentado ahora en una piedra, desde donde se le exigía que contemplase el acto de justicia germánico. Cuando vio al hombre, rezó en el más absoluto de los silencios. Cerró los párpados, pero la imagen de su llegada se quedó impresa en sus ojos como la aparición de un sol repentino entre las nubes, cuyo fuego flota en la visión, ya se mire a donde se mire: de mediana edad, el prisionero era un joven robusto y ensangrentado que se debatía con fuerzas renovadas al contemplar el altar. Los sacerdotes clavaban en él sus ojos impasibles y recitaban el oscuro rumor de sus runas, que sólo ellos sabían leer con gran secreto, mientras los gritos del elegido espantaban las aves de la selva.

Una muchedumbre se congregó en el claro. En lo alto de la loma, las rocas eran rodeadas por el círculo de los jarls, que asistía al sacrificio. Algunos extrajeron sus espadas. Widukind desenfundó el arma y empezó a batirla con insistente pulso contra su escudo. Un golpe tras otro. El hombre fue sujeto por sus extremidades y puesto de espaldas a la roca. Angus cometió el error de abrir los ojos en ese momento, y se encontró con la mirada penetrante de Widukind que parecía exigirle algo, y desgraciadamente Angus sabía qué le pedía. Tuvo que dirigir su rostro encapuchado hacia la víctima. Sintió perturbación, y la compasión le dolió en el fondo de su alma. El sacerdote de Yng se aproximó con la decisión de una serpiente que ya ha escogido su objetivo y que, de un latigazo, prepara su diente envenenado para clavarlo en el punto más vulnerable de su víctima. El cuchillo se hundió en el pecho y, en ese momento, Angus ya no soportó la visión.

Se había desvanecido. Cuando despertó, las risas se alejaban. Seguía allí, en el suelo, nadie le había prestado el menor auxilio.

—No estás muerto. Todavía no. Hoy has tenido mil oportunidades para ello, pero el padre de la guerra te quiere vivo. Él sabrá por qué…

Widukind estaba sentado en una de las rocas. Pasaba la piedra por el filo de su larga espada con parsimonia, pero sus ojos de acero vigilaban a un hombre de las sombras, impasibles y lánguidos a un mismo tiempo.

—Señor…

—No estás muerto —repitió con fiereza.

—… no he despertado en ningún otro lugar, señor…

—No estás muerto porque yo lo he impedido.

Tras decir aquello, Widukind se levantó y cerró sus manos en la larga empuñadura, recorriendo el dibujo de acero. Un rayo extraviado en el espeso follaje logró entrar en la penumbra del santuario, al tiempo que el viento mecía las ramas más altas. La espada brilló entonces contra Angus y sobre Angus, y tuvo extraños presentimientos que lo abandonaron rápidamente, hasta tal punto eran indescifrables. Aquel esplendor súbito cegó su mirada. La Espada, Remigio, la Orden… aquellas ideas remolinearon en su mente sin explicación alguna. El misterio seguía allí, abierto cual abismo frente al paso del caminante, el misterio de la vida y de la muerte, el misterio del destino y de la providencia, el misterio de la voluntad de Dios y de la voluntad de los hombres…

—Sólo mi favor ha impedido que esos sacerdotes te arrancasen el corazón.

Angus miró al suelo, desanimado. No deseaba estar en aquel mundo, pero el buen Dios le obligaba a vivir… Mas ¿con qué fin? ¿Por qué Él? No se desharía de su propia vida, pensó, sin pedir permiso al Hacedor.

—Te desvaneciste en el momento en que el puñal ceremonial se clavaba en el pecho del enemigo. Todos creen que frustrarás los designios de la guerra, que fracasaremos… Yo les he dicho que no será así, les hablé de Remigio en voz baja, de sus palabras, de esta Espada.

—Yo no sé qué deberíais creer, señor… Quizá tengan razón —respondió el monje con toda sinceridad—. Quizá debería morir, aunque no soy yo quién decidirá eso.

—Serán ellos…

—Será Dios Nuestro Señor Jesucristo —respondió con una fuerza inusitada, que brotó de lo más profundo de su espíritu con tal intensidad que se sintió arrancado por el poder de un precipicio que succiona el cuerpo hacia sí, para estrellarlo contra las rocas del abismo.

—No hables de ese modo… hombre de las sombras —los ojos de Widukind lo atravesaron—. No les he dejado que te den muerte a cambio de una promesa: les he dicho que ningún Dios podrá modificar nuestra fuerza en la victoria, y les he pedido que crean en mí. —Las palabras de la idolatría sobrecogieron a Angus—. Les he pedido que me sigan hasta la victoria, y les he prometido que ese desfallecimiento es otra señal bien diferente, y así lo creo. —Lo miró lleno de curiosidad—. Sólo puede significar que habrá una gran victoria, y que el baño de sangre llegará hasta las aguas del Río Grande. Y reza para que eso sea así, Angus de Wigaldinghus, porque les he prometido que, si me equivoco y no hay victoria, tú morirás y seré yo mismo el que te abra el cuello.

No supo qué decir, como en tantas otras ocasiones durante su estancia en Germania. Trató de evitar los ojos del que había sido un niño al que amó como a un hermano menor, o incluso un hijo indeseado. Se sintió tan frustrado como inútil. Como un estúpido, había creído ser un evangelizador, un iluminado… pero el mensaje de la bondad y de la compasión no era para los hombres de aquel mundo… Se despreció al pensar en eso, pero así lo creía. No: los hombres mortales sólo podían ser iluminados por hombres de fe divina y de grandes cualidades. Él…, él sólo era un discípulo perdido, extraviado, lejos de los monasterios, de los valles de la Cristiandad, lejos de su mundo e incapaz de cambiar el mundo que le rodeaba.

Cuando volvió en sí, Widukind se había ido. La hora había pasado. El viento empujaba las ásperas ramas, como si quisiese escapar de aquel bosque, y gemía inquieto. Las nubes se reunían. El mundo era gris. La sangre se secaba. Se alejó del cuerpo sacrificado, entregado a la hambruna de las aves carroñeras, a quienes se les atribuía un poder sobrenatural y purificador en aquellas ocasiones. Las trompas resonaron a lo lejos, y recorrió el sendero que salía de aquel bosque sagrado, hasta encontrarse con la ardiente llama del ocaso, que lucía en el oeste como una estrella perdida en la tormentosa tarde.

Carlomagno había infligido un duro castigo en el sur: los horrores causados por sus filas de lanceros se convertían en espantosas leyendas. Las hachas del rey eran pesadas, el acero de sus armaduras se hacía más grueso, decían algunos, que volvían desmoralizados, huyendo con sus familiares heridos de la frontera de Austrasia, donde, al enterarse de la emboscada de los westfalios, el señor de los francos decidió extender una vez más el terror.

La columna creció y se fragmentó; su yegua seguía a las fuerzas reunidas del duque sajón, que ahora ya se había convertido en el indiscutible señor de la guerra. Los demás duques se plegaban a sus ideas, no importaba lo que pensasen: Widukind arrastraba a las tropas de sus vecinos, y eso posiblemente molestaba a los demás jarls, pero así era como sucedía y ya nadie podía impedirlo, porque los jóvenes temerarios creían ciegamente en él, y ellos eran, como en todas las épocas de la historia del mundo, los que estaban dispuestos a morir en la lucha.

Widukind había conseguido agasajar a Carlomagno con un Dies Iræ que jamás olvidaría y que sin duda traería nefastas consecuencias. Ahora su consejero privado se preguntaba cómo sería la respuesta de Carlomagno, y si en verdad no tendría más sentido plegarse a la voluntad del más fuerte antes que derramar tanta sangre. ¿Quién sino Widukind sería el último en rendirse? Ahora estaba claro, pero el sacerdote se preguntaba si realmente tenía sentido. ¿Merecía la pena verter tanta sangre? ¿Era su señor consciente de las vidas inocentes que serían sacrificadas a lo largo y ancho de la frontera, a consecuencia de aquella victoria tan sólo temporal que había logrado arrancar a las fuerzas del franco…? No, sabía que no, todo eso era superfluo para los que deseaban luchar hasta la muerte.