Widukind espió todos los movimientos del ejército carolingio, y durante aquel tiempo se mantuvieron emboscados como gatos salvajes en las afueras de Sutat. La horda de los wigaldingios recorría colinas y bosques, y su señor vigilaba el movimiento sincopado y salmódico del coro de hierro de Carlomagno a lo largo de los mapas.
Los francos infligieron grandes daños en Ostfalia, hacia la zona media y sin llegar a adentrarse en el norte. Los campos eran incendiados, los árboles sagrados talados, y cuando pudieron prender fuego a bosques enteros así lo hicieron. Se contaban por centenares los actos horribles cometidos contra los campesinos y sus hijos. Los hombres de hierro se labraban la fama que durante años posteriores provocaría el terror entre la población sajona.
Mediante mensajeros, y gracias a la fidelidad de los jarls que lo secundaban, Widukind logró persuadir a los ostfalios y a los angrios de que se replegasen hacia el norte en lugar de lanzar un ataque condenado a fracasar y a sacrificar demasiadas vidas. Los movimientos de Carlomagno se replegaron al final del verano, y finalmente emprendieron el retroceso.
Fue entonces cuando Widukind reunió a un gran número de hordas. Conocía aquel terreno mejor que su enemigo, y las ciénagas no eran un buen camino. Pensó que Carlomagno quizá sospechaba que su enemigo, Remigio el Piadoso, había ocultado su Templo de la Espada en aquellas selvas neblinosas. Es probable que algún espía se lo hubiese indicado.
Para entonces, ya era tarde; y un día Widukind esperó a Angus y los demás en el hombro de las colinas.
—Ahora sé que mi mundo desaparecerá, que no volveré a verlo como lo conocí, que nada de lo que hagamos podrá salvarlo…
—¡Widukind!
—¿Por qué habláis de ese modo, señor? —Esos campos por los que cabalgan nuestros caballos altos, esas praderas por las que jugamos cuando fuimos niños, ya nada volverá a ser como lo conocimos, vendrán a por todos nosotros y cambiarán nuestro mundo.
El rostro melancólico de Widukind se volvió a sus compatriotas.
—Pero no lo harán a un precio tan ridículo, verterán mucha sangre si quieren hollar esta tierra todopoderosa.
Miró atentamente a Angus, y añadió, con increíble odio:
—Sangre…
Se volvió, como alcanzado por un rayo. Alzó su puño crispado y clavó sus ojos de loco en Ingelbert.
—¡No habrá más negociaciones! —gritó con enorme furia.
Sus hombres desenfundaron las armas.
—¡En el nombre de mi padre, en el nombre de mi espada y en el nombre del espíritu todopoderoso,[21] en el nombre del Dios Supremo! ¡Guerra!
La loma se elevaba sobre la planicie de la llanura, cubierta de hombres hasta donde alcanzaba la vista. Los westfalios se amontonaban, indecisos, pero armados hasta los dientes a los pies de aquella cresta verde. El sol trepó hasta su cénit en una elipse de fuego, la señal ígnea se abatió sobre sus rostros, y Angus, al volverse y al volver en sí, oyó una voz, una voz fulminante, una voz cuyo poder era devastador, una voz que hablaba así a los sajones:
—Yo quiero… —vociferaba—. Yo quiero… —y alzó los brazos y mostró su espada, su larga espada—. Yo quiero… que los hombres y mujeres de Westfalia sean libres… Yo quiero… que sus hermanos de Angria y Nordalbingia sean libres —al pronunciar aquella palabra, no fueron pocos los que gritaron con la misma fuerza, enseñando sus cuchillos—: Yo quiero… que mis hermanos de Ostfalia y de Engiria sean libres… —gritó—. ¡Yo quiero… que los francos se marchen! —caminó de un lado a otro como un loco, tratando de acaparar la atención de sus compatriotas. Los nobles, a su espalda, escuchaban indecisos, atentos a la poderosa arenga del joven y a la vez peligroso líder—. ¡Yo quiero… que los francos sean decapitados…! —las voces se elevaron en un clamor de furia. Angus vio cómo de pronto las armas se alzaban, púas, puntas y filos que ondulaban en un mar erizado bajo el zumbar del viento de la guerra—. ¡Yo quiero… bañarme en la sangre de los francos!
Jamás imaginó que sería capaz de semejante violencia de palabra, pero en realidad su violencia era engañosa, pues se trataba de la capacidad de un excelente orador, al que el mismo Angus había enseñado a leer y a escribir.
Angus no sabía qué figura podía componer allí, sentado a la grupa de aquella mula, mientras esperaba el desenlace de sus decisiones.
—¿No estuvieron aquí mismo los queruscos, hace mil años? ¿No fueron enterradas las semillas de esos tejos en el tiempo en el que Irmin destrozó al emperador de los romanos? —pocos eran los que entendían lo que decía, pero en sus oídos sonaba como una música celestial—. Ahora le enseñaremos a Carlomagno quién gobierna la tierra de Sajonia… ¡Yo quiero! ¡Repetidlo conmigo!
Aquella petición se quedó flotando en el aire, y empezó a ser coreada como el eco que repiten unas montañas al escuchar la voz de un gigante.
—¡Yo quiero!
Volvió a gritarlo, esta vez alzando su larga espada, que ardió como un aguijón de fuego que hubiese sido clavado en el sol de la tarde.
—¡Yo quiero!
«Yo quiero, yo quiero, yo quiero…», repetían las hordas sajonas al unísono, y como si el unísono fuera la manifestación de un único deseo, la voz de un pueblo guerrero empezó a moverse hacia Widukind.
Pronto se dio cuenta de que lo peor no había llegado todavía, de que Widukind se organizaba para dar una respuesta intrépida a Carlomagno.
No ocurriría de tal modo, pensó el misionero renegado mientras oteaba aquellos campos llenos de violencia y ansias de guerra, de jóvenes temerarios y corazones impetuosos dispuestos a llevar a cabo los mortales designios de su líder.
Widukind parecía furioso y esta vez ocurriría lo que tanto había temido. Angus cubrió su rostro con los pliegues de la capucha y los hábitos aletearon en el viento de guerra. Temió la ira de Dios, fuera cual fuese su decisión inescrutable. Los hombres mortales estaban a su merced y no importaba lo que pensasen. Sucedería en su nombre y por su obra y gracia.
Widukind se enseñoreaba de las tropas. Widukind se hacía con el poder.
El sajón no dictaría una respuesta para Carlomagno que hubiese de permanecer en un pergamino, para cabalgar hasta la corte de Aquisgrán y ser leída en voz alta ante el emperador de los francos. Widukind predicaba el Evangelio de la Espada, y sus palabras se escribían sobre el pergamino de la historia, que es la faz de la tierra, y con sangre.
El culto a Odín promovía que los hombres se divirtieran en grupos de guerreros que entraban en un estado de éxtasis durante la batalla, los úlfhễdnary los berserker, («hombres lobo» y «vestidos de oso», respectivamente). Estos grupos de guerreros eran devotos del dios y, antes de la batalla, entraban en un estado de éxtasis furioso, llamado berserksgangr, en el cual comenzaban a rugir, babear y a morder el borde de los escudos. Luego se arrojaban a la batalla, gritando, agitando sus espadas y hachas, matando a todos los que se acercaran, insensibles al dolor y a la fatiga, hasta que caían extenuados… Un jinete negro surgió de ellos, la más siniestra de las figuras que Angus había visto, y creyó que era de nuevo un emisario de la Oscuridad.
Los grupos de sombríos berserker estaban ya allí, pero las unturas negras no habían tenido lugar todavía. Negros hechiceros, ominosos como grandes cuervos que hubiesen perdido la capacidad de volar, encendían hogueras pestilentes a sus espaldas.