A lo lejos, por detrás de la larga fila de jinetes y más allá de los nobles, la pendiente de la cresta ascendía abruptamente creando un montículo de hierba. Allí, recortada contra nubes distantes, vio la figura del otro jinete negro, encapuchado; qué presagio despertaba bajo la piel el ver su gran cabalgadura lúgubre… No podía ser otro sino aquél que le había entregado la carta para Carlomagno. Hacía tiempo que le había entregado la respuesta del rey franco, la cual, sin lugar a dudas, ya habría llegado a manos de Remigio.
¿Qué hacía allí, quieto como una aparición siniestra, como un espejismo de la Muerte, o como la Muerte misma?
Las dos palabras que repetían las hordas, «Yo quiero», se articulaban con dos pasos, y así, de pronto, la muchedumbre se puso en marcha. La marea subió y no importaron las deliberaciones de los jarls. Widukind arrastraba a la mayor parte del ejército reclutado entre el pueblo llano. Los guerreros de Wigaldinghus se adueñaron del movimiento de la horda de simples, y la horda arrastró al resto; no importaron las palabras de sus jarls y señores, y una gran parte de la casta guerrera pareció retirarse en compañía de varios cientos de jinetes.
Angus acicateó su mula y quiso desaparecer del frente. Walwint se encabritó mientras su señor retenía las riendas y lo obligaba a girar en redondo, para trotar frente a la marea humana que avanzaba por aquel lado hacia los francos.
Angus pudo ver a lo lejos la columna de los francos. Abajo, al pie de aquellas lomas abruptas, el sol de la tarde iluminaba una llanura cenagosa. La única ruta válida serpenteaba entre las colinas y los bosques del sureste, evitando ciénagas y cursos fangosos. Aquella parte del ejército se había separado demasiado de la fuerza principal conducida por Carlomagno.
Sorprendidos en aquella región, los francos iniciaron su formación y se prepararon, pero los furiosos sajones ya corrían hacia ellos.
Aquella parte del ejército carolingio había quedado a merced de sus enemigos. Era tarde para maniobrar. La grandeza y pesadez de su ejército se había convertido en su punto débil. Y Widukind había sabido cómo aprovechar la oportunidad.
Eran los westfalios los que se cerraban sobre los francos como unas mandíbulas de hierro dibujadas en el paisaje de aquel estrecho paso situado en los territorios pantanosos de la región. La señal de Widukind fue clara, y la llamada de su cuerno fue repetida a lo lejos, alejándose como el canto de un lobo que invoca a los suyos. Sus jinetes abandonaron los sombríos bosques y blandieron sus lanzas. Miles de hombres se arrojaron a la carrera contra los francos, quienes, sorprendidos por el ataque, apenas tuvieron tiempo para formar y preparar sus escuadrones de la muerte. Los caballos no pudieron iniciar su trote ladera arriba, y la caballería sajona cayó sobre ellos arrojando cientos de afiladas lanzas. Las puntas de hierro atravesaron el cuero y repartieron muerte en medio de una confusa estampida de gritos que inundó el valle. Los caballos entrechocaron y las espadas hicieron molinetes antes de descender y sajar. Los arqueros francos, sorprendidos por una de las divisiones más mortíferas de las hordas de Widukind, no pudieron servirse de sus armas a tiempo, y unas salvas aisladas fueron todo lo que pudieron arrojar al aire. Privados de su formación, alejados de todo apoyo, aquella división se sintió aterrorizada por la contundencia del ataque. Los francos perdieron toda esperanza al sentirse rodeados y presionados, sin espacio para formar y para disponerse, y muy pronto notaron las bajas aunque el baño de sangre no había hecho más que empezar.
La matanza siguió.
Widukind no consintió el perdón y las llamadas de trompa que hablaban de rendición fueron respondidas por nuevos ataques. Los sajones matarían hasta saciarse. La retirada de los francos fue miserable y no les dejaron tomar aliento. Cuando al fin abrieron una brecha, los observadores calcularon que sólo un tercio de aquella división conseguía salvar la vida. Los demás, aislados en grupos y rodeados de sajones, no sobrevivirían. Carlomagno se dejaba en el camino, al final de la campaña de castigo, el equivalente en muertes que había causado entre las tropas efectivas de los sajones. Eso era un nuevo fracaso.
Los caballos pesados de Carlomagno se abrieron paso entre los arqueros del emperador. Miles de caballos pesados que trotaban, hombres envueltos en el acero de sus armaduras, bestias acorazadas que habían sido educadas para barrer al galope los vociferantes campos de batalla de la más primitiva Edad Oscura.
Los caballos blancos eran los caballos de la muerte. Angus los vio venir hacia él. Caballos sajones que corrían, y cuya visión pareció detenerse un instante antes de dar muerte. Blancos, y sin embargo, de patas tan rojas. Blancos, y sin embargo, de vientres tatuados de venas que se habían vuelto rojos a costa de la sangre de sus enemigos. Blancos, y sin embargo, tan mortíferos y crueles, teñidos de granada y espinela y carbúnculo. Sus jinetes blandieron el skramasax. Las hojas centellearon un instante antes de entrar en revuelta y aterradora caída.
En ese momento, algo retumbó a sus espaldas. La mula lo había dejado a solas en medio de aquel trance. Quiso volverse para comprobar que las hojas de los cuchillos no venían a por él, que los caballos pasaban de largo desplazando el aire a su paso, pesado ahora como una piedra que golpea de lleno. Perdió el equilibrio y, al volverse, vio cómo los caballos manchados de rojo se arrojaban sobre un batallón de francos pesadamente armados. Uno de ellos fue alcanzado por la danza de acero. Otros arrojaron sus hachas, movieron sus espadas, se zafaron entre gritos antes de ser aplastados por los cascos de hierro de sus implacables perseguidores: caballos blancos vestidos de rojo…
A cuatro patas, como un perro moribundo, Angus alzó su cabeza entre el mar de hierba y quiso huir, pero fue incapaz de moverse. Una fuerza superior lo inmovilizaba ya. Los rostros de la muerte, a su alrededor… Tantos hombres… Hombres de toda condición, despedazados o heridos. Uno de ellos lo miraba con ojos muy abiertos. La cercanía de su fin le otorgó el poder de una visión superior, y leyó sus pensamientos, supo quién era, de dónde venía, incluso hacia dónde caminaba… Pero aunque quiso interrogarlo, aunque quiso darle alivio con su abrazo, no sirvió de nada: su muerte vino rápidamente, la muerte que con un abrazo de hueso recorría aquel campo soleado, invisible muerte, gran muerte, que extendía su brazo de sombra hedionda, gris, inescrutable, y los apresaba antes de arrastrarlos consigo, esparciéndolos como semillas hacia los Tres Reinos.[22]
El baño de sangre siguió a su alrededor. Dejó de oír el ensordecedor rugido de la batalla, y las imágenes se convirtieron en visiones.
Al paso de una espada, vio cómo la sangre brotaba extendiendo una fuente que se deshacía en el aire, fulgurando contra el sol…
Era como si aquel caballo trotase por una ciénaga de sangre.